Un efecto óptico & El horizonte

Título original: Un efecto óptico · Juan Cavestany · España · 2020 · Guión: Juan Cavestany · Intérpretes: Carmen Machi, Pepón Nieto, Luis Bermejo, Lucía Juárez…

Título original: Le milieu de l’horizon · Delphine Lehericey · Suiza · 2019 · Guión: Joanne Giger, Roland Buti · Intérpretes: Luc Bruchez, Clémence Poésy, Laetitia Casta…

Si bien su filmografía ya llevaba algunos títulos a sus espaldas, ya sea como director o en labores de guionista, el nombre de Juan Cabestany no llamaría la atención de la crítica especializada hasta su segundo largometraje en solitario, Dispongo de barcos. En esta pieza, Cabestany iba a plantar las semillas de lo que sería, con matices, su posterior trabajo. Un cine cuyo carácter o personalidad se construía en la mezcla de elementos costumbristas con un surrealismo caustico que apuntaba a los pilares de la sociedad contemporánea. Cabestany parte de lo cotidiano para, con una pirueta del argumento, darle una vuelta que lo empuje al terreno de lo absurdo y regresar, más tarde y en un último giro, al punto de partida de esa cotidianidad cuyas grietas quedaban, así, expuestas, reveladas. Estos mismos criterios inspiran Un efecto óptico, su última película.

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Aquí nos encontramos con Alfredo y Teresa, un matrimonio de Burgos que emprende unas breves vacaciones en la brillante ciudad de Nueva York. La pareja no está pasando precisamente por su mejor momento: la marcha de su hija a la universidad y la muerte de la madre de ella han dejado en la casa y en sus vidas un profundo vacío. De ahí el viaje. Alfredo y Teresa han decidido poner algo de distancia, alejarse de sus problemas y reencontrarse con ellos mismos para recuperar la alegría de una relación que parece apagada. Pero, al llegar a la ciudad de los rascacielos, enseguida se dan cuenta de que hay algo que no marcha bien: el taxista que los recoge en el aeropuerto habla en perfecto español, la comida de los restaurantes es la misma que la que comen en su casa y las calles, los museos, son los de siempre. Aquello se parece demasiado al Burgos que acaban de dejar atrás. ¿Qué está pasando?

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En un primer nivel, Un efecto óptico es una comedia negra (o muy oscura) en torno a las muchas oquedades que nos plantea nuestra sociedad de consumo y, sobre todo, al turismo como fuente de ilusiones y esperanzas del ciudadano medio (español y de buena parte de Europa). Para Cabestany, esta forma de entretenimiento contemporáneo representa un torpe intento de escapar de nuestra realidad que, nos pongamos como nos pongamos, siempre nos espera al volver de nuestro viaje. Alfredo y Teresa deambulan por esa ciudad de Nueva York y cumplen con el itinerario que les marca la guía que Alfredo lleva a todas partes. La pareja trata de mostrar el entusiasmo que merece la oportunidad de conocer nuevos espacios y costumbres, distintos de los propios. Es lo que se espera de ellos o, quizá, es lo que se exigen a ellos mismos. Sin embargo, nada parece satisfacerles y, al revés, si bien se niegan a reconocerlo, todo les resulta aburrido, indiferente, otro vacío. Incluso, cuando, por aquello de ponerle algo de gracia al asunto, tratan de romper con el programa, también les sale mal. En una de las secuencias más punzantes de la película, Alfredo se deja olvidada su guía en el hotel en el que se alojan. En un arranque de valor, Teresa le pide que no vuelva para recogerla y le anima a que se tomen “el día libre” y dejarse llevar por su intuición. La pareja acaba, así, perdida en un paraje inhóspito de las afueras de esa ciudad en la que se encuentran perdidos, desorientados. Como ocurre con frecuencia, el viaje resulta un completo fracaso y, al final, lo único que queda son unas tristes fotografías en las que aparecen felices, pero en las que no se logran reconocer. ¿Quién es esa gente que sonríe y nos mira?, se preguntan.

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Ahora bien, superada esta primera lectura, donde creo que Un efecto óptico supone un paso adelante en la carrera de Cabestany, se encuentra en la manera que tiene de abordar y exponer los conflictos que afectan a sus protagonistas. No cabe duda de que uno de los retos a los que se enfrenta cualquier director es el de lograr que el público, no solo comprenda lo que les sucede a sus personajes y se implique con ello, sino que llegue a sentir lo mismo que ellos sienten, arrastrándolo, en definitiva, a ese mundo íntimo donde se cocina aquello que les está atormentando. En ese sentido, el director madrileño hace gala de una gran pericia a la hora de armar la estructura de esta nueva incursión en su universo fílmico.

En la mejor tradición del cine de ciencia ficción, Cabestany hace que sus personajes revivan su viaje una y otra vez. En cada nueva recreación de los mismos sucesos, descubrimos, sin embargo, una pequeña permuta. Unas veces vivimos los hechos desde la perspectiva de él. Otras lo hacemos desde el punto de vista de ella. En un momento dado, Cabestany rompe la cuarta pared mostrando la cámara de cine que registra las imágenes, lo que incide aún más en esa sensación de extrañeza, en ese tono de ficción, como de algo falso, impostado, que tiene lo que Teresa y Alfredo están viviendo y que es, a su vez, otra ficción. Con este ir y volver a las mismas situaciones, Cabestany acaba enredando al espectador en la misma espiral de incongruencias en las que se ve enredado el matrimonio. Su desconcierto es, al fin, nuestro propio desconcierto. Desconcierto ante un mundo extraño y amenazador que nos deja como abandonados frente a una realidad de la que, en el fondo, ya no sabemos si estamos formando parte. Desconcierto ante los cambios de la vida.

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Con Un efecto óptico, Juan Cabestany supera la estructura episódica, por capítulos, que caracterizaba a sus anteriores largometrajes (Gente en sitios, Esa sensación) y nos ofrece una pieza unitaria y bien cohesionada, que supera el golpe de efecto de la mera anécdota para contarnos un relato de muy largas implicaciones. Cuentan las notas de producción, que esta película se fue componiendo, en buena parte, durante su rodaje, cosa que no puede sorprender a quien la haya visto. Algo de esa impresión de puzle ligeramente deslavazado, apresurado, ha permanecido en la composición final. Sin embargo, esto no perjudica a esa impresión de unidad que transmite la cinta. En la memoria quedan también las interpretaciones de Carmen Machi y Pepón Nieto, muy comedidos con respecto a su habitual gestualidad televisiva, colaboradores necesarios en esta aventura, contribuyentes imprescindibles de este delicioso juego con la cámara y el espectador.

Nos situamos ahora en el verano de 1976. Una ola de calor asola el continente europeo poniendo en peligro las plantaciones y la ganadería de una zona rural de Suiza. En este contexto, Gus, un chico de trece años, reparte su tiempo entre el trabajo en la granja de sus padres y sus escapadas por los alrededores con su inseparable bicicleta. En principio, y a pesar de las constantes discusiones con su padre, hombre de carácter fuerte que lucha por salvar su negocio frente a la implacable canícula, el mundo de Gus se mantiene en un cierto equilibrio. Pero la visita de Cécile, una compañera de su madre de un club de lectura que frecuenta en el pueblo, vendrá a trastocarlo todo. Accidentalmente, Gus descubrirá que entre las dos mujeres hay algo más que una simple amistad.

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El horizonte, segundo trabajo largo de la realizadora suiza Delphine Lehericey nos propone un cuento que viene a cuestionarnos, en una primera lectura, las convenciones de los modelos de cohesión social tradicionales. La relación que Nicole, la madre de Gus, tiene con Cécile hará saltar por los aires el, hasta ahora, sólido núcleo de la familia. Todo el mundo alza el dedo acusador contra Nicole. La acusa, por supuesto, su marido, que se siente traicionado, abandonado, no solo sentimentalmente, sino en esa dura batalla que está emprendiendo contra la meteorología y, más allá, contra un mundo que quiere amordazarlo, someterlo al sistema de dependencias al que lo empuja una economía que pasa por encima de las humildes ambiciones filosóficas de un pequeño granjero. Y la acusa, por supuesto, Gus, que siente que su madre ha preferido estar con su amante que ocuparse de él, como ha hecho siempre. Pero, más allá, el caso saltará también al resto de la pequeña comunidad rural en la que habitan los personajes, un mundo mezquino de mezquinas traiciones y rencillas, celos y mediocres ambiciones que verán en todo ello una muestra de flaqueza que tratará de aprovechar.

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Pero, dejando de lado este primer acercamiento, hay dos elementos por los que la cinta de Delphine Lehericey despierta nuestro interés. El primero de ellos es un deliberado esfuerzo por parte de la directora de convertir a la naturaleza en protagonista de su relato. Lehericey describe los paisajes de esta tierra áspera con sencilla delicadeza, acercándose a ellos con respeto y honesta admiración, rescatando de ellos su belleza, pero alejándose de cualquier intento de preciosismo vacuo. Un paisaje que no es solo escenario de la historia, sino que participa en ella como otro actor de la trama. Paisaje que se adhiere a la piel y que afecta y condiciona las reacciones de los personajes. Una naturaleza bella y dura, al mismo tiempo, que explota hasta el límite la capacidad de resistencia humana. En algún momento del metraje, nos preguntaremos contra quién se enoja realmente el padre de Gus, ¿contra esa mujer que le ha abandonado por otra o contra el mismo cielo? ¿De qué huye Nicole? ¿De su relación de pareja o de esa granja que siente como una cárcel que la aprisiona? ¿Hasta qué punto no es ese calor opresivo el causante de buena parte de los conflictos?

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Pero donde brilla realmente el trabajo de Delphine Lehericey es como espejo de esa difícil etapa de la vida en la que se encuentra su protagonista. En este sentido, es necesario destacar el trabajo del joven actor Luc Bruchez, que da muestras de una intuición y una sensibilidad realmente encomiables para un papel que, visto el resultado, puede no parecerlo, pero que requería de una amplia gama de matices. El Gus de Bruchez es un joven que, aunque aparente lo contrario, se siente perdido ante una situación que no sabe cómo manejar. De resultas de esta experiencia, Gus hará el tránsito definitivo de la tranquilidad y la fantasía de la infancia al complejo mundo de los adultos.

Delphine Lehericey nos envuelve en este terremoto de sensaciones y nos conduce en un paseo por nuestra propia memoria y, quizá, por ese deseo íntimo que todos guardamos por regresar a ese espacio, lugar o tiempo, en el que todo era más simple. Aquello que se pierde, se nos pierde también a nosotros. Recordemos aquí una de las escenas más bellas y sugerentes de esta modesta pero muy reseñable producción. En mitad de la crisis en la que está envuelta su familia, Gus acompaña a una amiga a su lugar secreto, una especie de laguna de agua fresca que nadie conoce. En medio de la canícula, los dos jóvenes se desnudan y se dan un baño. El efecto del agua en sus cuerpos, en medio de tanto calor, es francamente catártico. Y allí, en el agua, refrescados los cuerpos, próximos, los problemas se ven de otra manera y aparecen nuevos sentimientos y sensaciones. Al fin, en ese horizonte que da título a la película, surge una sensación o idea: libertad. Una película deliciosa y un placer en estos tiempos de desencuentros. [El horizonte se estrena en salas comerciales el próximo miércoles 31 de marzo]. GERARDO LEÓN

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