QUÉ DECIR DE… Érase una vez en Hollywood

Título original: Once Upon a Time in… Hollywood · Quentin Tarantino · USA · 2019 · Guion: Quentin Tarantino · Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie…

Resulta ya casi rutinario decir que cada nueva película del director estadounidense Quentin Tarantino se ha convertido en un acontecimiento. Desde la misma promoción de sus películas, existe en la industria del entretenimiento y su larga cola de seguidores una especie de ansiedad por descubrir otra nueva obra muestra producto de su “casi” indiscutible talento. Dejando de lado hasta qué punto la brillantez y lo presuntamente novedoso de su obra no ha ido más que declinando desde la ya muy lejana Pulp Fiction, para quien suscribe esta crónica el interés por su cine reside básicamente en ver hasta qué punto Tarantino puede llegar a acertar y ofrecer un espectáculo más o menos divertido y energizante y cuando yerra en el intento. Personalmente, no soy un fan de su cine. Sus películas a veces me hacen pasar un buen rato, otras no. Este no parece ser el caso.

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Érase una vez en… Hollywood nos sitúa en la meca del cine en el año 1969. En este contexto, la industria del séptimo arte y, con ella, toda la cultura norteamericana, se encuentra en pleno proceso de transformación. La aparición de la cultura hippie, los nuevos cánones de la música rock y pop, la decadencia del cine clásico y la aparición de nuevos géneros y formas de consumo han dejado en la estacada a Rick Dalton, una vieja estrella de la tele ahora en decadencia, y a su fiel amigo Cliff Booth, un veterano de guerra, chico para todo y, ocasionalmente, doble de Dalton en las secuencias de acción de sus películas. Dalton y Booth deambulan por la ciudad de las luces entre rodajes de producciones menores buscando una oportunidad para saltar de nuevo al estrellato. Mientras, junto a la residencia de Dalton, se ha instalado la joven pareja de moda en la industria: el director polaco Roman Polanski y su nueva novia, la actriz Sharon Tate. Aunque ninguno de ellos lo sabe, sus destinos están entrelazados.

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Entre lo mejor que ofrece Érase una vez en… Hollywood se encuentra sin duda a sus dos actores protagonistas, un Leonardo DiCaprio y Brad Pitt que sacan oro de unas secuencias que, como veremos más adelante, no siempre están tan bien urdidas como deberían o uno esperaría de un director ya experimentado como Tarantino. Y tiene cierta lógica que el responsable de Reservoir Dogs haya puesto buena parte de la carga de esta película en ellos, no solo por el irresistible atractivo que supone a nivel promocional contar con estas dos estrellas en cartel, sino porque la misma esencia de la película estaba en juego con la elección de los dos papeles principales. Se ha destacado en muchas crónicas que Érase una vez en… Hollywood es, ante todo, una oda a la meca del cine y a una forma de entretenimiento en la que creció el propio realizador (el mismo Tarantino se ha encargado de resaltarlo para que a nadie se le escape). Y oda le ha quedado, sin duda. Pero, sobre todo, lo que creo que hay que destacar de este nuevo trabajo es que es un homenaje a una forma de amistad (y a una masculinidad) entendida a la vieja usanza. Una amistad que, como el Batman y Robin de la serie de los sesenta, como Watson y Holmes, como Don quijote y Sancho Panza, si nos ponemos, se sitúa por encima de los intereses personales, inquebrantable a los devaneos de la vida, una cumplida ofrenda a viejos valores como la lealtad, hoy en desuso. Un homenaje, además, que sirve a Tarantino para hacer una crítica radicalmente feroz y sarcástica contra una cultura que la película pone en la picota y que ofrece, a su costa, los momentos más empáticos e hilarantes. En el caso de la trama que ocupa la cinta podríamos referirnos a la cultura hippie que asaltó a los Estados Unidos en aquellos años, pero bien podríamos ver en todo ello un mazazo brutal y despiadado hacia eso que en nuestros días hemos convenido en llamar “lo políticamente correcto” y que Tarantino destroza sin disimulo. Una corrección política que, de tapadillo, esconde monstruos disfrazados de cordero, como fue el caso de Charles Manson, famoso dirigente de una secta satánica que acabaría con la vida de la actriz Sharon Tate para convertirse él mismo, de forma harto rocambolesca y delirante, en icono mediático. Contra ello, Tarantino saca sus mejores armas y se despacha (nos despachamos) bien a gusto.

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Añadimos asimismo en la columna del haber de esta penúltima obra de su director, un diseño de producción realmente apabullante. Érase una vez en… Hollywood se puede ver desde muchos puntos de vista. Uno de ellos es, sin duda, el de servirse como homenaje a una cierta cultura cinematográfica y televisiva que dio un vuelco a la forma de entretenimiento de masas que ha sido predominante en occidente hasta nuestros días (no hay más que ver el nuevo resurgir de las series televisivas como referente y fetiche del mismo consumo pop). Tarantino se regodea en una estética que sigue siendo hoy muy atractiva (acérquense a cualquier escaparate de una tienda de moda y lo comprobarán) consiguiendo además lo más difícil (con permiso de Rohmer): sumergirnos en una época sin que nos despiste el vestuario ni el diseño de unos decorados que en pantalla aparecen impecables. Pero si algo conviene destacar de este último trabajo es que es un sentido tributo a aquellos espacios en los que se desarrollaba y disfrutaba de aquella cultura. Cines con sesiones matinales, autocines, los nuevos locales de comida rápida, el propio coche como lugar de convivencia e identidad contracultural, Tarantino dedica muchos planos a todos ellos y los retrata con un mimo y cariño exquisitos, aunque a veces su inclusión entorpezca el avance de la trama, especialmente para un espectador europeo (o de cualquier otra parte del mundo) para el que estos guiños tendrán una significado menor, pues si hay algo que se olvida con frecuencia es que Tarantino es un director genuinamente americano, como el blues, las hamburguesas del McDonald o el mismísimo Donald Trump.

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Se aprecia igualmente en este caso el esfuerzo que ha hecho el autor por explorar nuevos terrenos formales en su cine. Aunque no siempre lo consigue y a pesar de ciertas redundancias (no sé cuántos trávellings de pies hay en la película), Tarantino se esfuerza por escapar de su manida fragmentación de las secuencias de acción, arriesgándose de vez en cuando a pisar fuera de esa zona de confort con la que resuelve buena parte de su cine, prodigándose con amplios movimientos de cámara. En este aspecto, la película resulta algo más ligera visualmente que en otras ocasiones. Trata también Tarantino de ofrecer un ritmo más pausado en el desarrollo de la historia, poniendo a prueba un tono algo más contemplativo (si es que el término es adecuado en este caso). También en los diálogos, y como él mismo ha destacado en varias entrevistas, ha tratado el realizador y guionista de mostrar algo más de contención, renunciando a las largas peroratas con las que solía aderezar la mayoría de sus trabajos. Tarantino trata aquí de sacar jugo de las situaciones, pero las líneas del libreto se encuentran esta vez más imbricadas con la acción y el momento de la historia (a pesar de ciertos juegos algo tramposos, como es caso de la ya famosa escena de la granja).

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Pero todas estas virtudes no ocultan un trabajo que, en su composición final, resulta francamente plomizo y, por momentos, exasperante. Cierto, Tarantino trata de comedirse en la escritura de los diálogos, pero eso no quiere decir que su incontinencia como escritor se haya visto reprimida, al revés. Es solo que en esta ocasión se encuentra algo más oculta o disimulada. Arranca Érase una vez en… Hollywood con una peculiar escena en la que la pareja Dalton y Booth se reúnen con un productor que le propone al primero un empleo para protagonizar un spaguetti western y dar salida, así, a su carrera. El encuentro se salda con una larga conversación en la que los personajes hacen referencia a distintas situaciones o recuerdos anteriores. Pues bien, por alguna razón incomprensible, Tarantino encuentra especialmente entretenido reproducir muchas de las situaciones que comentan los personajes. Esto dilata la secuencia hasta la extenuación y el espectador acaba por preguntarse hasta qué punto era necesario incidir en tanto detalle pueril (y no siempre tan imaginativo como se espera). Esto sucede en incontables ocasiones. De la misma forma, un montaje excesivamente dilatado de muchas situaciones apoya poco el desarrollo del relato. Basta recordar la tan comentada secuencia en la que Sharon Tate entra en una sala de cine para ver una película interpretada por ella misma. Uno reconoce el devoto homenaje que intenta ofrecer el autor, pero este decae en absurdo entre tantas idas y venidas a otras situaciones para zanjar un momento que bien podría haberse resuelto con muchos menos planos. Así, ese tempo pretendidamente pausado que Tarantino intenta imprimir a la cinta (a la espera del tan ansiado final, debidamente anunciado por el director desde su estreno en el festival de Cannes) deviene en farragoso desarrollo. Y no, esta vez ni siquiera la omnipresente y por momentos empalagosa banda sonora puede aligerar el trago. La acumulación de melodías similares en una especie de bucle sin fin, se acaba atragantando, pasando de lo notorio a lo prescindible, igual que sucede con muchas de las escenas que nos plantea la cinta.

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Érase una vez en… Hollywood es, como indica el título de la película, un mero cuento. Un cuento para adultos, por supuesto, pero cuento, al fin y al cabo. Un cuento inspirado en un mundo que fue y unos hechos que podrían haber ocurrido de otra manera o que el director ha querido narrar a modo de ajuste de cuentas con su pasado personal y cultural (tal y como hiciera en Malditos Bastardos). Desde la oportunidad que le ofrece la ficción, Tarantino nos presenta un final alternativo a un tiempo al que rinde pleitesía. Pero el espectáculo se hace francamente tedioso, culpa de la falta de contención de un realizador que no ha sabido (o querido) medir sus fuerzas. Por algún motivo, Tarantino se empeña en estirar una trama raquítica para llegar hasta las casi tres horas de duración a fin de contarnos una peripecia que, desde mi punto de vista, le sobra un buen puñado de minutos. Y el caso es que la película que podría haber sido (si un buen montador le hubiera parado los pies) está ahí, en la pantalla. La podemos construir muy fácilmente. Solo hay que extraerla de entre la maraña de interminables referencias con las que nos satura y cuyo valor es bien cuestionable si no es como puro entretenimiento para cinéfilos amantes de las citas ocultas. Para resolver el enredo que él mismo se ha montado, simplemente tendría que haberse visto en disposición de renunciar. Nos habría hecho pasar un mejor rato. Sin duda, Tarantino se lo ha pasado francamente bien haciendo esta película, un juguete personal enmarcado dentro de sus intereses artísticos. Sin embargo, este cronista se sintió como cuando ves jugar a un niño a la consola de videojuegos. El niño te invita a mirar, pero no deja que toques los mandos. GERARDO LEÓN

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