Un relato fantástico: Un simple despiste

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Y el caso es que pensarlo, sí que lo pensó. Incluso, llegó a pedir una cita en su peluquería de siempre. Pero luego, los compromisos profesionales, mezclados con algo de pereza, lo empujaron a retrasarla una semana. Ya no pudo ser. Declarado el Estado de Alarma, era evidente que ya no podría hacerlo hasta que el gobierno se animara a revocarlo.

No es que cuatro meses fueran demasiado tiempo, pero no deja de ser verdad que el pelo empezaba a cubrirle las orejas y el flequillo amenazaba con taparle peligrosamente la vista si la cosa seguía así. También es cierto que, si él lo hubiera querido, podría haber cogido las tijeras que tenía en su casa y haberse metido un buen tajo que acabara con el problema. Por poca maña que se diera, parece que, según decían las noticias, habría tiempo más que de sobra para corregir cualquier posible dislate estético que cometiera consigo mismo. Qué le impidió hacerlo es algo que nunca respondería completamente. Al principio, lo percibió como un simple acto de rebeldía. Recordando sus años de adolescencia, se sintió, como entonces, con la capacidad de no tener que dar explicaciones a nadie. Pero luego, según el pelo iba apoderándose de todo y él fue perdiendo la conciencia de si, aquello quedó también olvidado.

La primera semana, el pelo le cubría la nuca y ya tenía mechones que le llegaban hasta la nariz. No se preocupó mucho. A la hora de comer, que era cuando más le molestaba, bastaba con hacerse un moño a la altura del cogote y ya lo tenía arreglado. En la segunda semana, sin embargo, el pelo le creció a una velocidad sorprendente. El miércoles ya le llegaba por la cintura y allá por el domingo, después de hablar con su madre, se dio cuenta de que se lo pisaba al caminar. Aun así, con ayuda de unas gomas y unos ganchos que compró por correo electrónico, pudo (más o menos) apañarse. No dejaba de ser problemático el asunto del lavado o cuando se acostaba. Hubo mañanas en las que se levantaba completamente atrapado en una maraña de cabello y le llevaba una hora larga poder desenredarse para desayunar.

Al final de la tercera semana, el pelo se había extendido por toda la vivienda cubriendo muebles y paredes. Eso, como es lógico, restringió notablemente su capacidad de movimiento, pero tampoco supuso demasiado inconveniente. Instalado, según fue viendo venir el problema, en el salón de su casa, pedía comida preparada que le llevaban a su domicilio desde un puesto de un mercado próximo y como el pelo absorbía la mayor parte de la energía que le proporcionaba el poco alimento que iba ingiriendo, el tema de las demás necesidades fisiológicas tampoco supuso una gran molestia. A pesar de las dificultades, durante esta semana siguió manteniendo contacto vía teléfono móvil con familiares y amigos a los que llamaba con frecuencia y que, aunque no conseguían verle la cara, al menos pudieron tener con él un rato de conversación. Aunque nadie se atrevía a visitarlo para comprobarlo, hubo quien dijo que, por la voz, parecía que estaba animado y de un humor excelente.

El verdadero problema se produjo cuando, aprovechando algunos resquicios entre las baldosas del suelo y las paredes del piso donde vivía, el pelo empezó a extenderse por las viviendas contiguas. La reacción de sus vecinos no pudo ser más radical. En cuanto vieron colgar los primeros mechones del techo, alguno no lo dudó, cogió sus tijeras y los cortó sin más miramiento. Hasta aquí el conflicto no fue a mayores. Pero luego, empezaron a ver que el pelo crecía a mayor velocidad de lo que lo podaban. Apenas lo habían cortado de un cuarto, ya estaba creciendo otra vez en el baño o en la cocina. Aunque la cuarentena suponía alguna dificultad, algunos vecinos propusieron organizar una reunión para tomar alguna medida consensuada sobre el asunto. Antes, habían llamado a la puerta de su vivienda para pedirle explicaciones, pero no contestaba ni se escuchaba ningún sonido que les diera alguna pista de que en aquella casa viviera nadie. El asunto se complicó cuando otros vecinos se opusieron a organizar la reunión propuesta, dado que el problema no les incumbía. Esto hizo que los vecinos que vivían inmediatamente debajo de él, dejaran de cortar el pelo solo para que llegara a los pisos inferiores. Éstos reaccionaron, pero como tampoco les hacían caso, hicieron lo mismo con los de los abajo, y así hasta el final. Cuando las viviendas que estaban invadidas por el cabello fueron mayoría para organizar la reunión, ya era demasiado tarde. El pelo crecía de tal forma que pronto colonizó todo el edificio.

A esas alturas, él ya era solo un mero cuerpo que producía pelo sin parar. Había perdido todo contacto con el exterior e, incluso, en el hipotético caso de que alguien hubiera podido entrar en su casa y, a base de machetazos, hubiera llegado hasta él, no habría podido mantener una conversación razonada. De hecho, no habría podido mantener con él ningún tipo de conversación. De esta forma, y ante la imposibilidad de acercarse a la fuente, origen del problema, los vecinos se pusieron manos a la obra. A estas alturas, la masa de cabello era tan espesa que no podían hacer otra cosa que cortarla sin parar, así que se organizaron por turnos de trabajo para mantener el edificio y las viviendas en condiciones mínimamente propicias para la vida.

La gente, claro, estaba enfadada. Llamaron a las autoridades para que intercedieran en el caso, pero, ocupados en otras prioridades, aunque aceptaron la demanda, no quisieron intervenir. ¡¡¿Y para eso pagamos impuestos?!!, protestó uno. La tensión fue, de esta forma, en aumento. A los vecinos solo les quedaban dos opciones: seguir peleando contra el pelo o abandonar el edifico y buscarse una nueva vivienda. Eligieron la primera opción. La lucha fue dura durante los dos primeros días de la cuarta semana de cuarentena. Pero, en el tercer día, un suceso extraordinario vino a dar un giro inesperado a la dramática dirección que estaban tomando los hechos.

Del pelo empezaron a brotar unos extraños frutos. Tenían forma de aguacate, pero de un color rosáceo. Nadie había visto nunca algo así. ¿Qué es eso?, se preguntaban. A falta de otra solución mejor, los vecinos se jugaron a sorteo probar aquel extraño fruto. Le tocó a la vecina del catorce, en el cuarto piso. La mujer tomó uno de los frutos que, sorprendentemente, pareció caer en su mano, no como si hubiera sido separado de la matriz a la que estaba unido, sino como si se entregara a ella, y se lo metió en la boca. Dijo que tenía un sabor muy curioso, mezcla de fresa y de limón. Ácido y dulce, un poco amargo y, a la vez, suave al paladar. Si le preguntaban, a ella le recordaba, no tanto a una fruta, como al recuerdo de un amor que tuvo cuando era joven. Al ver que, al cabo de unas horas, la vecina no se moría, otros vecinos se animaron a probar aquel extraño fruto. Comprobaron que no pasaba nada y, así, siguieron alimentándose de ello durante los días siguientes (hecho que les ahorró tener que bajar al supermercado).

Pero lo más sorprendente de todo es que la carne de aquel fruto producía en quien lo probaba una extraña sensación de plenitud y armonía con la gente que le rodeaba. Enseguida, alguien se percató de que nadie salía de ese edificio desde hacía un tiempo. Cuando al fin la policía entró en una de las viviendas del primer piso, no encontró a nadie. A parte del pelo, no hallaron nada más que aquella insólita sensación, casi mística, de fraternidad universal. “Si el mundo pudiera ser así”, dijo uno de los agentes en un momento de ausencia. Hubo quien propuso tirar el edificio, pero, finalmente, nadie se atrevió a hacerlo. Parece que, a día de hoy, el pelo está llegando al edificio de al lado. GERARDO LEÓN

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