Un epílogo (o no)

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Para Áurea, que quiso saber cómo acababa esta historia que no acaba.

Nada empieza y nada acaba, pensó. Todo es un continuo. Eso es lo que se dijo viendo a la gente desparramarse ya por las terrazas de los bares y las cafeterías de la ciudad. Había acabado su turno y regresaba a su casa. A su alrededor, pegada todavía a su piel, le acompañaba aquella sensación de irrealidad que había sentido desde que se decretó la pandemia, si bien es cierto que esa irrealidad era algo menos irreal que en las semanas anteriores. ¿O no era francamente extraño ver a todo el mundo con una mascarilla en la cara cuando subían a su autobús? Por mucho que insistieran desde el gobierno, les iba a costar acostumbrarse. Por otro lado, encontrar de nuevo las calles y plazas tan ocupadas le sugería que algo estaba comenzando a cambiar.

Todo era distinto y, sin embargo, le parecía igual. ¿Igual que cuándo?, se dijo. Igual que antes. Antes de todo. La gente empezaba a regresar lenta, lánguida, perezosamente a sus empleos. Si bien todavía con cierta discreción, el tráfico también estaba empezando a crecer y, con él, las urgencias, la mala educación, todas esas cosas que ella no había echado de menos ni en el trabajo ni en ningún otro ámbito de su vida cotidiana. El virus seguía ahí, desde luego, pero parecía que se lo estaban desempolvado. En las noticias, había leído de fiestas en pisos, colas en los probadores de las primeras tiendas de ropa que habían abierto o broncas en los bares por una miserable silla en la terraza. Ella misma, también había sufrido alguna experiencia de ese tipo. La noche anterior, un grupo de personas reunidas en una de las mesas de un bar que había delante de su casa, habían estado montando escándalo hasta pasadas las doce. Como hacía un poco de calor, se había visto obligada a abrir la ventana de su dormitorio, lo que la había forzado a ser testigo involuntario de la jarana, hecho que había acabado por agriarle el humor al ver que no podía dormir. El silencio de las noches anteriores que la había arrullado una jornada tras otra, había desparecido.

En medio de este nuevo desorden general, ella se sentía como si la zarandearan mientras flotaba en una balsa sin remos en medio de un océano embravecido por una tormenta. No era una sensación nueva, al contrario, pero encontrarse de nuevo con ella la pilló desprevenida y durante varios días se sintió desorientada. De repente, había empezado a pensar de nuevo en el presente, en el pasado y en el futuro, y en todas esas cosas que había dejado aparcadas durante aquellas semanas de estado de excepción (tenía que acordarse de pedir cita para el médico por su problema de espalda). Pensando en ello, se acordó de aquella vez en la que, cuando era niña, se había quedado recluida en casa de sus padres por culpa de una infección que le produjo unas fiebres muy altas. Entonces, no había hecho deberes y no había ido al colegio y, por lo tanto, no había tenido que enfrentarse a aquella profesora que tenía aquel carácter tan desagradable ni a aquella otra niña de su clase que no paraba de incordiarla y que le caía tan rematadamente mal. ¿Cómo se llamaba aquella niña? Ya no se acordaba.

Pero en medio de toda esta confusión de sensaciones, ella sentía, muy dentro de sí, una especie de vacío cuyo origen no acababa de concretar. Y si empleó esa palabra, “vacío”, es porque en el fondo no habría sabido explicarlo de otra manera. Si hubiera sido posible, ella habría dicho que esa especie de ausencia que percibía en su interior, se parecía a lo que debe sentir alguien al que le han quitado un miembro de su cuerpo. Pero a ella no le faltaba ningún miembro, así que, en realidad, le hubiera sido imposible saber qué siente exactamente aquel al que le han quitado un brazo, una pierna o una mano, o sea que tampoco era eso. Se concentró. Entonces, se percató de que esa sensación se parecía mucho a eso que te pasa cuando un amigo te cuenta una anécdota que sucedió hace tiempo y en la que parece que participaste, pero que tú no recordabas de nada. Para el otro, aquella situación responde a una experiencia muy viva, mientras que, para ti, eso que ocurrió o que hiciste no tiene ningún sentido. Sin embargo, aunque niegues una y otra vez haber participado de esos hechos, algo te dice que eso que te están contando sí sucedió de verdad. Con el tiempo, la falta de ese recuerdo se va llenando con el relato del otro, sin dejar nunca de considerar la posibilidad de un algo que, al mismo tiempo, conservas y has perdido para siempre, que te falta.

Eso era más o menos lo que sentía. Y el caso es que, a veces, cuando se alejaba un momento de sus propios pensamientos, un objeto impreciso que pasaba fugazmente ante sus ojos, pero que no lograba identificar, o una palabra mal comprendida de un pasajero del autobús, le traía la memoria de esa cosa que le resultaba extrañamente reconocible, pero que no recordaba. Un instante, la tenía agarrada entre las manos, al otro ya se le había escapado. Pero, una mañana, se quedó mirando la puerta cerrada de una agencia de viajes y algo se despertó en su interior. ¡Era eso!, exclamó para sí. Había hecho un viaje. De repente, se vio conduciendo de nuevo por calles totalmente vacías, detrás del volante del autobús de la línea municipal que ella conducía cada día, fuera ya de su ruta, girando hacia un lado y superando el límite de la ciudad, para tomar luego una autopista sin una dirección determinada. ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?, se dijo. Miró el calendario, pero fue incapaz de establecer dentro de qué plazo de fechas había tenido lugar ese viaje. ¿Y a dónde había ido?, se preguntó. No lo sabía. Lejos, de eso estaba segura. Muy lejos. Y quizá lo más importante: ¿había ido sola? Algo le dijo que no.

Fue la mochila lo primero que llamó su atención. ¿Dónde la había visto antes?, se dijo. Luego, se fijó en su estatura y en esos andares tan livianos, como si no pisara el suelo al caminar. Eso, y el hecho de que se sentara en el último asiento de su autobús. Los dos primeros días, no le dijo nada. Simplemente, se fijó en cada uno de sus gestos. Siempre que lo recogía, estaba solo en la parada. Ella abría la puerta y él subía al coche, pagaba su billete y se dirigía, sin decir nada, hacia el fondo. Al tercer día, ella le preguntó, “¿nos conocemos?” (una pregunta que, incluso a ella, le sorprendió, dado su carácter reservado y poco inclinado a relacionarse con extraños; pero, ¿era un extraño realmente?). Él dio un paso hacia atrás. Dijo: “claro”. Y luego, sonrió. Lo hizo como aquella vez, al comienzo de aquel viaje que, comprendió, habían emprendido juntos. Ella le preguntó si lo recordaba. “Claro que me acuerdo”, dijo él. “¿Cómo no iba a hacerlo? ¿Y tú? ¿Lo has olvidado?”, le preguntó a ella. Y ella le dijo que no, pero nosotros sabemos que, aunque de cara al exterior, trató de parecer segura de sí misma, en el fondo dudó de su respuesta.

Él cogió entonces su mochila, abrió la cremallera, sacó un papel y se lo enseñó. En el papel, había escrito un poema que comenzaba así:

Un autobús sin pasajeros no es un autobús,
como una casa sin muebles no es una casa
o una locomotora sin vagones no será nunca un tren.

Aunque era un poema muy raro, por alguna razón ella se reconoció en cada línea, si bien sabía que nunca escribía poemas. Algo de prosa, sí. Un cuento de vez en cuando (que no le enseñaba a nadie), pero poco más. Sin embargo, algo empezó a encajar: el poema, un viaje, un chico de su edad cargado con una mochila… Nada tenía sentido y, a la vez, tenía todo el sentido del mundo. Comprendió entonces que el virus ni se había ido ni, en el fondo, se iría nunca, que siempre había estado y estaría ahí, en el futuro. Y, más allá, comprendió también que no era el virus el verdadero problema. Era algo que estaba en lo más profundo de aquella sociedad y que el virus solo había sacado a flote, evidenciándolo. Ya sabes lo que quiero decir. Lo has visto igual que yo, igual que ellos. Y es que nada acaba nunca realmente, todo es lo siguiente de la misma cosa.

Un día en ese futuro, los dos quedarían en casa de ella. De tanto verse en el autobús, habían empezado a intimar. Esa primera vez, y puesto que estaban en su piso, ella prepararía la cena (algo de pasta; no era buena cocinera y la verdad es que tampoco quiso arriesgarse a quedar mal con experimentos), y él diría que gracias, qué bueno está todo, cuando le preguntó. Bebieron unas cervezas y, luego, un poco de vino. Después de cenar, sentados frente a frente a la mesa del salón, los platos vacíos y todavía sin recoger, charlarían de ese viaje que nunca había ocurrido. Y se inventarían anécdotas, y se reirían hasta la carcajada recordando cosas que ninguno de los dos sabía si habían tenido lugar más allá de su imaginación. Lo más curioso, pensaría ella, es que, siendo un viaje imaginado, pudieran relatar y compartir los mismos hechos. Luego, cansados de reír y de recordar (o inventar lo recordado), se sentaron en el sofá y vieron una película. Lo pasaron bien. Cuando acabó, la comentaron entre ellos y él se fue a su casa. Entonces, después de ir al baño por última vez, ella se acostó en la cama y, como era su costumbre, trató de repasar en su cabeza las últimas experiencias del día. Entonces, se dio cuenta de que, de nuevo, no recordaba ningún detalle preciso del rostro de él. No importa, se diría. A lo mejor estaba un poco borracha. Lo importante, y eso sí lo iba a recordar, es que a los dos les gustaban mucho las películas de Jim Jarmusch. Luego, pensó otra cosa que al día siguiente también olvidaría y, finalmente, ajena al ruido de la calle, se durmió. GERARDO LEÓN

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