Una de zombis

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Las cosas como son. No es fácil ser un zombi. Un día cualquiera te despiertas como de un sueño y ya no recuerdas nada de tu vida anterior. Y digo esto para que se entienda, más o menos, lo que quiero decir porque, como cualquiera ya estará calculando, si uno no recuerda nada de su vida anterior, ¿cómo sabe que la tuvo? Bien, en nuestro caso es algo que sospechas, más que nada, por las pistas que te dan tu estatura y la apariencia de hombre adulto que tienes cuando despiertas del sueño y que te hace deducir que quizá en algún momento debiste tener la constitución de un adolescente o de un niño pequeño como esos que te encuentras de tanto en tanto por ahí. Bueno, por eso y porque, luego, cuando muerdes a otro ser humano, que acaba convirtiéndose en un zombi, como tú, muy tonto tienes que ser para no darte cuenta de lo que pasa.

Pero, en realidad, eso es lo bueno de ser zombi, que no recuerdas nada de lo que fuiste. Eso te libra de un buen montón de dolores de cabeza. Imagina, por ejemplo, que en tu vida anterior tuviste un matrimonio desastroso que te amargaba la vida. O que vivías en la ruina más absoluta. O que tenías un trabajo que detestabas con toda tu alma, pero del que no podías salir. O que hiciste cualquier cosa de la que siempre te arrepentiste y cuyas consecuencias no conseguías superar. ¿Traumas infantiles? Superados. ¿Disputas familiares? Olvidadas. Hipotecas, pago de seguros, deudas con hacienda o con los bancos, falta de empleo, deficiencia curricular; por lo que hemos deducido, todo desaparece de repente. Así que, por ese lado, la vida de un zombi es relativamente feliz. Sí, ya sé lo que estás pensando. ¿Y si hubiera sido un hombre rico y poderoso? ¿Entonces qué? Bueno, es cierto, no te voy a negar que existe esa posibilidad, pero, si nos ceñimos a las estadísticas, esto es bastante improbable, así que, ¿para qué vas a lamentar lo que es casi seguro que jugaría en tu contra si volvieras a esa vida anterior? En cuanto a los llamados conflictos del alma, aquí no existe la culpa, ni el pecado, ni remordimientos de ninguna clase, y eso está bastante bien. Todo ello, deja de lado la pesada carga de la duda que tanto parece que martiriza a muchas personas y que sería una inaguantable molestia para nosotros.

Otra cosa buena que tiene ser un zombi es que somos una comunidad bastante anárquica. Aquí va cada uno a la suya, sin meterse en lo que hacen los demás. No tenemos líderes que nos den la matraca, ni necesitamos una estructura que organice nuestras desordenadas vidas. Tampoco necesitamos policía que nos regule, pues, al contrario de lo que pasa con las personas que están vivas, no nos hacemos daño entre nosotros. Por lo general, salvo por alguna deshonrosa excepción, los zombis solemos compartirlo casi todo. Con ciertos límites, es cierto, pero generalmente somos una comunidad bastante bien avenida. Nunca verás a un zombi al que le moleste compartir con un compañero un trozo de carne que le haya caído en las manos. No es que en estos asuntos nos andemos con remilgos. Cuando esto sucede, tampoco guardamos las formas y solemos empezar a devorar a nuestras víctimas sin esperar a nadie. Pero tampoco nos importa que, en medio del festín, se una algún colega que estaba necesitado, sabiendo, como sabemos, que el otro haría lo mismo si estuvieras en su lugar.

Ahora bien, por no ponerlo todo tan bonito, debo añadir que si la vida de un zombi tiene algún inconveniente es por la cosa del hambre. Ya desde el mismo momento en el que te despiertas a esta nueva vida (o no-vida, como la llaman algunos, aunque el término es confuso y no hay acuerdo sobre el mismo), sientes una gusa que no te quitas en ningún momento. No sé cómo explicarlo. No es un agujero exactamente, es una especie de vacío que notas en el estómago y que no consigues aplacar por mucho empeño que pongas en devorar a todo el que te encuentras. Tú comes y comes, y parece que no te llenas nunca. En parte, tampoco es que sea exactamente un gran problema, porque esa necesidad de constante alimento te sirve de acicate, básicamente, para ocupar tus días y noches que, de otra manera y puesto que no duermes nunca, se te harían insoportablemente largos. Algo hay que hacer. Pero no quita que sea molesto. Hay que tener en cuenta, además, que el hecho de no comer tampoco te mata de hambre, puesto que, en realidad, ya estás muerto, y no se puede matar lo que ya no tiene vida, pero no poder librarte nunca de esa sensación acaba siendo un poco rollo y deja poco tiempo para pensar en otras cosas.

Como ves, en general los zombis no llevamos mala vida. Sin más obligación que satisfacer esa sensación eterna de apetito, llevamos una existencia relativamente apacible. Siempre hay algún imbécil que trata de cortarte la cabeza, eso también es así, pero siguiendo ciertas precauciones, puedes esquivarlos con relativa facilidad (la gente no es tan lista como cree). Se viaja mucho. A paso lento, eso también es verdad, así que, para llegar a cualquier sitio, debes armarte de paciencia. Tampoco pasa nada. Como ya estás muerto, tienes todo el tiempo del mundo a tu disposición. Te compensa, en este caso, la idea de que, al no requerir para ello ningún vehículo a motor, pones tu granito de arena en eso del medioambiente, que hay que ver cómo está el mundo desde hace algunos años. Lo habéis dejado que da pena. Por otro lado, hay que tener en cuenta que, el hecho de no tener pertenencias te da una sensación de libertad como creo que no disfrutan los otros, los que dicen que están vivos.

El único problema que hemos tenido de un tiempo a esta parte es que, con esto del virus, la gente estaba encerrada en sus casas y no había manera de pillar a nadie con que llenar el vacío, y hemos pasado una época bastante mala, a mi entender. En esto, los zombis de ciudad lo hemos tenido especialmente complicado. No es que antes de la pandemia la gente fuera muy confiada, pero, de repente, se volvió más cauta de lo habitual y se hizo más difícil atraparlos descuidados. Como tampoco salían de noche, eso nos privaba de nuestras horas más productivas. Pero debo decir que esto lo digo solo por quejarme. Conozco a unos cuantos que trabajan en los pueblos de interior y por las noticias que nos han llegado de ellos, no parece que la cosa les haya ido mejor que a nosotros. Según dicen, la gente no iba a los cementerios a magrearse, como hacían antes, y era difícil pillarlos solos por la calle a la salida de un bar, puesto que estaban todos cerrados.

Pero ahora que parece que hemos cambiado de fase, la cosa se está animando y hemos decidido ir saliendo a probar suerte. Debes tener en cuenta que, después de tantas semanas de martirio, andando de aquí para allá sin un objetivo claro, ahora me encuentro un poco débil de fuerzas. Si quieres que te diga la verdad, estuve a punto de cazarte cuando cruzaste aquel callejón, pero lo pensé un poco y, viéndome forcejeando contigo por un mísero bocado, me dije, ¿y si en vez de atacarlo así, por sorpresa, intento hablar con él? Te puede parecer muy atrevido, pero pensé que, así, charlando un poco y exponiéndote mis razones, a lo mejor te convencía. No sé, por probar. Ahora que esto de la pandemia parece que va remitiendo, he estado pensando y me he decidido a cambiar de hábitos. Desde hoy, en vez de ir así, a la desesperada, para comerme a alguien, trataré de negociarlo. Yo creo que, en las sociedades liberales, el intercambio es mejor que recurrir a la violencia, ¿no crees?

Entonces, ¿qué? ¿Te animas? ¿Te he convencido? Anda, deja que te de un bocadito, por favor. Ni lo notarás. Al principio, hace un poco de daño, pero mañana ya ni te acuerdas de lo que te ha pasado. Total, a tu edad y con esa salud que tienes, ¿cuánto tiempo crees que te queda en este mundo? GERARDO LEÓN

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