Mi barrio

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Las calles de mi barrio parece que hayan sido trazadas por un urbanista borracho en un mal día de resaca. No hay aquí ningún orden perceptible y si bien están organizadas alrededor de una calle algo más ancha que podríamos considerar como la principal, a nadie se le ocurriría llamarla, por las buenas, “avenida”. La pobre no tiene, ni creo que haya aspirado a alcanzar nunca, semejante reconocimiento. ¿Avenida? ¡Ja!, pues sí, qué risa.

Mi barrio no tiene metro. Si quieres coger uno debes desplazarte, como poco, a veinte minutos de distancia caminando desde donde vives (hasta otro barrio) o tomar un autobús, cosa que, por cierto, tampoco te va a ahorrar demasiado tiempo. Y es que, por regla general, los autobuses de mi barrio siempre llegan tarde. O, como poco, tardan mucho más de lo prudente en llegar a su parada, lo que te obliga a planificar tus salidas a otras zonas de la ciudad con mucha antelación. Como además las líneas que tenemos asignadas no llegan a todas partes (de hecho, son cada vez más cortas), la gente prefiere coger su coche particular para ir a cualquier sitio. Ay, de ti si, por un simple descuido, ves arrancar el autobús que querías coger justo cuando llegas a la parada. Media hora de espera no te la quita nadie hasta que llegue el siguiente.

En mi barrio hay dos clases de negocios: bares y peluquerías. Bueno, también hay supermercados, algunas panaderías, farmacias, una ferretería (el año pasado había dos), un par de talleres de coches, alguna frutería, varias sucursales de banco, un par de negocios de apuestas, alguna floristería, una papelería, dos o tres quioscos, un estanco y, somos tan originales, que tenemos un par de locales donde todavía se reparan zapatos, profesión que estaba ya en desuso, pero que aquí hemos recuperado y que parece que no va mal. Pero, aunque el recuento de estos otros negocios pueda dar la impresión de que aquí no nos falta de nada, es una impresión engañosa, puesto que estos establecimientos están muy desperdigados, lo cual, si atendemos a su número en relación a la densidad de población, dan a los bares y peluquerías un puesto sobresaliente sobre el resto. Antes no era así. Bueno, en realidad, siempre fue así, pero antes los negocios que no eran bares ni peluquerías tenían en mi barrio mucha mayor presencia. O así lo recuerdo yo. Hoy la mayoría de los bajos comerciales (una inversión segura en otro tiempo), están cerrados y se ofrecen para el alquiler. Si, partiendo de este paisaje, hiciéramos un retrato de cómo ha evolucionado la economía de nuestro país en las últimas décadas, el balance no saldría demasiado esperanzador.

En mi barrio hay algunos parques. Pocos y, por lo general, pequeños. Y para una vez que se propusieron construir uno algo más grande que la media, al final, por culpa de las disputas entre las distintas asociaciones vecinales, plantaron en el mismo terreno un inmenso campo de fútbol (que hacía falta, me dicen, pero que bien se podría haber puesto en otro sitio) y un área dedicada a huertos urbanos que, como el campo de fútbol, también está vallada, con lo que el espacio común, aquel que quedó disponible para todo el mundo, acabó ocupando la porción más estrecha de la parcela. Como, además, los pocos árboles que han plantado, todavía no han crecido lo suficiente, ese parque se usa sobre todo en invierno y ahora, durante la breve primavera que tenemos, porque en verano hace un calor que no se puede soportar y ni los niños, que son más inconscientes y, por lo tanto, más tolerantes a estas cosas, se acercan a él durante las horas más crudas del día.

Mi barrio es un barrio de lo que antes se conocía como un barrio de clase trabajadora. Y como todos los barrios de este tipo, tiene sus costumbres amoldadas a esta condición o identidad. Aquí la gente se levanta por la mañana y, entre semana, se marcha, obviamente, a su curro que, como todo el mundo se imagina, no es el de director general de ninguna gran empresa. Aquí la gente se dedica a modestos empleos como gerente de un bar, por supuesto, de una peluquería o de cualquier otro pequeño negocio de los que ya he hablado, maestros, pequeños funcionarios, empleados de la construcción, de correos, electricistas, y alguna otra profesión de no muy alta remuneración. Los momentos más vivos del barrio ocurren los sábados por la mañana, cuando esta clase trabajadora se va al supermercado a hacer su compra de la semana. Entonces, el barrio se llena de gente que va de un sitio a otro, atareada, o se para en las terrazas de los bares a tomar una cerveza después de la larga semana de trabajo. Los sábados por la tarde, el barrio se queda apagado, para volver a revivir los domingos de mañana, cuando la gente vuelve a ocupar los bares y terrazas, y caer de nuevo en un silencio inmóvil después de la hora de comer.

En mi barrio no hay cines, ni hay teatros, ni espacios de ocio, ni hay grandes monumentos que visitar. Aquí, la vida cultural brilla exactamente por su ausencia. Tampoco hay turistas (¿para qué iban a venir aquí?) Ni librerías. Hubo una. Hace tiempo. La llevaba el párroco de una de las dos iglesias que había entonces por la zona y que luego se fusionaron en una cuando falleció. En esa librería, recuerdo comprar los libros de lectura del colegio y del instituto y, luego, otros que compraría más tarde por mi propia cuenta y riesgo. Visité esa librería durante años hasta el día que se cerró. De esto han pasado ya algunas décadas. Era un lugar pequeño, estrecho, pero agradable, que aquel hombre llevaba con un esmero y una pulcritud ejemplares y que aguantaba más por la fuerza de su voluntad que por el beneficio que obtenía de ello. Aún hoy, si pienso en comprar un libro, me acuerdo de inmediato de esta librería de mi barrio, no sé por qué. Recuerdo pasar por la acera, camino hacia cualquier otro lugar, y quedarme mirando su escaparate lleno de libros (libros nuevos, no de saldo), promesas de horas posteriores de relatos en la intimidad de algún cómodo rincón de mi casa. Desde entonces, no se ha abierto por aquí otra cosa parecida, supongo que por la lógica falta de clientela que sostendría el negocio. Hoy, en el mismo bajo donde antes estaba aquella vieja (por el tiempo que ha pasado, no por su aspecto, que a mí siempre me pareció muy moderno) librería, hay una tintorería donde puedes llevar tu abrigo para que lo laven.

Aquí, en mi barrio, las calles no están adoquinadas, como en algunas zonas del centro histórico de la ciudad, y domina nuestro paisaje el color gris del asfalto. Los edificios tienen una media de siete alturas, aunque ahora, al final de esa calle principal de la que hablé, alineados a lo largo de un bulevar que hay abierto a nuestra espalda, están construyendo otros edificios más altos que crecen día a día como gigantes amenazadores y que pronto dominarán el horizonte de esta parte de la urbe. Las calles de mi barrio están moderadamente limpias. Antes estaban más limpias todavía, pero, de un tiempo hasta aquí, el servicio de limpieza ha decaído un poco y, si escuchas con atención, entenderás que la gente no ande muy contenta por ello. Claro que, por otro lado, la gente que tanto se queja tampoco ayuda mucho y a veces ves la basura donde no debería de estar o aprecias costumbres muy poco respetuosas con el entorno, como dejar que los perros hagan sus cosas donde les apetezca o tirar los papeles por el suelo. Es así. La gente es gente.

En mi barrio sabemos que hay elecciones cuando nos pintan las calles, que es una costumbre que han tomado los políticos de la ciudad toda la vida. Parece que, si las adecentan un poco, la gente se olvidará de las promesas que les hicieron y que no cumplieron durante la legislatura. Aunque por aquí, también es cierto, los políticos vienen poco. No es que nos falte de nada, ya lo he dicho, pero habría muchas cosas que se podrían mejorar si alguien deseara hacerlo. Tenemos un polideportivo, un campo de fútbol (eso también lo he mencionado), hay un instituto y un par de colegios que, por lo que sé, no dan abasto con tanta chiquillería. Bueno, y nos han prometido un nuevo centro de salud, pero aquí nadie tiene mucha confianza de que vaya a construirse en un plazo demasiado breve.

Mi barrio es un barrio modesto, pequeño. Un barrio donde nunca pasa nada que no nos suceda a nosotros, los que vivimos aquí. Y uno podría pensar que eso es muy poca cosa si lo compara con esos grandes sucesos que nos cuentan por la tele y que significan la vida social y política del país o, si me apuran, del mundo entero. Pero, para nosotros, estas cosas que nos pasan, unas buenas, otras menos buenas, son nuestras cosas. Puede que mi barrio sea un barrio como el tuyo. Puede que no se parezca en nada, no lo sé. En mi barrio, a las ocho de la tarde, la gente sale a los balcones y se pone a aplaudir. Hay quien insiste en señalar que aplauden por lo del virus, pero a mí me parece que no lo hacemos solo por eso. Aquí, la gente aplaude, más bien, para sí misma, como diciendo, ¿hay alguien ahí fuera? ¿Nadie me escucha? En medio de los aplausos, el sonido de un silbato anima el ambiente. Los trenes siguen llegando, puntuales, a la ciudad. GERADO LEÓN

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