Los gatos de mi ciudad

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Se levantó lentamente del suelo y, estirando las patas delanteras todo lo que pudo, la cabeza encogida contra el lomo, el culo en alto y el rabo apuntando hacia el cielo, abrió la boca mostrando sus afilados colmillos y bostezó. Era un gato común. De pelo gris, cruzado por rayas oscuras, no destacaba por nada entre otros ejemplares de su especie. Por no tener, ni siquiera había tenido la picardía de haber nacido de color negro, como esos otros gatos que dicen que dan tan mala suerte a las personas, lo que le habría otorgado un mínimo de dignidad y respeto, siquiera por precaución. Tras desperezarse, agitó de una fuerte sacudida todo su cuerpo. Luego, comenzó a caminar.

Lentamente, sin hacer el más mínimo ruido, salió de su escondrijo, un montón de cajas de madera abandonadas que había en un rincón de uno de los solares que aún quedaban en el barrio. Había llegado la primavera y la parcela estaba cubierta de hierbas, muy altas, verde intenso, coronadas por unas pequeñas flores amarillas que daban al paisaje un aire casi campestre. El gato abandonó el solar y, tras esquivar con indiferencia a una mujer que arrastraba un carro de la compra, se acercó al borde de la acera. Miró a un lado de la calle. Luego, miró al otro y, tras cerciorarse de que no venía ningún coche y sin esperar a que el semáforo cambiara de color, cruzó al otro extremo con un trote ligero. Si hubiera tenido conciencia de la situación, el gato se habría percatado de que había menos tráfico que de costumbre, pero, ignorando, como hacen todos los gatos, este dato, continuó su camino.

Más resuelto según iba avanzando la mañana, el gato siguió cruzando otras aceras y calles hasta que llegó a un portón de color negro que daba paso al amplio recinto de la iglesia local. Allí, se reunió con otros gatos a los que se acercó muy confiado y con los que intercambió algunos gestos de reconocimiento mutuo. Una gata blanca, delgada y de pelo extremadamente corto, se acercó hasta él y restregó el lomo contra el suyo. Al tacto con su piel, el gato ronroneó, pero como no dio señales de mostrar más interés hacia ella, la gata se alejó, buscando compañía en otro gato. Desde hacía semanas, los gatos se reunían en el mismo punto de siempre, esperando que llegara aquella mujer bajita de pelo largo y canoso que solía llevarles algo de comida en unos recipientes de plástico. Pero desde hacía varias semanas también, la mujer ya no aparecía por allí. Si no hubieran sido gatos, se habrían preguntado entre ellos el porqué de esta inexplicable ausencia. Marcharse así, sin avisarnos. Eso no se hace, habrían dicho. Pero esa era una de las tantas ventajas de ser gato, que no se preocupaban por nada. Pasado el tiempo de rigor, y comprobado una vez más que la mujer no aparecía, el grupo se dispersó.

Tenía hambre, eso sí lo sabía. No había comido nada desde el día anterior, así que, decidido, siguió caminando al encuentro de un rastro que le pusiera tras la pista de alguna víctima que colmara su creciente apetito. Rastreó callejones solitarios y solares, pero no tuvo suerte. Si estaba desesperado, a simple vista no dio señales de ello. Siguió caminando. De repente, un sonido conocido llamó bruscamente su atención. A su paso por una estrecha callejuela, un perro comenzó a ladrarle desde uno de los balcones del primer piso de un edificio. El gato gris se detuvo, plantó sus nobles posaderas en el suelo de asfalto y, con toda la calma del mundo, levantó la vista. Al ver que el gato lo miraba, el perro comenzó a ladrar con mayor insistencia, sacando, no sin cierta dificultad, su gruesa cabezota entre los barrotes del balcón. Lejos de mostrarse preocupado, el gato sostuvo, desafiante, la mirada del perro rabioso. Y el perro que ladraba todavía con más fuerza. Y el gato, que lo miraba, levantó una de las patas delanteras y, como si se burlara del otro animal, se relamió. Aquel gesto de desafío enloqueció al perro que, al tiempo que seguía ladrando, se puso a saltar y a golpear los barrotes del balcón con su enorme cabeza, que cualquiera habría dicho que deseaba hacerse daño a sí mismo. Entonces, un hombre salió del interior de la casa y, con voz ronca, reprendió al pobre perro sacudiéndole en el lomo con la mano mientras le espetaba, ¡te quieres callar de una vez! Cualquiera que hubiera visto al gato en este trance, habría podido creer que sonreía. Cansado quizá de asistir a este triste espectáculo, el gato se incorporó y, tras estirarse de nuevo, continuó caminando, dejando a perro y dueño con sus cosas.

Sus pasos le llevaron hasta un parque que había a pocas manzanas de allí. El parque estaba cerrado. Las puertas de hierro que establecían su perímetro estaban atrancadas, pero eso no fue impedimento para él, que para eso era un gato y hacía lo que quería. Con la misma despreocupación, superada, con un ágil brinco, la valla, recorrió la zona de juegos. Pasó por debajo de un columpio. Trepó a lo alto de un tobogán para, como jugando, dejarse caer de nuevo por su inclinada y resbaladiza pendiente. Después, se subió con la misma destreza a una caseta de madera que había sobre unas pequeñas escaleras del mismo material. Desde allí, frunció el ceño y oteó con sumo cuidado el espacio que se abría bajo sus patas. A lo lejos, a la sombra de un pino alto y robusto, descubrió un grupo de palomas que estaban entretenidas picoteando el suelo. De un salto, bajó las escaleras de la caseta y se dirigió hacia el lugar. Tuvo un cuidado extremo, pero un paso en falso le hizo pisar una bolsa de papel y el ruido lo delató. Las palomas, que percibieron enseguida su presencia, salieron volando. El gato se habría sentido frustrado si hubiera conocido ese sentimiento.

Desbaratado el plan, el gato siguió inspeccionando el territorio. Sobre su cabeza, el cielo azul, y un sol brillante que alimentaba al mundo. Sin que el gato tomara tampoco conciencia de ello, a su alrededor se celebraba la fiesta de la fotosíntesis que animaba a las plantas a la vida. Él era, sin embargo, heraldo de la muerte. Cruzó el parque casi de extremo a extremo, estudiando con su fino olfato y su aguda vista cada palmo del territorio. Ignorando el roce de las ramas, atravesó un espeso grupo de arbustos, tras el cual, contra una pared decorada con los colores chillones de unos grafitis ya deteriorados, lo descubrió. Royendo entre la basura que había dejado allí algún ciudadano desaprensivo, había un ratón. El gato se puso en guardia. Era un ratón de tamaño moderadamente grande, de piel de un tono gris oscuro. Tras estudiar la escena, calculó que aquel ratón era la pieza ideal. La vista puesta ahora en la presa, el gato dio otro paso. Luego, dudó. Si hubiera podido hacerse una pregunta, se habría dicho, ¿me ha visto? Pero el ratón, distraído en sus asuntos, no se había dado cuenta de que ya estaba tan cerca de él. El gato se aproximó sigilosamente. Lentamente, flexionó las aptas traseras. Dio un salto. En su ADN tenía grabada a fuego una técnica que había pervivido en su especie durante milenios. Su víctima no tuvo ninguna oportunidad y aunque trató de revolverse entre sus fauces, pronto descubrió que era un esfuerzo inútil. Y allí, en aquel rincón del parque, mientras los hombres trataban de solucionar problemas que a él no le incumbían, la vieja naturaleza siguió su curso.

Satisfecho su apetito, el gato volvió a su escondrijo en el solar. En el trayecto, se cruzó con otros gatos y otras personas que, como él, se desplazaban en distintas direcciones. A todos los eludía con felina prudencia. Escondiéndose entre los coches que había aparcados a un lado y a otro de las calles, entre los contenedores de la basura y otros recipientes, evitó tropezarse con padres que acompañaban a sus hijos a dar su paseo diario, con hombres y mujeres que iban y venían de la compra, con otros perros que, atados a correas por collares que estrangulaban sus cuellos, salían a la calle, desesperados por hacer sus necesidades en el primer sitio que encontraban, una señal, una farola, un bolardo. Al doblar una esquina, se encontró con él. Los dos se miraron frente a frente. Tras la sorpresa inicial, el hombre, por instinto, dio un paso hacia delante. Entonces, en una reacción puramente instintiva, el gato se retrajo contra la dura pared, el lomo formando un arco perfecto, el vello de todo el cuerpo erizado como si fuera un puercoespín. Le enseñó los afilados colmillos. Pero el hombre, que no quería hacerle ningún daño, dio otro paso y se apartó. El gato, lo miró un segundo, quizá sorprendido. Luego, relajó el cuerpo y, algo más confiado, dirigió la mirada hacia el espacio abierto que ahora le ofrecía el hombre. Hizo un primer amago y, una vez comprobó que no pasaba nada, salió como una flecha hacia el fondo de la calle. El hombre lo vio alejarse siguiéndolo con la vista hasta que lo perdió. Más tranquilo tras el primer susto, respiró profundamente. ¿En qué estaba pensando?, se dijo. Pero ya no se acordaba. ¿Era importante? Quizá. Aturdido, viendo al gato desaparecer entre la maleza del solar, por un momento deseó llevar una vida más simple y no andar siempre tan preocupado por cosas que sabía que no tenían arreglo. Como el gato. Y si lo piensas, esa idea acabará por dar sentido a esta historia, pues las historias son cosas de personas, como tú y como yo. Y no de gatos. No, los gatos no cuentan historias. GERADO LEÓN

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