El azar

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Lo tenía todo planeado. No se había dejado ni un detalle. Se acercaría a él y, simplemente, se lo diría. Así, sin más. Y que sea lo que Dios quiera, pensó. Si lo acepta de buen grado, pues mejor. Y si no, que no lo haga, no me importa, se dijo. Estaba harto y había llegado la hora de tomar una decisión en firme. Era muy probable que, al principio, se arrepintiera. Al fin y al cabo, cualquier cambio implicaba asumir un riesgo, pero eso no debía, no “podía”, se dijo, detenerle. Ni era justo para él ni tampoco para la otra parte implicada.

Había esperado mucho. Primero que si era demasiado pronto. Luego, que si no era el momento adecuado. La cuestión es que, por H o por B, siempre acababa postergando el asunto. Y no se puede decir que fuera una persona indecisa o que dudara más de lo razonable, o eso creía él. Era solo que el tiempo que llevaban juntos, le pesaba. No era tanto porque tuviera una deuda con la otra parte, como el lastre de afecto y confianza que se había establecido entre los dos después de tantos años. Quieras reconocerlo o no, después de tantas experiencias, de tantas idas y venidas, subidas y bajadas, de tantas complicaciones, había entre ellos un lazo del que no podía desprenderse así como así. Pero había que mirar hacia el futuro. No podía quedarse anclado de esa manera, tenía que buscar nuevas oportunidades para prosperar.

Y que sí, que en el fondo él ya sabía que el otro no se lo iba tomar bien, se repitió. Pero, ¿era culpa suya? Pues tampoco. Él había cumplido siempre con su parte, desde el primer día, y oye, si el otro no lo aceptaba, ¿qué podía hacer? Nada. Pero es que, claro, si no tuviera ese carácter. El carácter lo perdía siempre. Aquellos arranques de cólera que le salían cuando algo lo contrariaba, tampoco eran normales, la verdad. Se lo había dicho muchas veces, y el otro le había respondido que sí, pero que había cosas que decía que no había que tomarse tan en serio. Total, todos tenemos algún defecto que otro y, en parte, en eso tenía razón. Él también tenía lo suyo y, si lo pensaba, también había muchas cosas que podría reprocharle, si quisiera. Tanto tiempo dirigiendo el mismo barco, daba para señalar culpas y errores casi a partes iguales. Pero no, había llegado la hora de dejarlo todo y empezar de nuevo, pensó. Pero entonces, llegó la enfermedad y todo se detuvo.

Estaba enfadado. Pero, ¿enfadado con quién? ¿Con él mismo? ¿Con su socio? ¿Había sido el destino, su karma, la fatalidad? Por un momento, quiso imaginar cómo era todo antes de la epidemia. Habían pasado solo tres semanas y, sin embargo, parecía que habían pasado meses. O años. Qué ingenuo era entonces, pensó, de repente. Angustiado por los plazos, llegó a decirse, “esto aquí no llegará”. Estaba seguro de que, luego, cuando todo aquello se acabara o pasara de largo, se olvidaría de lo que estaba viviendo de la misma manera en que ahora había olvidado, casi por completo, cómo era su vida anterior. Por un momento, comprendió cómo debían ser las cosas en una guerra. Un día tenías una vida, con sus problemas y altibajos, es cierto, pero una vida con proyectos, un futuro, y al siguiente, nada tenía la más mínima importancia. Como su plan. Y había pasado ahora, precisamente, justo cuando le habían concedido aquel crédito. Ahora que por fin tenía el dinero, los clientes se habían arrepentido y se habían tirado atrás, dejándolo colgado. ¿Era eso justo?, se dijo, de nuevo. ¡No!, claro que no. No era nada justo. Pero, ¿qué era lo justo en este caso? ¿Qué tenía que ver la justicia con su situación? ¿Por qué insistía tanto en sopesarlo todo bajo ese prisma? Lo justo y lo injusto implicaba una estructura, un sistema, un régimen organizado de obligaciones y deberes, pero aquí no había ya nada de eso. Había sucedido, eso es todo. Al fin, convencido, quiso apartar esos pensamientos de su cabeza. Pero no pudo. Joder, ahora que me había decidido, se dijo. Qué mala suerte. Y ahí empezó de nuevo.

Lo tenía todo planeado… GERARDO LEÓN

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