Bajo el cielo de la ciudad (una fábula sobre la convivencia)

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Qué complicada es la convivencia, que quieren que les diga. ¿Tan difícil era que se pusieran de acuerdo un grupo de personas más o menos racionales? Pues no. Que a veces, ni racionales ni personas, como dijo un vecino mío cuando acabó toda la bronca. Y eso que, por un momento, llegué a pensar que lograríamos organizarnos. Pero al final, esa cosa que siempre nos sale de dentro, ese bichito que acaba por apoderarse de nosotros cuando arrecian las crisis, precisamente cuando hay que demostrar mayor serenidad y control de uno mismo, acabó por asomar la cabeza y todo se estropeó.

Que sí, que por un poquito de sol no pasa nada, que los niños no pueden estar tantos días encerrados en un piso sin hacer algo de ejercicio, dijo la del primero. Que ya sé que hacen ruido, le pido disculpas, pero entiéndame. Vale. Nadie se iba a quejar por eso. Que suban un ratito y ya está. Media hora. Una horita, como mucho. Tampoco es para tanto. Luego, subió el del tercero. La cosa tenía su lógica. Que tenía problemas de circulación y el médico le había dicho que debía estirar las piernas. Después, la mujer del segundo, que si no-sé-qué de la tensión y que si sus hijas no la dejaban salir de su casa ni para hacer la compra, y que no veía el sol desde hacía no-sé-cuándo. Más tarde, llegó el del quinto que dijo que si a nadie le importaba que se hiciera un par de carreras aquí y allá (parece que el hombre tenía intención de correr una maratón cuando todo acabara, o para mantenerse en forma, no nos quedó muy claro). Luego, cuando salía un poco el sol, salía también la hija de la pareja de los del sexto, ésta ya sin dar explicación alguna, aunque mira a ver quién le pedía explicaciones a una adolescente, que está en una edad que no hay quien la soporte, dijo su madre que, descubrimos, fue quien realmente la mandó para la terraza para librarse de ella y “la dejara respirar”. Y así, con todo el vecindario.

Afortunadamente, no somos una finca demasiado grande y con cuatro puertas por piso, a los que habría que restar a aquellos que, por diversas razones, no estaban interesados en subir a la terraza para nada, al principio no hubo demasiados problemas. Todo el mundo se organizaba de manera más o menos espontánea, por pura intuición. Sabiendo que, a tal o cual hora, podía estar tal o cual vecino haciendo uso del espacio, uno sólo tenía que calcular cuándo se quedaba libre para ocuparlo. Los conflictos empezaron el día que el del quinto se tropezó con los niños del primero cuando subió a hacer su entrenamiento de todos los días. La primera vez no le importó mucho. Al fin y al cabo, los niños estaban terminando un juego y no era cuestión de interrumpirlos. Acaban enseguida, dijo su madre, con una sonrisa que al otro no le convenció demasiado. “Enseguida” fue, en realidad, su buena media hora. Así, el entrenamiento del hombre del quinto se montó con el paseo de la mujer del segundo y todo el programa se fue postergando de forma que la chica del sexto se quedó sin su horita de sol.

Bien. Tampoco es que la cosa fuera para tanto. Un ajuste en los horarios tampoco podía trastocar la vida de nadie. Pero todo se complicó cuando la hija de los del sexto, viendo que, si las cosas continuaban así, se quedaba sin su rato de terraza, empezó a adelantarse al horario de la mujer y los niños del primero. Eso retrasó después el entrenamiento del tío del quinto y el paseo de la del segundo que tuvo que acortarlo para dejar al hombre del tercero al menos un momento para él solo antes de que cayera la noche. Como se sintieron los más perjudicados, la mujer del segundo y el hombre del tercero acabaron por confabularse y, de alguna forma que nadie logró averiguar, establecieron algún tipo de código, de manera que sabían de antemano cuando subía a la terraza algún vecino y, así, poder adelantarse, rompiendo el orden que ya estaba establecido. Más grave, sin embargo, fue el día en el que el del sexto casi llega a las manos con el marido de la del primero, que había subido también a la terraza alarmado por la idiota de su mujer cuando, por un error en el programa, todos coincidieron a la misma hora. Que si a ver si se creía que la terraza era suya, le dijo el del primero al del quinto. Que la terraza era de todos y yo puedo hacer lo que quiera, dijo el del quinto al que le increpaba. Y no fue tanto lo que dijo, explicaría más tarde el del quinto, como el tono que empleó. La bronca se puso seria cuando un vecino del séptimo, harto de escuchar las pisadas y ruidos que hacían unos y otros, y que se metían hasta su casa, subió también a quejarse. Fue entonces cuando los otros dos se unieron para enfrentarse al nuevo intruso, que solo logró el apoyo de otro tío del cuarto que subió a la terraza por pura casualidad, para tomar un poco el aire.

Al final, para resolver las discrepancias entre unos y otros, acordamos llamar a un abogado que intercediera en el conflicto. El hombre dijo que se encargaría del caso por un precio razonable, pero que, por culpa de la cuarentena, había cerrado su oficina y que no podría hacer nada sin su ordenador. Total, que al final, bajo la amenaza de los vecinos del último piso de llamar a la policía si todo seguía en los mismos términos, ya nadie pudo hacer uso de la terraza (salvo para tender la ropa, previo aviso al hombre del séptimo que, desde ese momento, se convirtió en el único propietario de las llaves que abrían la puerta de acceso). Total, que lo que empezó como algo que bien podría haber sido beneficioso para toda la comunidad en estos tiempos de encierro, se acabó estropeando. Si es que, la verdad, a veces parecemos gilipollas. GERARDO LEÓN

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