“DEL GRAN APAGÓN NACIERON MUCHOS NEOYORQUINOS”

Comenzamos el año con una entrevista literaria a uno de los veteranos de la novela negra española y un activista cultural volcado en la creación de festivales literarios. Nos referimos a José Luis Muñoz (Salamanca, 1951). Con más de cuarenta libros en su haber (Mala hierba, La Frontera Sur, Cazadores en la nieve, El hijo del diablo, El rastro del lobo, entre otros), encuadrados en diversos géneros, ha sido galardonado con los premios Azorín, Tigre Juan, Café Gijón, La Sonrisa Vertical, Camilo José Cela e Ignacio Aldecoa, entre otros. Escribe sobre cine, literatura y temas sociales en diversos medios y es además un apasionado viajero. Precisamente sobre viajes, sobre Nueva York, va su último libro, La manzana helada (Bohodón ediciones), sobre el que le preguntamos. GINÉS J. VERA

“No soy más que un impostor” le comenta Marc Emmerich a Martin Eden, quien le responde a su vez: “Quizá todos lo seamos’”. Quiero ver en el protagonista a un alter ego de José Luis Muñoz para contar experiencias propias. O como dijo otra escritora, la novela es una forma de trabajar la mentira para contar la verdad. ¿Es así? ¿Qué ha sido lo más divertido de escribir esta irónica crónica de viajes ficcionada?
La génesis de La manzana helada ha sido curiosa y gratificante para mí. En todos mis viajes tomo apuntes, redacto notas, algunas de las cuales las publico en mi blog La soledad del corredor de fondo. Esas notas me han sido muy útiles, por ejemplo, para armar una de mis últimas novelas, todavía inédita, que narra un viaje por toda la costa oeste de Estados Unidos hacia Alaska. Lo de buscar un alter ego vino luego, cuando decidí dar una estructura narrativa a todos esos apuntes del cuaderno de bitácora, y lo utilicé como juego literario para dar esa visión irónica y algo ácida de una ciudad y de una cultura, la norteamericana, que es, por naturaleza, invasiva. Utilizar a Martin Eden, un homenaje a Jack London, otro de mis escritores de cabecera, un nómada además de aventurero, me permitió esconderme detrás de él. Estos juegos metaliterarios, la llamada autoficción, lo practican con maestría dos de mis autores favoritos: Paul Auster y Enrique Vila-Matas. Al lector le crea el morbo y la duda de saber si estoy retratándome en ese alter ego o no, adivinar lo que es real o no, aunque no creo que a fin de cuentas eso tenga mucha importancia. A mí, como narrador, me permite practicar la introspección, dar rienda suelta a la ironía e introducir un cierto humor en la narración.

“Hay barrios que permanecen exactamente iguales que hace cien años” nos cuenta Martin Eden, lo cual vemos que tiene relación con otro hecho narrado más adelante. Al parecer, Nueva York es la ciudad con mayor número de bomberos per cápita y con más trabajo a causa de las anticuadas conducciones eléctricas, de gas y agua que provocan a diario fugas e incendios. ¿Acaso Nueva York más que un gran plató de cine es un gran teatro donde nos dejamos deslumbrar por las luces del escenario sin percibir una tramoya subterránea llena de miserias?
Al europeo le llama mucho la atención la desatención urbanística que sufre la ciudad, un desbarajuste caótico, pero eso forma parte de su paisaje, del mismo modo que las casas desconchadas de Roma, que espero no restauren porque es su esencia. Encontrar calles llenas de baches, la basura tirada por las aceras, porque no hay contenedores, un metro absolutamente cochambroso, aunque muy eficaz porque funciona las veinticuatro horas del día y te lleva a cualquier punto de la ciudad, pero que nadie limpia, lleno de ratas e insectos, es difícilmente compatible con esa riqueza de la que alardea la ciudad que, como dices, es un poco escaparate con gigantescos rascacielos que tocan el cielo o las luces de neón y las gigantescas pantallas de Times Square. Hay muchas Nueva York. Martin Eden, gracias a ese guía que conoce la ciudad, o parte de ella, porque Nueva York es inabarcable, descubre en este tercer viaje rincones insólitos en los que no había reparado en anteriores incursiones.

Hay una curiosa referencia a los neoyorquinos, a su población. Al parecer, en la ciudad y su área se prevé que cuente en 2040 con dieciocho millones de habitantes. Eden reflexiona acerca de “¿cuántos apagones tiene que haber para que la población de la Gran Manzana se multiplique por dos?”. No quiero imaginar a NY a oscuras, aunque sí preguntarle cómo se la imagina Ud. a oscuras, en un apagón, por ejemplo, ¿qué historias pueden surgir a partir de ese sueño en la ciudad que nunca duerme?
La iluminación pública en Estados Unidos, por lo general, brilla por su ausencia. Hay zonas tétricas, oscuras y recónditas, con esos sótanos que hemos visto en muchas películas de cine negro y de terror, que realmente infunden pavor por la noche. Del Gran Apagón nacieron muchos neoyorquinos, así que creo que eso fue positivo. De ahí podría salir una historia erótica, una orgía que se organiza en un ascensor detenido entre dos pisos de un rascacielos, sin ir más lejos, o un sinfín de historias negras, de criminales que actúan al amparo de la oscuridad. Resalto un dato divertido, y siniestro, que se reflejó en la prensa un día que hizo tanto frío que no se cometió ningún asesinato en la ciudad porque los sicarios se quedaron en sus casas a esperar que subiera la temperatura para hacer su trabajo: sus víctimas tuvieron veinticuatro horas más de vida. Eso es cierto. Una curiosidad de las miles que aporta la ciudad.

Cerca de Central Park, Martin Eden pide un perrito caliente por el que paga 5 dólares. A precio de oro, farfulla. También se quejó del precio de un café americano con leche y azúcar por tres dólares. Un café que no gustó ni tan siquiera a Bigas Luna. Imagino que es otro de los conceptos a los que hay que acostumbrarse no solo en NY, también en USA, el del precio de las cosas o ese plus al pagar la cuenta en los restaurantes, esa propina a los camareros. Háblenos al respecto, ante esa resignación del protagonista de La manzana helada.
El tema de las comidas era algo molesto. Para Martin Eden, y para mí, el momento de sentarse a una mesa de un restaurante se convertía en el peor del día, porque ambos éramos conscientes que inevitablemente íbamos a comer mal y además íbamos a pagar una fortuna. El que los camareros no tengan sueldo sino que vivan de las propinas, es algo muy molesto que los vuelve muy agresivos, claro. Tendrían que ser agresivos hacia los que los emplean en esas condiciones de explotación tercermundista. Es farragoso calcular constantemente la propina en los restaurantes, porque hay que dejar el porcentaje mínimo o el camarero le persigue a uno por la calle. El café es otra de las pesadillas. Es difícil tomar un café en condiciones en Estados Unidos. Luego, cuando te lo sirven en esos vasos parafinados que Martin Eden, y yo, odiamos, achicharra. Es un pueblo de extremos, o los refrescos están sumamente fríos porque echan toneladas de hielo picado en ellos, o las sopas y los cafés abrasan. Pero uno no va a Estados Unidos para comer, dicho sea de paso. Y la sociedad norteamericana, y su país, me fascinan por sus contradicciones flagrantes (un padre pierde la custodia de su hijo por dejarlo un minuto solo en casa pero no por poner un arma de fuego en sus manos y enseñarle a disparar). Se nota que es un país joven, en formación, y que ilusiona a los norteamericanos que suelen ser muy patriotas, pero lo que más me impacta, e intento reflejarlo en las novelas que he ambientado en Estados Unidos (La casa del sueño, Lluvia de níquel y La Frontera Sur) es el desarraigo palpable en muchos norteamericanos, notar que muchos de ellos no echan raíces, porque sus procedencias son muy diversas y hace poco tiempo que se han establecido; todos, menos los nativos, son extranjeros. Les une la concepción de imperio poderoso, creen formar parte de él aunque sea un país con unas desigualdades sociales pavorosas y ellos no se beneficien de su enorme poderío. Y como imperio se expande irremediablemente por la vieja Europa incapaz de hacerle frente. En Barcelona empiezan a aparecer, además de los Mc Donalds que ya llevan años, los Suwbay, una franquicia de bocadillos sencillamente infame, que evidencia otra forma de penetración, por el estómago, del Imperio Americano.

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