Ponernos ante una película como Heavens above del director serbio Srdjan Dragojevic requiere quizá una advertencia, pues estamos ante una especie de pastiche, un coctel algo bizarro de elementos que dan como resultado, como poco, un trabajo peculiar, por momentos extravagante. Hay aquí, al menos, tres historias. En la primera de ellas, un hombre de muy buen carácter recibe el don de la santidad en la forma de una aureola celestial que aparece de repente sobre su cabeza. Pero el fenómeno, más que una señal de bendición divina, parece una condena cuando se enfrenta al rechazo de su mujer, a quien le preocupa que se haya convertido en un bicho raro frente a sus vecinos. Como estrategia para recuperar su estado anterior, y por indicación de un cura ortodoxo de más que dudosa moralidad, ella tratará de corromper a su marido. En la segunda de las historias, un loco cree que recibe la llamada de la virgen a través de un teléfono móvil, mientras en la tercera un pintor callejero inventa un nuevo estilo de pintura que permite alimentar a la gente que contempla sus cuadros, lo que hará que se acabe con el hambre en el mundo.
Si las aventuras imposibles que viven sus protagonistas podrían ser consideradas como pequeños milagros de Dios, más milagro resulta el propio trabajo de Dragojevic, una película que, por primera vez, ha contado con el apoyo económico de todos los países que formaron la antigua Yugoslavia. Un proceso que no tiene nada de casual, sino que es el resultado de años de trabajo en el núcleo de un espacio político en el que las huellas de la guerra todavía permanecen frescas en la memoria de sus habitantes y, sobre todo, en su cine. “Crecí en Yugoslavia. Mi primera película la hice en 1991, cuando se dividió el país. Desde entonces, he hecho películas a pesar de las circunstancias de la guerra. Películas que han sido muy populares en todos los países que formaron parte de la antigua Yugoslavia, lo que hizo que esta película fuera posible. Treinta años después de la guerra, por fin toda Yugoslavia junta se ha unido en un solo trabajo”, comentaba el director en la rueda de prensa del festival.
Esa idea de comunidad, trasversal a todo el territorio, pivota en un relato que no se asienta en un espacio concreto, sino en un todo que lo englobe física y culturalmente, una decisión deliberada por parte del realizador. “Fue una de las decisiones más importantes durante la escritura del guion. Todos los países de la antigua Yugoslavia tenemos experiencias similares con el comunismo y con el ateísmo. Hemos vivido más de cincuenta años en países ateos y cuando el cristianismo volvió, tuvo mucha influencia en mucha gente. Pero volvió en forma de un extraño híbrido que no era exactamente lo mismo de antes, con nuevos rituales, algunos muy extravagantes. Fue un tiempo de grandes desafíos que nos recuerda los primeros tiempos de la cristiandad, cuando el mundo pagano y cristiano coexistían”, reflexionaba Dragojevic tras la proyección.
La historia surge del interés del propio Dragojevic por los relatos de Marcel Aymé, escritor francés que desplegó su obra en la primera mitad del S.XX y que fue muy importante en su formación intelectual. A esta experiencia, Dragojevic une otras más personales, como es el hecho de que, de repente, su hermana se hiciera monja, algo que le empujó a tomarle el pulso al papel de la religión en su vida. Pero esta no es la única reflexión a la que nos invita la película. Así, en el tercer relato, el de la pintura nutritiva, Dragojevic nos propone que pensemos en la función del arte y las contradicciones a las que nos empujan las nuevas formas de consumismo. “Alrededor de 1930, Marcel Aymé escribió una historia que se basaba en una reflexión sobre los escritores de izquierda. Marcel Aymé, que era de derechas, pensaba que los escritores de izquierda usaban el arte como un medio nutritivo con el fin de influenciar en sus audiencias. Mi interpretación es totalmente diferente, es una metáfora del consumismo, de lo que hoy se llama industria creativa. Hay una idea que nos remite al neoliberalismo cuando el arte tiene que hacer dinero. Es una pregunta que me hago yo mismo. ¿Deben mis películas hacer dinero? ¿Deben ser una vía para mi subsistencia? ¿O debo crear solo cosas que me gusten?”, reflexionaba.
Volviendo a la cuestión de Dios, Dragojevic encontró que su película provocaba entre sus conocidos reacciones contrapuestas. Para su hermana, por ejemplo, era una película profundamente religiosa, mientras que sus amigos ateos destacaban un sentido irónico que remitía a Buñuel. “No es fácil hacer una película sobre la fe y el cristianismo. La película tiene muchas metáforas que no espero que todo el mundo entienda. Por ejemplo, una de las ideas sobre el becerro de oro es una metáfora sobre los ídolos, sobre nuestra presente fe en el consumismo. Por debajo, es también una metáfora sobre las intenciones de Dios. En ese sentido, en el fondo, ¿no somos todos como pequeños puntos de pintura en una pintura abstracta creada por Dios?”, decía Dragojevic ante el público de La Mostra.
Y en cuanto a la mezcla de estilos, Dragojevic, afirmará: “Me considero un director posmoderno. Antes de emprender mi carrera como director era psicólogo clínico y psicoterapeuta y suelo usar la psicoterapia en mis películas. A veces mis películas son tragicomedias, me gusta extraer la intensidad, la emoción, puedo empezar con forma de comedia y luego irme hacia un drama. A veces fallo, por supuesto, pero me gusta experimentar con diferentes métodos. Por otro lado, no sé exactamente que es la estética de los Balcanes. Crecí con Buñuel, el neorrealismo italiano y la comedia británica de la Ealing, así que no me considero un cineasta de los Balcanes, aunque no reniego de mis raíces, por supuesto.” Para terminar, y como sugerencia, Dragojevic se hacía esta pregunta que trata de responder o, como poco, plantear su película: “Los milagros, ¿son obra de Dios o del diablo? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de Dios?” La respuesta estará en cada uno de nosotros, los espectadores.
Muy alejadas, tanto en el estilo, como en el fondo, de la cinta croata, pero con amplias similitudes entre sí, se encontraban las dos producciones francesas de esta jornada y de la Sección Oficial del festival. Nos referimos a Playlist, primer trabajo largo de la hasta ahora dibujante de comics, Nine Antico, y Le monde après nous, debut también en el largo de Louda Ben Salah-Cazanas.
Vayamos con los parecidos. Primero, el argumento. En la primera película, nos encontramos con una joven, Sophie, camino de la treintena, que trabaja de camarera en un bar, pero cuyo sueño es convertirse en dibujante de comics. Cuando comienza la narración, la joven tiene una entrevista en una editorial para un trabajo de secretaria, pero la experiencia resulta fallida y debe volver a su empleo de servir mesas. En medio de todo esto, aparecen sus tribulaciones sentimentales con todo tipo de hombres, ninguno de los cuales parecen encajar con su perfil y, o bien se aprovechan de ella, o son demasiado raros. En Le monde après nous, la historia nos presenta a otro joven, Labidi, en una edad parecida. Labidi trabaja en una empresa de servicio a domicilio (lo que se conoce como riders), pero su sueño es convertirse en novelista. Al arrancar la trama, nuestro protagonista acaba de firmar un contrato de pre-compra con una editorial por una novela que está escribiendo. Todo parece ir bien en su vida, salvo por el hecho de que no tiene mucho dinero, cosa que le preocupa, especialmente cuando conoce a una chica de la que se enamora y con la que empieza a salir, y a la que tratará de agasajar con sus raquíticos ingresos.
Pero si por algo se asemejan estas películas no es tanto por la trama como por cómo esta sirve de fondo para hacernos un muestrario de los problemas de la generación nacida en torno al cambio de siglo. En el caso de Sophie, sus ambiciones chocan con su falta de formación académica y sus inseguridades, tanto en el plano sentimental como en lo que se refiere a su talento. Este problema le llevará a cometer todo tipo de errores: una y otra vez, escogerá al hombre menos adecuado para ella, mientras duda de sus capacidades, sintiéndose cada vez más desorientada. En el caso de Labidi, nos encontramos en el mismo terreno. Frente a su novia, intentará aparentar que es económicamente más solvente de lo que realmente es, lo que le llevará a cometer todo tipo de triquiñuelas para sostener la farsa que se ha montado, mientras, en lo profesional, quizá deje pasar la oportunidad de su vida.
Tanto Nine Antico, como Louda Ben Salah, hacen un detallado dibujo de una generación descarriada ante los conflictos que les plantea el sistema, sin un horizonte claro e incapaz de poner orden en sus vidas, especialmente si los comparamos a la generación que los trajo al mundo. En el caso de Labidi, sus padres tienen un modesto bar, negocio que, sin llegar a disfrutar de grandes dispendios, al menos les ha permitido llevar una vida digna y organizada (y atesorar algunos ahorros). Y lo mismo pasa en el caso de Sophie. Desconocemos a qué se dedican sus padres, pero tras múltiples idas y venidas, el hogar familiar será, como en el caso de Labidi, su refugio cuando se tuerzan las cosas. Este deambular de un lado a otro, sin dirección, tratando de encontrar su sitio, se presenta como la única y muy dolorosa vía para solucionar sus problemas. En los huecos, conoceremos a sus amigos más íntimos, rostros quizá más simples, menos ambiciosos que ellos y a los que, por una razón u otra, acabarán despreciando inconscientemente en algún momento de la narración. Todo ello, y en las dos películas, sazonado con buenas dosis de un humor muy ocurrente que aligere el drama interno, muestra del talento como creadores de situaciones de ambos directores y guionistas.
Donde quizá se separen ambos films es en ese trasfondo político que se encuentra en la película de Ben Salah. En efecto, Labidi es hijo de inmigrantes de primera generación, una sombra que pesa en su expediente y que será parte importante en su desarrollo personal. A pesar de su ingenio, Labidi se siente desplazado en una sociedad que, entiende él, lo mira con recelo. Pero esa visión de sí mismo es pura ficción. Son sus propios complejos los que lo alejan de los demás, sobre todo de su novia, que no acaba de entender lo que le pasa. Una dimensión, la del inmigrante, que no se encuentra en la cinta de Nine Antico que, en su resolución, queda más abierta, sin que, al margen de esa superación de sus inseguridades, lleguemos a apreciar cuál es la “lección” a la que nos aboca, algo que queda mejor fijado en la cinta de Ben Salah. G.LEÓN