Qué decir de… The Irishman

Título original: The Irishman · Martin Scorsese · USA · 2019 · Guión: Steven Zaillian sobre el texto de Charles Brandt I Heard you paint houses · Intérpretes: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel.

En lo que se refiere a la industria audiovisual, en la confrontación entre las distintas formas de consumo actualmente disponibles para el espectador contemporáneo, a saber, en el no todavía resuelto enfrentamiento entre plataformas digitales versus las tradicionales salas de cine, era el propio Martin Scorsese quien se despachaba en una reciente entrevista afirmando que, a pesar de todo, no conocía a ningún director joven que no deseara ver sus películas proyectadas en una pantalla convencional. Mucho atizar desde los medios y los propios interesados a la vieja pantalla de cine como una ventana obsoleta, pero es en la sala donde, finalmente, una película cobra verdadera significación, se distingue de otras, se la engalana, especialmente si hablamos de un tipo de cine que aspira a ser algo más que una pieza de mero entretenimiento. No es solo una cuestión de nostalgia, como se aduce con frecuencia. La sala le pone el marco apropiado a la película, la singulariza, no solo por las dimensiones de la imagen y su relación física con el espectador, es el contexto mismo de compartir con otros (generalmente desconocidos) la misma experiencia en comunidad, es el acto de desplazarse a otro espacio distinto del cotidiano lo que da dignidad a la obra. Y en este punto no hay experiencia que contradiga con mayor fuerza cualquier premisa previa que el éxito anticipado del estreno del último trabajo del propio Scorsese, cuya distribución ha sido literalmente capada por Netflix, productora de la cinta, limitándola a unas pocas salas en cada país donde se ha exhibido. El acontecimiento, influido quizá por la propia difusión de la noticia, pero también por el interés que despertaba a priori este excepcional trabajo del director italoamericano, ha tenido como consecuencia que, solo en Estados Unidos, se haya producido una reventa de entradas de la película que, en algunos casos, ha alcanzado los 90 dólares (unos 99,96 €, al cambio de hoy). Pero, ¿no era que la gente no quería ir al cine?

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The Irishman narra la historia de Frank Sheeran, un conductor de camiones que, tras participar en la Segunda Guerra Mundial, tiene la suerte o la desdicha de encontrarse con Russell Bufalino, un hombre de origen italiano de mirada aviesa muy bien relacionado con la mafia. Bufalino toma a Frank bajo su protección, convirtiéndole en su inseparable mano derecha. La asociación entre ambos traerá muchas ventajas a Frank que, a partir de ahí, empezará a prosperar económicamente. Para ello, sin embargo, se verá obligado a realizar para su protector todo tipo de encargos, incluido, por supuesto, el asesinato. Pero las cosas se complican cuando Russell le pide a Frank que se ponga al servicio de Jimmy Hoffa, líder del sindicato de camioneros y uno de los hombres más poderosos del país. Todo parece ir bien hasta que Hoffa, acosado por la administración Kennedy, empieza a moverse por su cuenta contraviniendo los intereses de “los de arriba”. Mal asunto.

Abordar la última cinta de Scorsese nos obliga a situarnos, ante todo, frente a uno de los guiones mejor urdidos del cine de los últimos años. Si, como decía el escritor Guillermo Arriaga en esta entrevista, el guion contiene la estructura del relato, el libreto elaborado por Steven Zaillian sobre la novela original en la que se basa es un ejercicio ejemplar de precisión, tanto en el desarrollo de la trama, es decir, de los acontecimientos que desarrollan esta historia, como por su capacidad para ir midiendo la progresiva evolución interna de los personajes y sus conflictos. Así, The Irishman es una película cuyos secretos se van desplegando de forma paulatina, lenta, paciente, ante el espectador, para construir un cuadro de complejas dimensiones en el que nos vamos sumergiendo y que, como toda gran obra, dispara mucho más lejos de lo que apunta la mera exposición de su argumento. Es posible que, advertidos por el exceso de atención que a veces reciben ciertos detalles que comentaremos, ese espectador se encuentre al comienzo de la cinta algo desorientado. Para tratar todas aquellas cuestiones que intenta explorar, el texto de Zaillian debe plantar muchas semillas y eso dilata, en los primeros momentos de este monstruo de tres horas y media de duración, el avance de su trama. Pero una vez ha abocetado el cuadro, nos dejaremos engullir por los detalles y el ritmo de un relato cargado de ricos y hondos matices.

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De esta forma, la cinta de Scorsese/Zaillian se despliega en dos niveles bien conectados entre sí. En un primer nivel, The Irishman se revela como un retrato de más de cuarenta años de la reciente historia de los Estados Unidos, desde la década de los cincuenta hasta el comienzo de la Guerra de los Balcanes. La historia, no por conocida, resulta menos perturbadora, aunque se aborde con trazos de finas líneas, como es el caso. Tras el brillo de las cámaras de televisión, sin duda el invento que marcaría, hasta la aparición de Internet, la cultura y la política de nuestro tiempo (no es de extrañar que su sutil presencia vaya pautando el acontecer de los hechos a los que se hace referencia), se esconde una historia sórdida de ambiciones soterradas, de vendettas personales, de crímenes organizados por intereses ocultos a la opinión pública. Nada queda fuera de la pluma de Zaillian, desde la corrupción política y su conexión con la mafia (planteada aquí de manera excepcionalmente clara, como si ya no quedara ninguna duda histórica sobre ella), hasta la corrupción, quizá necesaria, de los sindicatos de trabajadores. En definitiva, la decadencia de una democracia y un desarrollo económico que se sustenta en pilares podridos, pero ocultos a los ojos del público general. Pero esto es solo el ruido de fondo, el contexto, la excusa.

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Donde verdaderamente destaca esta (ya) obra (maestra) es allí donde toda buena película se hace verdaderamente excepcional, es decir, como retrato de la experiencia humana. Como sucede en buena parte de la filmografía de Martin Scorsese, The Irishman es mucho más que una mera historia de gánsteres sin escrúpulos dispuestos a matar por dinero y satisfacer sus ansias de poder. En un primer término, es un retrato de la amistad entendida como esa lealtad que nos conduce inexorablemente hacia nuestra perdición. Como el Henry Hill de Uno de los nuestros, la unión de Frank con Bufalino le permitirá al primero dar un salto en su vida y abandonar el destino de miseria al que se ve abocado por la falta de oportunidades al regreso de la guerra. Esa alianza traerá consigo una trampa: una vez vendida su alma al diablo, ya nunca volverá a ser dueño de su destino. Todo tiene un precio. Así, la cinta de Scorsese se despliega de manera brillante para ofrecernos una reflexión sobre las circunstancias en las que se ven envueltos los hombres. Tanto Frank, como Russell, como el propio Jimmy Hoffa son hijos naturales del tiempo que les ha tocado vivir. Y allí, en ese espacio, la vida tiene sus propias reglas. No hay alternativa. Pero lo más interesante es que, aunque en un primer momento pueda parecer contradictorio, hay mucho amor aquí. Amor que se desprende de esas mismas circunstancias en las que se ven envueltos esos hombres (porque sí, esta es una película sobre hombres, principalmente) que se ven obligados a luchar codo con codo para subsistir. De hombres cuya verdadera existencia trascurre fuera del hogar familiar, embarrados hasta las trancas en la sucia guerra por la supervivencia. Y aquí la cinta se enriquece de forma soberbia con cada pequeño detalle. También es, de nuevo, un duro retrato de la violencia comprendida como eje del progreso. Y es quizá en este punto donde la película cobra verdadero vuelo conectando los dos niveles de significación de los que hablábamos antes. Ya entrado en la vejez, Frank intenta reconciliarse con sus hijas de las que se sienten distanciado a causa de esos sórdidos asuntos que han salpicado su vida. Frank no logra entender el problema. Al fin y al cabo, todo lo que hizo fue por asegurarles un mundo más seguro frente a la barbarie que las rodeaba. Ellas, sin embargo, no le perdonan que las involucrara en sus sucios negocios y en esa violencia que emana Frank. Quizá el reproche esté justificado, pero no es menos posible imaginar que sus hijas cometan igualmente un gran error. Ahora, la violencia ya no se siente a pie de calle, como ocurre en el mundo de Frank. Ahora está en países lejanos. En la pantalla de televisión, la aviación del ejército estadounidense se apresta a intervenir en Kosovo. Quizá Frank sabe algo que sus hijas desconocen. Ajenas a esa sucia verdad que se amaga tras los noticiarios, ellas se pueden permitir el lujo de mantenerse al margen. Frank eligió otro camino. De ahí que no comprenda.

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Para rematar todo esto, Scorsese se rodea de un casting que da lo mejor de sí mismo. Si la unión de Joe Pesci, Robert De Niro y Al Pacino jugaba como uno de los atractivos más relevantes a nivel de promoción, el resultado está a la altura de las expectativas. Era, más que necesario, imprescindible, ya que The Irishmanes, sobre todo, una película que se construye a base de rostros, de miradas, de gestos, un ligero movimiento de cabeza, el arquear de una ceja (soberbio Joe Pesci), una mirada que es más que una provocación, es un desafío, es una muestra de poder, o que contiene todas las dudas vitales, morales y el sufrimiento implícito en una serie de decisiones que escapan a nuestra voluntad. ¿Cómo expresar la inexorable condena a la que nos empuja el funesto destino? Y aquí es posible que el espectador mejor informado se encuentre algo despistado por el empleo de la tecnología CGI que, en la primera parte de la cinta, permite “rejuvenecer” los rostros de los actores. Hay algo extraño que no acabamos de describir, pero que, si nos fijamos, no nos resulta natural. La paciencia nos regalará, sin embargo, algunas de las interpretaciones más brillantes que tanto Pesci, como De Niro y Pacino nos han ofrecido desde el inicio de sus carreras.

Pero hablamos de Scorsese y, por lo tanto, lo hacemos de cine en estado puro. Y aquí no deja de sorprender como, frente a lo que parecía adivinar la promoción de la cinta, el realizador abandona el ritmo trepidante de montaje al que nos tenía acostumbrados, ya sea en títulos como la mencionada Uno de los nuestros o la anterior El lobo de Wall Street. Aquí Scorsese imprime a su trabajo una velocidad algo más relajada, tanto en la construcción de las secuencias, como en el montaje definitivo, lo cual no quiere decir, obviamente, que el ritmo no esté igualmente bien administrado a lo largo de toda la película. Scorsese se muestra de nuevo como un gran narrador, un maestro del tiempo fílmico. No creo que exista en el cine contemporáneo otro como él. Pero quizá lo que más sorprenda en este caso es cómo, a sus setenta y siete años, todavía mantiene la pasión necesaria para pergeñar algunas de las imágenes más potentes que se han visto en una pantalla de cine en los últimos tiempos. Y aquí es donde podemos asegurar que una buena película es algo más que el texto que la ampara. La cámara de Scorsese nos habla allí donde las palabras de un diálogo o la mera representación de un suceso se quedan cortos para revelar aquello que está oculto, aquello que se comprende sin ser explicado, aquello que no se nombra pero que contiene la misma esencia de la narración. Podríamos poner muchos ejemplos de esto que tratamos de exponer. Resistiremos la tentación. Tan solo destacar que, después de más de sesenta títulos a sus espaldas, Scorsese todavía es capaz de sorprenderse a sí mismo y sorprendernos como creador de imágenes. Una habilidad que deja a muchos realizadores, ya sean compañeros de generación, como a nuevos aspirantes al podio de la excelencia, a un nivel francamente inferior. Scorsese sigue siendo, sin duda, uno de los narradores más poderosos de nuestro tiempo. Magistral. GERARDO LEÓN

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