Título original: Ad Astra · James Gray · USA · 2018 · Guion: James Gray, Ethan Gross · Intérpretes: Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland.
Existe una tendencia en parte de la última hornada de producciones que nos llegan desde Hollywood, de abordar la ciencia ficción como algo más que el terreno de juego para el desarrollo de simples aventuras intergalácticas. Títulos como Interestellar, Gravity, Blade Runner 2049, La llegada, van más allá de los cánones del género y se presentan como obras que, apoyándose en las herramientas que éste les ofrece, dar el salto a una reflexión concienzuda sobre eso que podríamos llamar “la naturaleza de lo humano”. Obras con ánimo de trascender, de tocar aquello que es esencia de nosotros mismos. A esta lista viene a unirse ahora el último trabajo del realizador estadounidense James Gray.
Nos cuenta Gray la complicada peripecia de Roy McBride, un astronauta encargado de la construcción de una potente antena de comunicaciones que orbita alrededor de la Tierra. Tras un inesperado accidente provocado por una serie de inexplicables explosiones, Roy es llamado por sus superiores en el ejército para proponerle una misión. Según sus investigaciones, el accidente sufrido en su antena (así como en otros lugares del planeta), fue causado por radiación cósmica consecuencia de explosiones incontroladas provenientes de la órbita de Neptuno, y más concretamente, de una estación espacial enviada allí dieciséis años atrás y que creían perdida. Casualmente, aquella expedición fue capitaneada por el padre de Roy, Clifford McBride, un respetable astronauta y héroe de los viajes interestelares al que consideraban muerto. Roy tendrá que ir hasta Neptuno y neutralizar a su padre, de quien piensan que se ha vuelto completamente loco.
Entre lo mejor de Ad Astra se encuentra una planificación que nos pone contra las cuerdas desde el punto de vista visual. Arranca esta película con la mencionada secuencia del accidente. Vestido con su traje de astronauta, Roy sale de la estación espacial en la que trabaja para operar en el exterior. Roy abre la compuerta que le permite salir al espacio. Al fondo, vemos el perfil del planeta Tierra, que queda justo debajo de él. Mientras desciende, le cámara sigue sus movimientos. Así, abandonamos la seguridad de la estación para tomar nota del abismo que se abre bajo sus pies, que son, literalmente, los nuestros. La sensación de vacío que puede sentir Roy al observar ese espacio que queda entre él y el suelo, a miles de kilómetros de distancia, queda impresionada en la retina del espectador que, en ese momento, da un sobresalto (si alguna vez se ha asomado usted a un precipicio, sabrá de lo que estoy hablando). El vértigo es tan perceptible que casi parece real. Dicen los manuales de guion que no hay nada mejor para enganchar al público a una trama que tratar de atraparlo en la primera secuencia. Y vaya si el sr. Gray lo consigue.
Pero este esfuerzo del director de La noche es nuestra por “impresionar” al espectador no se debe exclusivamente a un mero juego de sensaciones físicas, pues esto nos acerca a uno de los temas que aborda esta producción: la relación entre el hombre y el espacio. Separados del planeta que nos ha visto nacer, el hombre queda aquí representado en su verdadera dimensión. ¿Qué es el ser humano en relación a la inmensidad del universo? Físicamente, muy poca cosa. Sin embargo, y pese a las dificultades que entraña la carrera por conquistar las estrellas, ese mismo hombre posee cualidades frente a las que ese universo quizá esté indefenso: su inteligencia y, sobre todo, su determinación. Conquistados todos los rincones de la Tierra, el reto queda ahora fuera, y el hombre está más que dispuesto a superarlo. Puede que falle muchas veces, pero tarde o temprano logrará su objetivo. Será una conquista lenta, a la medida del desafío asumido, pero llegará. Como en 2001 Una odisea del espacio, la cinta de James Gray viene a decirnos que, puesta nuestra vista en las estrellas, ese espacio representa mucho más que el mero recuento de planetas y fenómenos aún desconocidos. Es la medida misma de lo que somos, la de un ser que está condicionado por su ambición de conquistarlo todo. No es algo a lo que se pueda renunciar, pues es un condicionante de su propia naturaleza. Eso somos. En la confrontación entre la bastedad espacial y nuestra capacidad para descubrir y hacernos preguntas está la propia definición de nuestra esencia. Si está a nuestro alcance, ¿podemos hacer otra cosa? ¿Cómo negarnos a ello?
Esa relación entre el hombre y su anatema, entre el ser humano y el elemento a colonizar, nos sigue durante toda la película. Ya sea en esa secuencia inicial, como en otras tantas situaciones posteriores, Gray quiere que sintamos en cada momento la dimensión física del reto que Roy tiene delante. Pocas veces en el cine se ha podido cuantificar la relación entre la figura humana y la dimensión del espacio, especialmente, frente a ese vacío que se lo traga todo lo que queda a su merced. Gray consigue que comprendamos en un sentido íntimo, sensorial, esa relación. Pero más que nada, logra que compartamos con sus personajes ese pavor que les asalta ante lo desconocido. Al acercarse a la base que la empresa para la que trabaja tiene en el planeta Marte, un accidente que desestabiliza la nave en la que viaja obliga a hacer un aterrizaje forzoso. La operación tiene sus riesgos, casi sentimos que es imposible, y el miedo se apodera de la tripulación. No es solo el miedo a la muerte, es el miedo a morir lejos de casa, abandonado, tragado literalmente por la oscuridad espacial.
Para exponernos sus reflexiones, Gray, junto a su guionista y colaborador habitual, Ethan Gross, recurren al héroe clásico, un hombre en permanente conflicto consigo mismo y con el mundo que lo rodea. Ya desde los primeros momentos del relato, aprendemos que estamos ante un ser humano excepcional. Su pulso permanece siempre estable y a unos niveles sorprendentemente bajos. Nada parece que le perturbe salvo, como veremos enseguida, la pérdida de su padre y su reencuentro con un hombre que, según considera, le abandonó para perseguir un sueño quizá irrealizable. Y ahí nos cae la siguiente pregunta. ¿Qué es más importante, la meta o las relaciones que mantenemos con nosotros mismos como especie? Secuestrado por su ambición, el padre de Roy sacrificó a su propia familia. ¿Valió la pena?, se pregunta. ¿Qué debe hacer Roy?
Esas cualidades extraordinarias de Roy quedarán expuestas en los momentos de crisis a los que se va a enfrentar a lo largo de su viaje a Neptuno. Ante cualquier peligro, Roy permanece imperturbable. Su capacidad de concentración le permitirá encontrar la solución adecuada a cada problema que se presente. Enfocar su atención, afrontar el conflicto con fría racionalidad, ese es el objetivo. Mientras sus compañeros pierden literalmente los papeles, Roy se mantendrá imperturbable, tratando en todo momento de encontrar la salida que desenmarañe el entuerto. Es la famosa soledad del héroe, que no es otra que la soledad de aquel que lucha por un bien mayor, no siempre bien comprendido por una masa que nunca acaba de entender la verdadera dimensión de lo que anda en juego.
Pero ese conflicto del héroe va mucho más allá. Y aquí viene otra pregunta: ¿merece la pena tanto esfuerzo? ¿De qué sirve realmente tanto trabajo? Es aquí cuando la pieza de Gray da otro salto para abordar una cuestión de tintes políticos. Conquistada la Luna y asentada en ella su presencia, el hombre la ha convertido en un parque de atracciones para empresas multinacionales que, como en la Tierra, están allí para hacer sus negocios. Poco importa a donde lleguemos, se dice Gray. Con nosotros también llevamos a cuestas nuestra ambición y nuestro egoísmo. En esa Luna que hoy contemplamos desde la Tierra, un grupo terrorista crea, además, el caos en una lucha despiadada por controlar los recursos naturales que ofrece. No parece que haya paz para el hombre en el espacio exterior.
Este último tema aporta quizá los momentos menos destacables de esta película. Para elaborar su relato, Gray y Gross tratan de crear un mundo coherente y lo más realista posible. Un tono que, incomprensiblemente, acaba rompiendo en ciertos momentos para saltar hacia la estética de productos más comerciales, como es el caso de Desafío total de Paul Verhoeven, con ese mundo lunar conquistado por las marcas comerciales que representa no se sabe si como crítica o como publicidad encubierta, o al tratamiento del encuentro con el grupo terrorista que atacan la misión de Roy, una secuencia propia del Mad Max de George Miller (el primero, el de Mel Gibson). Momentos que guardan muy poca relación con el resto de una cinta que habría requerido de unas soluciones de guion estudiadas con mayor mimo. Reservaremos nuestra opinión sobre otras soluciones imposibles para que las descubra el espectador. Pero es que Ad astra es, pese a todo, una película de aventuras. Es solo que el tono escogido por Gray para su trabajo y su ambición trascendente desentona con ciertos elementos del género.
Pero donde creo que cojea con más estridencia Ad astra como propuesta es, precisamente, en aquello en lo que creo que falla casi siempre el cine de James Gray (y podríamos decir también de su co-guionista, pues siempre van de la mano): el del retrato de las relaciones humanas. Como en Two Lovers, la cinta trata de adentrarnos en los problemas de un hombre en conflicto con su pasado. De lo que resulte de su aventura, como todo héroe clásico, saldrá aquello que determinará su inmediato futuro. Al final de la proyección no podemos decir que no hayamos comprendido cuál es su problema. La cuestión es que, si esto es así, no es porque lo hayamos deducido de las múltiples situaciones en las que se encuentra Roy, sino simplemente porque él nos lo ha ido relatando a través de la voz en off que cubre y da coherencia a toda la cinta. Creo que, a pesar de sus límites en sus registros como actor, Brad Pitt hace un excelente trabajo a la hora de encarnar a este hombre angustiado por la vida y, al mismo tiempo, tan seguro de sí mismo. Pero no basta con mirar hacia el horizonte y poner cara de compungido para transmitir un gran drama interior. Debemos sentirlo y eso es algo que el cine de Gray casi nunca logra. Sus dramas no se construyen sobre una trama, sino sobre una serie de situaciones que no siempre están relacionadas con el conflicto íntimo que dicen los personajes que les afligen. Para resolver el problema, Gray suele recurrir a unos diálogos excesivamente explicativos o, como en este caso, a esa voz en off que ya hemos comentado. El espectador queda, de esta forma, informado de lo que sucede (y de ahí extraerá sus conclusiones), pero no logra penetrar en las supuestas emociones a las que se supone que debe responder. En ese aspecto, el cine de Gray siempre me resulta un tanto gélido. GERARDO LEÓN