Mantícora & American factory

QUÉ DECIR DE

Desentrañar la naturaleza del mal ha sido una de las obsesiones que ha perseguido el cine casi desde sus inicios. Pensemos, como ejemplo, en la famosa M, el vampiro de Düsseldorf, la obra maestra del austriaco Fritz Lang. Con un inolvidable Peter Lorre a la cabeza del reparto, Lang no se conformaba en aquella película con construir un relato de crímenes (recordemos brevemente el argumento: un asesino de niñas anda suelto por la ciudad de Berlín, lo que provoca que, incitados por las instituciones, se organice una cacería para detenerlo), sino que, entre otras interpretaciones, describía un espacio físico y sociológico concreto: una gran urbe, ya moderna, en la que el sujeto anónimo pasa desapercibido entre la masa alienada, mientras dirime sus miserias en oscura y discreta soledad.

Mantícora, cuarto trabajo largo del madrileño Carlos Vermut, nos presenta a Julián, un joven diseñador de criaturas monstruosas para videojuegos. Nos situamos, de nuevo, en otra gran ciudad: Madrid. En un amplio piso del centro, Julián prepara sus creaciones con un programa de modelado para el que emplea unas gafas de realidad virtual. Su vida trascurre, así, entre las cuatro paredes de su estudio, alguna salida con compañeros de empresa y citas para reuniones de trabajo. Un día, esta aparente normalidad en la que vive se ve perturbada cuando descubre que la casa de sus vecinos está sufriendo un aparatoso incendio. Y lo peor: en el interior de la vivienda hay un niño que no sabe cómo abrir la puerta y escapar de las llamas. Decidido, Julián logrará tirar la puerta abajo y rescatarlo, recibiendo más tarde por ello el agradecimiento de su madre y de la policía. Pero algo no marcha bien: esa misma noche, Julián sufre un ataque de ansiedad. Se ha despertado un monstruo.

Vermut logra abordar un tema ya algo trillado desde un punto de vista novedoso y original. Transformar las limitaciones en ventajas, podríamos decir en referencia a la consciente modestia de una producción que consigue convertir los inconvenientes en su principal ventaja estética y discursiva, volcándose por construir un aparato, en apariencia, sencillo, pero muy complejo en su ambición por indagar en lo más íntimo de la psicología de sus personajes. Para lograrlo, Vermut no necesita de grandes golpes de efecto que enfaticen lo, en otros casos, obvio. Eso no le interesa. Lo que le interesa, como ocurría en la película de Lang, es entrar en la cotidianidad de ese sujeto “monstruoso” que retrata para compartir con él su día a día. Así, tras el incendio, la vida de Julián se ve también trastocada cuando, en una fiesta de despedida de su empresa, conoce a Diana, una chica con la que inicia una relación. Diana vive un doble drama: superar otra relación tóxica con otro hombre, mientras tiene que cuidar de su padre, postrado en cama tras sufrir un ictus. Veremos pues a Julián y a Diana cenando juntos, paseando por el parque, yendo al cine, etc. En estos encuentros, comparten confidencias y se van conociendo mejor. Sin embargo, debajo de todas estas situaciones palpita una lucha sorda entre Julián y una pulsión que le está consumiendo por dentro. Julián trata de resistirse a esa pulsión, apenas liberada cuando piensa que nadie le mira.

Como en el cuento, Carlos Vermut va dejando pistas en el camino que ha sembrado en su brillante libreto para que sean recogidas por el espectador. Si bien estamos ante uno de sus trabajos más “convencionales” en cuanto a su planteamiento y desarrollo argumental, como en sus anteriores películas, Vermut nos pone frente a una situación concreta y luego va añadiendo elementos cada vez más perturbadores y, en según qué casos, extravagantes, para, como sucede en el cine de un David Lynch, nos sintamos cada vez más inseguros. Vermut busca nuestra complicidad visual y emocional. Para lograr lo primero, mantiene la cámara a cierta distancia de su personaje, generalmente en planos medios o de tres cuartos, usando con frecuencia alguna línea arquitectónica que separe todavía más al objetivo de la escena, como si fuera un mirón que observa lo que sucede a escondidas. Todo ello, (a lo que habría que añadir una iluminación que prescinde de claroscuros radicales, buscando una ambientación de luces y colores matizados, y un trabajo de arte muy discreto), nos da una impresión de realidad. Identificamos espacios y situaciones como los mismos espacios y situaciones en los que nosotros mismos nos desenvolvemos. La casa de Julián podría ser nuestra casa, los espacios donde transita, los mismos lugares que nosotros visitamos a diario. El otro elemento descansa en el dibujo psicológico de su personaje principal. Así, el Julián que encarna (un extraordinario) Nacho Sánchez es un sujeto que se nos presenta frágil frente a las convenciones sociales, un hombre asustado ante el despiadado, acelerado y desbordante mundo exterior (¿cómo el Lorre de M?; pensemos en esos ojos saltones). Frente a todo esto, Julián parece sentirse protegido dentro del espacio cerrado de su casa. ¿O acaso está intentando protegernos a nosotros de él?

Todas estas estrategias sirven a Vermut para empujarnos allá donde realmente nos quiere colocar. Frente al irrefrenable e irracional deseo, ante la enfermedad, frente a la condena social, Carlos Vermut trata de mostrar comprensión y, por qué no decirlo, compasión por su personaje. No busca justificarlo, solo quiere que lo entendamos y, para ello, nos acerca a su intimidad, para que lo conozcamos como conocemos a ese amigo de toda la vida del que creemos saberlo todo. En este sentido, el papel de Diana se presenta esencial para entender su discurso. Diana nos representa a nosotros. Su mirada es nuestra mirada, sus respuestas morales serían también las nuestras. Sin embargo, en un inteligente giro final, la trama nos pone ante un espejo que vendrá a trastocar todo nuestro andamiaje de creencias. ¿O acaso no estamos todos tan solos y, de alguna forma, tan perturbados en nuestras vidas como Julián?

Si hay algo bueno que tienen las plataformas digitales es que, si se te ha escapado alguna película en su estreno, siempre tendrás otra oportunidad de verla en cualquier otro momento posterior. Esto es lo que me pasó esta semana cuando el algoritmo de Netflix me recomendó el documental American factory dirigido por Steven Bognar y Julia Reichert, Oscar al mejor documental 2020.

La cinta nos sitúa en la ciudad de Dayton, en el estado de Ohio, USA. En el año 2008, este rincón del imperio sufrió una conmoción tras el cierre de la fábrica de General Motors que dejó sin empleo a miles de personas, llevándolas, junto a sus familias, a una situación económica muy precaria, así como a la depresión de toda la zona. Presentados estos antecedentes, la cinta nos catapulta al presente de la narración, al año 2014, cuando un empresario chino decide aprovechar las instalaciones de la planta abandonada para montar una nueva fábrica de cristales para automóviles. Con la apertura de la fábrica, se recuperarán muchos de aquellos empleos perdidos y la gente volverá a sus vidas anteriores a la crisis. Sin embargo, pronto descubrimos que las cosas no son tan sencillas. Con la nueva dirección, los nuevos gerentes de la empresa traen consigo a un grupo de trabajadores de su país que tendrán que convivir con los nuevos empleados locales. Enseguida estallarán las desavenencias, no tanto por las diferencias culturales, como por la forma de desarrollar el trabajo de la fábrica, entre los nuevos patrones y sus subordinados americanos.

Es cierto que, en los últimos tiempos, el género documental ha sufrido una evidente transformación hacia formas cada vez más alejadas del reportaje televisivo. Sin embargo, de vez en cuando, se agradece mucho volver a ciertos modos tradicionales, mucho más dúctiles, según de qué estemos hablando, a la hora de exponer cierta información. En este sentido, el trabajo de Steven Bognar y Julia Reichert es ejemplar. Con una naturalidad que por momentos nos asombra, ambos directores consiguen poner su cámara hasta la misma cocina de la empresa, ofreciéndonos, no solo los detalles de su quehacer cotidiano, sino sus reuniones de trabajo, aquellas que involucran a los trabajadores, por supuesto, pero también en el caso de los nuevos patronos, que llegan a prestarse a que se enseñen situaciones del todo perjudiciales, podríamos pensar, para sus intereses y su imagen pública.

A partir de aquí, de lo que habla American Factory es, en primer lugar, del proceso de descomposición y la fragilidad del famoso “american way of life”. Con el cierre de la fábrica de General Motors, muchos de sus trabajadores acaban perdiendo su estatus social, cayendo dramáticamente, desde una clase media, más o menos holgada económicamente, hasta una situación que los aboca casi a la marginalidad. Especialmente llamativa es la historia de una de estas trabajadoras que acabará perdiendo su casa para vivir en un espacio prestado en el sótano de la vivienda de su hermana. Con la pérdida del empleo, aparece una sensación de desposesión en un país con un alto coste de vida y en el que no existen segundas oportunidades. La crueldad del capitalismo se muestra, así, en toda su crudeza. La mundialización de la globalización y el sistema liberal deja desprotegidos a los hijos de la nación.

Pero aquí no acaba la cosa, pues, con la llegada de los nuevos dueños, da comienzo el segundo ciclo de este proceso. Con la reapertura de la empresa, la gente recupera sus empleos y, con ellos, podría parecer que empiezan a salir del pozo en el que se encuentran. Pronto descubriremos que los nuevos patrones traen consigo nuevas maneras de trabajar, así como nuevas condiciones laborales que abocarán a los trabajadores a nuevos conflictos. Al poco tiempo de empezar el trabajo, los empelados descubren la falta de medidas de seguridad adecuadas y, sobre todo, los bajos salarios que ofrecen, llegando incluso a cobrar la mitad de lo que ganaban en General Motors. Acostumbrados a una disciplina casi esclavista y disfrutar de unos costes de producción (en precio de la mano de obra) paupérrimos, los jefes se ven envueltos en una guerra, haciendo entrar en colisión dos tradiciones claramente irreconciliables. Los empleados chinos, acostumbrados a trabajar largas jornadas sin vacaciones, se enfrentan a una plantilla que, no solo está mal preparada, sino que viene de una larga tradición de derechos a los que se espera que renuncien.

Hay dos maneras de acercarnos a las concusiones de un trabajo como American Factory. En una aproximación sociológica, el trabajo de Steven Bognar y Julia Reichert nos confronta a dos culturas radicalmente diferentes que buscan contrastar. Y en este caso, podríamos pensar que los autores se sitúan claramente del bando de su propio país. Y algo hay, como veremos. Pero no todo. Frente a las costumbres locales (la barbacoa de los fines de semana, el gusto por las armas, el amor por los caballos), encontramos otra sociedad, la china, sojuzgada por la disciplina de partido y de la empresa. Ahora bien, visto desde una perspectiva europea, tan terribles nos puede parecer este sometimiento político por parte de la sociedad china, como la ciega confianza de los americanos en un sistema que les deja en la cuneta a la primera de cambio, tal y como muestra el propio documental. Frente al dócil acatamiento de los chinos ante el poder, los autores confrontan el comportamiento casi infantil de sus compatriotas, que, en un momento dado, se dejan agasajar con señuelos más propios de una fiesta de instituto que de personas ya maduras. Cierto que los directores se empeñan en señalar el valor de una cultura sindical que acaba alabando como garante de los derechos fundamentales. Una línea roja difícil de soslayar en el caso de los Estados Unidos, de larga (y entendemos, orgullosa) tradición por la defensa de los derechos civiles. Impensable, nos sugieren, en una cultura comunista. Pero la crítica sigue ahí, permea todo el relato.

Ahora, bien, cuando creo que American Factory despega realmente es cuando nos alerta de los peligros de este nuevo giro de la globalización. Como en los principios de la Revolución Industrial, allá por el S.XIX., la disputa se centrará de nuevo en la disyuntiva entre perder el empleo y, con ello, perder nuestra capacidad para proveernos de los bienes más elementales o un techo donde vivir, y el sometimiento a unas condiciones de trabajo prácticamente esclavistas. Y lo peor de todo es que, en muchos casos, este sacrificio ni siquiera será recompensado cuando los nuevos dueños de la empresa den comienzo a un segundo proceso de automatización. Casi dos siglos después, volvemos a la casilla de salida. Así están las cosas. GERARDO LEÓN

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