El dilema del autor

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Podría decir que apareció de repente, pero no estaba seguro. En realidad, estaba dándole vueltas desde hacía días, pero la historia no acababa de tomar una forma que le llegara a satisfacer. Le había pasado en otras ocasiones. Unas veces empezaba por una intuición, un conato de argumento, otras partía de alguna situación imaginaria surgida quién sabe de dónde, o de un personaje o un suceso real que le habían contado o del que había sido testigo o, en el peor de los casos, de una simple sensación. Sí, definitivamente, estas últimas historias, las que se sustentaban en sensaciones eran las más complicadas, se dijo. Por dos motivos. El primero porque eran las más difíciles de articular. Construir un argumento (o algo que se le pereciera y que diera consistencia al relato) basándose en una simple emoción era siempre la opción más difícil. Era como andar hacia atrás. Si te lo propones, llegas a cualquier parte, pero, incluso en ese caso, cuando alcanzas tu destino siempre te queda la impresión de que hay algo que no has hecho bien. Y segundo porque estas historias, había comprobado estos días, no suelen entrarle fácilmente a la gente. No es que no las comprendan, es que las consideran menos historias, por así decirlo, y ese hecho siempre le dejaba la duda de si, al final, había conseguido lo que se había propuesto, pero no tenía el interés esperado, o había olvidado algo por el camino cuya ausencia entorpecía esa comprensión.

Las historias basadas en sucesos reales también tenían sus problemas, se dijo mientras cavilaba las primeras frases. En este caso, es verdad que arrancabas de un punto más consistente sobre el que armar tu historia, lo cual podría considerarse una ventaja. Pero, por otro lado, el recuerdo del hecho vivido o relatado anteriormente podía condicionar de tal forma la estructura que corrías el riesgo de que acabara por convertirse en un auténtico lastre, ya que, con frecuencia, el deseo de no traicionar a la realidad terminaba por concretarse en una traición aún mayor hacia ese otro relato posible que se escondía detrás de la anécdota y que, como iría descubriendo, siempre era más interesante, como relato, que la realidad en si. O mejor aún, podríamos decir, para aclararnos, que la anécdota no era una historia del todo sin una ligera desviación que le diera cierto énfasis a lo ocurrido y lo elevara dramáticamente, mediando la intervención de la fantasía, con el objeto, curioso hecho, de no traicionar a esa realidad de la que se había partido. Cuando terminaba una de estas historias, le quedaba un cierto regusto a incertidumbre que llevaba pegado durante días al paladar y con frecuencia se preguntaba a quién había traicionado finalmente, si a la realidad, a las leyes de la ficción o a las dos al mismo tiempo.

Qué duda cabe que las historias más sencillas eran las que ya nacían de una situación conflictiva concreta, de un personaje bien definido o, como ocurría en las mejores coyunturas, de ambas premisas a la vez. Y aquí el autor sentía que las cosas fluían con mucha mayor claridad y ligereza, dejando que ese conflicto o el personaje en cuestión encontraran por sí mismos sus propias vías de desarrollo. Al terminar, el autor solía sentirse relativamente satisfecho con el resultado. Había comprobado que este tipo de historias con un nudo fácilmente identificable eran, además, las que más valoraban algunas de las personas (amigos o familiares) que las habían leído. Eso a pesar de que el autor no lograba nunca esquivar la sensación, quizá exagerada, de que el hecho de haber llegado tan cómodamente al último párrafo del relato terminaba depreciando, por así decirlo, su trabajo. No era tanto algo que implicara a la historia en si, como a esa impresión de haber sufrido poco, sembrando en su cabeza la sospecha de que no se había esforzado lo suficiente.

Muchas veces partía de cualquiera de estas situaciones sin tener un final concreto al que dirigirse. En estos casos, trataba de seguir las pistas, pero sin saber a dónde lo podían conducir. Eso provocaba en el autor una cierta ansiedad que no se despejaba hasta que, sin previo aviso, aparecía algún elemento salvador que deshacía el entuerto. En ocasiones, era una frase atrapada en el aire, un sonido, otras era un suceso que le saltaba a la cabeza y que servía de catalizador de los siguientes. En todos los casos, esa frase, sonido o hecho no solo alentaba el devenir de la historia, sino que le otorgaba coherencia y unidad y, en última instancia, contenía el germen de su sentido último. Entonces, intuyendo el autor que había dado con la clave, se dejaba llevar. Era en esos momentos cuando el cursor se deslizaba con mayor alegría sobre la página en blanco de la pantalla y surgían las frases más divertidas y ocurrentes, y lo que hasta entonces era recelo, indecisión o un cierto escrúpulo, se convertía de repente en un divertido juego. Ahí percibía que la historia volaba como si tuviera vida propia. Ya no era el autor el que tomaba las decisiones, era la historia la que lo dirigía. Trabado, así, el grueso del relato, plantado el punto y final, ya solo quedaba revisar lo redactado para corregir errores (que no siempre quedaban resueltos del todo). En este último tramo del proceso, también había dudas e incertidumbres, pero ya no era lo mismo.

Pero, echando la vista hacia atrás, se daría cuenta de que, incluso los momentos de mayor vacilación quedaban compensados por esos otros en los que sentía haber logrado algo de aquel primer impulso que animó la historia que tuviera entre manos. Es cierto que, como había leído muchas veces, no siempre lograba el cien por cien de lo planteado, pero también era verdad que, de ese todo (más imaginario que real), siempre quedaba un resto, una especie de tono, de sabor, la semilla de aquello que le había servido de incentivo para empezar a escribir. En cualquiera de los casos, concluyó según iba ganando en experiencia, no podía ser de otra manera. ¿Cómo saber si has conseguido a posteriori aquello que no tuvo forma definida hasta el último momento? En un contexto de pura especulación, ¿cómo puedes anticiparte a la resolución de lo que antes solo estaba abocetado? Un boceto no es nunca el resultado final y, sin embargo, algo del boceto queda siempre en la obra, pensó mientras terminaba el segundo folio. En medio de este estado de confusión, aparecía de repente una solución imprevista y entonces se encontraba sorprendiéndose ante lo redactado, descubriéndose, así, como el primer lector de sí mismo, un placer íntimo que, aunque hubiera querido, no podía compartir con nadie, aunque después, con la historia ya publicada, se imaginara a ese posible lector desconocido tropezándose con ese mismo instante de la historia y ahí sí se regodeara con la idea de revivir en otro el placer de descubrir lo que a él le había sorprendido previamente.

Y así, llegaría al final. Sería algo así como una historia de historias, se dijo. Una historia que no sería una historia exactamente, pero, a la vez, contendría todas las historias que había estado escribiendo durante los dos meses largos de confinamiento. Y ahora que estaba llegando a las últimas líneas, de nuevo se preguntó si había conseguido algo de esa idea primigenia que lo había inspirado. Pues sí y no, pensó. En cualquier caso, repasó los cinco párrafos anteriores y llegó a la conclusión de que no estaban tan mal. O, al menos, no eran demasiado vergonzosos (si bien, esto tendrían que juzgarlo otras personas). Imaginó entonces al lector contando los párrafos que precedían a este que estaba leyendo ahora mismo para comprobar la suma en este preciso momento del texto, y el juego volvió a hacerle gracia. Antes de despedirse, se preguntó si aún le quedaba alguna historia más que podría haber contado. Hizo un repaso rápido y decidió que sí, que alguna habría. O bueno, quizá no fuera aún una historia, pero podría llegar a serlo si se imponía la tarea. Lo dejaría para otra ocasión. Había llegado el momento de despedirse. “Hasta aquí hemos llegado”, musitó. “Adiós”. “Hasta más ver”. Le gustó esa expresión tan poco empleada estos curiosos días que le había tocado vivir. GERARDO LEÓN

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