No hay señal más clara de que, con esto del virus, las cosas están volviendo a la normalidad que el hecho de que tu vecino del piso de al lado se ponga a hacer obras en su casa. Parecerá una tontería, pero ayer comprendí que el ruido de un taladro sobre tu cabeza puede ser la indicación más inequívoca de que el mundo ha vuelto a ponerse en marcha. Unos martillazos a la hora de la siesta son suficientes para que recibas una buena dosis de la más cruda realidad.
Al abrir los ojos, me sentí un poco confundido. Solo un instante antes, estaba soñando con algo. Al principio, el sueño se mantuvo fresco y claro en mi memoria, como si aún estuviera en aquel otro mundo del que me habían sacado tan bruscamente. Después de unos segundos, todavía lograría retener algún detalle, una imagen suelta e imprecisa, el recuerdo de un sonido, algo que le había dicho a alguien con el que estaba conversando, una sensación. Luego, olvidé el sueño por completo. Lo sueños son una cosa muy rara. En un momento, estás en un mundo con unas reglas que te parecen de lo más lógicas y razonables y, de repente, te das cuenta de que aquello no tenía el más mínimo sentido. Es curioso.
Dicen que los sueños son el reflejo de los conflictos que nos corroen o que sufrimos en nuestro interior. Y yo siempre he sentido que esto es estrictamente así. En mi niñez, soñaba con frecuencia con un monstruo muy feo que salía del armario de mi cuarto, fruto del miedo que tenía, por aquellos años, a la oscuridad. Ya de más mayor, cuando era adolescente, soñaba que me caía por un precipicio, metáfora de un accidente de moto que tuve un verano en el que me rompí una pierna y que me estuvo obsesionando durante mucho tiempo. Más tarde, en los momentos más complicados de mi matrimonio, soñaba con una chica con la que quise salir cuando estaba en la universidad. Una chica que, por cierto, cuando se lo propuse, me dijo que no quería verme ni en pintura, cosa que, seguro, me causó algún tipo de trauma, un algo que yo creía que me incapacitaba para mantener una relación seria y duradera.
Debo reconocer que estos meses de confinamiento han sido de lo más extraños para mí. Había días en los que me encontraba como fuera de mi propio cuerpo y otros en los que, al revés, no solo me sentía más integrado conmigo de lo que me he sentido nunca, sino que, además, me dejaba invadir por una extraña sensación de armonía con el entorno, con la casa, con mi familia, con el barrio donde resido, con mi ciudad… Qué coño, ¡con mi país! (lo reconozco, me ha salido una vena patriotera que hasta ahora no sabía que tenía). Según tengo testeado, no soy un tipo especialmente sociable. Desconozco si esta peculiaridad de mi carácter se debe en exclusiva a mí mismo (algún otro trauma que debo tener reprimido) o al tiempo que nos ha tocado vivir, en el que la gente va a la suyo sin mirar lo que le pasa al de al lado. Pero, durante estas semanas en las que hemos estado encerrados en nuestras casas, de alguna forma que me ha resultado novedosa, había momentos en los que me sentí especialmente unido a mis semejantes, a sus pequeños problemas, a sus necesidades que, por un tiempo, eran también los mismos problemas y necesidades que tenía yo.
La relación con mi vecino ha sido, desde que nos conocemos, más o menos cordial. Ni demasiado afable ni todo lo contrario. Es un tipo raro, eso hay que tenerlo en cuenta. Cuando me cruzo con él en el rellano de mi casa y le saludo, siempre me responde con una especie de bufido. Nunca sé si me está respondiendo al saludo o me está mandando a la mierda, pero, aunque lo que hace me parece de mal gusto, yo nunca le digo nada por aquello de tener la fiesta en paz. Bueno, por eso y porque es un tipo alto y corpulento con el que no me gustaría tener ninguna confrontación. Que quieren que les diga, me intimida. Ahora bien, aparte de eso de los saludos, no suele molestarme mucho. Solo recuerdo una ocasión en la que, creyendo que era cosa de uno de sus hijos mayores, un adolescente de pelo color panoja que es un puro calco de él, llamé a la puerta de su casa para pedirle que bajara la música que tenía a todo volumen y yo escuchaba como si el altavoz que estaba empleando estuviera dentro de mi vivienda. Cuando me abrió, enfundado en una bata de paño, recién salido de la ducha, casi me dio un infarto. O esas otras noches en las que parece que va como paseando de un lado a otro del piso, dando zancadas hasta altas horas de la madrugada. ¿Qué hará?, me pregunto cada vez que le escucho dando golpes. ¿Tiene insomnio? Aún no lo he averiguado. Pero, a pesar de estas diferencias (está claro que nunca acudiré a él para pedirle un huevo y mucho menos aspiro a una amistad más formal), durante este confinamiento nos hemos llevado relativamente bien. Y es que estas situaciones te hacen ver las cosas de otra manera, más ñoña, si se quiere, no sé, más humana. No quise hacerme muchas ilusiones al respecto, pero creo que, en algún momento, en uno de nuestros tantos intercambios de saludos y bufidos en el rellano, creí que llegó a sonreírme.
Los golpes duraron toda la tarde y como, desde que saltó lo de la pandemia, estoy trabajando en casa, me costó bastante esfuerzo mantener la concentración. Al final, tuve que tomarme una aspirina. A última hora de la tarde, cuando salía a dar mi paseo, volví a cruzarme con él en el rellano de nuestro piso. Después del extraño intercambio de saludos de siempre, me atreví a preguntarle si había empezado lo que parecían unas obras de reforma en su casa. Ante su clara respuesta afirmativa, me lancé a preguntarle igualmente cuánto pensaba que durarían. Me ha dicho que la cosa va para, al menos, tres semanas completas. Parece que se está arreglando la cocina y un cuarto de baño.
Y yo no sé por qué será, pero debo decir que esto de los sueños es ciertamente muy traicionero. Siempre nos descubre. El caso es que, cuando me metí en la cama esa noche, yo hubiera jurado que ya me había olvidado del asunto de las obras. Pero luego, sobre las cinco de la mañana, me desperté de golpe. Entonces, me di cuenta de que estaba empapado en un sudor espeso y frío. Y ya estaba yo en el cuarto de baño, delante del inodoro, haciendo mis necesidades, cuando, a pesar de que habían pasado unos segundos, la imagen me asaltó, viva y cristalina, a la cabeza y me acordé. Había estado soñando que mataba a mi vecino. Y que conste que no fue tanto por lo del ruido, según creo. Lo que no le perdono es que me saque del mundo de fantasía en el que he vivido estos dos meses y me haya devuelto, de esa manera tan brusca, a la puta realidad. GERARDO LEÓN