¡A la calle!

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Al fin. Después de pasar días mirando con recelo a los padres con hijos y a los dueños de perros (especialmente a éstos), a él también le había tocado la mano de la fortuna. Ya era hora, se dijo. Y así, alegre por la buena nueva, se dio una ducha, se vistió (entendiéndose esto como hacerlo para un algo, no solo por cubrirse el cuerpo desnudo) y salió, ufano y contento, a la calle.

Hacía una tarde fenomenal. Demasiado calurosa, incluso, para esa época del año. El termómetro marcaba más de veinticinco grados y el aire era caliente. Aire de poniente, que lo llaman. Vaya verano que nos espera, pensó. Si ya estamos así a principios del mes de mayo, ¿cómo será cuando lleguen julio o agosto? Pero, ¿qué era eso comparado con la celebración del primer día de su nueva libertad? Al fin, aunque fuera de manera muy restringida, el gobierno había levantado la veda y se podía salir de casa a dar algún paseo por los alrededores. Nada más salir del portal de su edificio, ya lo percibió. Había algo nuevo en el ambiente. Un aroma, un no-sé-qué o no-sé-cómo que, al principio, no hubiera sabido describir. Era la propia emoción por romper de una vez la rutina casi carcelaria a la que había estado sometido durante el último mes y medio. Esa sensación, unida a la misma impresión de liberación que sin duda sentían todos los peatones y ciclistas que lo rodeaban, inundaba el aire de la ciudad y hasta casi podía respirarse. Tenía un aroma propio y nuevo. Aroma a ciudad viva.

Con este aire nuevo, se puso a caminar. La calle estaba inusualmente llena de gente que, por lo que comprendió casi tras dar los primeros pasos, no había salido exactamente a pasear o hacer deporte, como habían sugerido desde el gobierno. Habían salido solo para hacer uso de ese derecho, como una nueva forma de reivindicación de sí mismos. “Porque podemos hacerlo”, parecían decirse unos a otros, manteniendo la distancia establecida, al cruzarse y mirarse a los ojos, aunque no se conocieran de nada. Lo hacían solo para no dejar de consumir algo que les pertenecía y que no estaban dispuestos a dejar en prenda a nadie. Por si acaso viniera luego un otro, quien fuera, y viendo que no hacían uso de esta merced que se les había concedido, tratara de arrebatársela. Y eso sí que no. Por ahí no estaban dispuestos a pasar. Pues estaría bueno.

Caminó, pues, con paso ligero, entre sus semejantes. Aquí y allá, recogía trozos de conversaciones. Eran conversaciones entre personas que, aunque se habían visto muchas veces a lo largo de los días y semanas de total confinamiento, siquiera de forma casual, hablaban entre ellas como si no se hubieran tratado en meses o, incluso, en años. Que cómo estáis. Pues bien, ¿y vosotros? Muy bien, también. Dentro de lo que cabe, no podemos quejarnos. Me alegro mucho. Y qué día más pesado que ha salido, pero hija, a ver quién se quedaba en casa. Él caminaba entre los demás como lo que era, exactamente eso, uno más entre tantos, una unidad entre un montón, una parte del grupo, una sombra entre la muchedumbre, un peón de la cuadrilla y, sin embargo, era también un ser absolutamente singular en su particular e intransferible manera de vivir su intrascendencia.

Entonces escuchó aquella frase. “Bueno, poco a poco, poco a poco. A ver si hay suerte y vamos recuperando la normalidad”, dijo alguien a otro alguien a quien conocía. Tratando de localizar a la fuente de aquella aseveración, se giró rápidamente, pero ya no le fue posible distinguir aquella voz individual de entre las otras que lo acosaban. La normalidad, se dijo. ¿Y qué era realmente la normalidad? “Lo normal”, reflexionó unos segundos, ¿no es acaso lo de siempre? ¿Y qué es “lo de siempre”? Estuvo pensando en ello durante varios minutos. Y así, atando cabos, asoció lo de siempre con “lo habitual” y un espasmo le recorrió, como una corriente eléctrica, todo el cuerpo. Se quedó paralizado en mitad de la calle. La gente lo sobrepasaba por ambos flancos. Algunos, incluso, lo miraban cuando lo dejaban atrás. Las palabras se le iban apelotonando en la cabeza, presionando su cerebro como un grupo de soldados medievales que golpearan con un ariete el portón del castillo enemigo. ¿Y qué quería decir “lo habitual”?, continuó razonando. Lo habitual se parece a “lo corriente”, ¿o no? La idea lo estremeció. Poco a poco, sin desearlo, pero sin poder evitarlo, se fue dirigiendo hacia la lógica consecuencia de todo aquello. ¿Y qué era “lo corriente”?, pensó, sintiendo el último interrogante como si alguien, una mente que procediera del exterior de sí mismo, estuviera controlando sus pensamientos. Lo corriente, en este caso, se diría que es “lo de antes”.

Para cuando llegó a este punto, ya estaba hecho un ovillo en mitad de la acera. Flexionadas las piernas sobre el pecho, las manos entrelazadas rodeando sus rodillas, se sintió menos humano que nunca. ¿Cómo iba a escapar de semejante tormento?, se dijo. Lo de antes, repitió. ¿Eso era todo lo que cabía esperar ahora? ¿Lo de antes? A su alrededor, a pesar de que aún no había caído la noche, se hizo la más inenarrable oscuridad y, por un momento, sintió que caía hacia abajo y, luego, más abajo todavía. Pero, justo cuando ya estaba a punto de perderse en el interior de sí mismo, una idea vino a indicarle una posible escapatoria. Se dijo que, si quería escapar de lo normal, debía volver de inmediato a “lo extraordinario”.

Lentamente, tratando de restablecer su cordura, se puso de pie. Luego, empezó a correr por las calles que ya había recorrido. Mientas corría, siguió pensando. ¿Y si aún fuera posible recluirse en lo extraño? ¿Acaso había mejor antídoto contra lo corriente que lo inusual? Contra lo normal, lo anómalo, se dijo. Contra lo habitual, lo excepcional. Frente al horror que le producía volver de nuevo a lo de siempre, lo insólito, lo extravagante, lo raro. Sí, se dijo. De ahora en adelante, nadaría entre lo inconcebible. Sin parar de correr, llegó de nuevo al portal de su edificio. Abrió la puerta y subió los escalones de tres en tres hasta llagar al piso donde vivía. Cerró la puerta de un fuerte golpe y echó la llave. Luego, encendió corriendo el ordenador y comenzó a leer todas las noticias y comentarios catastrofistas que, al margen de la realidad que se vivía en la calle, encontró sobre el futuro que nos esperaba. De repente, empezó a sentirse más seguro y protegido. Se metió en las redes sociales y encontró a otros muchos como él, incrédulos, atemorizados, deseosos de combatir la nueva amenaza que ya se cernía sobre ellos. Al fin, después del susto, volvió a sentirse en casa, con los suyos. Había vuelto a su absoluta anormalidad. Esa noche, cenó pescado. No durmió muy bien. Tuvo una pesadilla, pero esto lo contaremos en otra historia. GERARDO LEÓN

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