En todos los cuentos de fantasía suele haber una puerta que te lleva a un mundo mágico. Como es sabido, esta puerta suele hallarse en un armario de madera, ricamente tallado, que se encuentra en un amplio dormitorio donde duerme el protagonista o, según el cuento del que hablemos, en la pared de algún rincón oscuro en la buhardilla de una mansión señorial. En nuestro caso, como buena familia de clase media española, esta puerta se encontraba en un armario de resina que teníamos en el balcón donde guardábamos la escoba, el mocho y otros productos de limpieza que compramos de oferta en un Leroy Merlin que tenemos muy a mano en un polígono industrial que hay cerca de nuestra casa. Que dijo mi madre, cuando ya se supo de qué iba todo el tema, que no había nada de lo que avergonzarse, y que eso de la magia no era cosa de clases sociales, como insinuamos, lo que ocurre es que en los cuentos les gusta ponerlo todo más bonito para enganchar al lector.
Cómo encontramos esa puerta secreta se lo debemos a la más pura casualidad. Estaba esa mañana, no-sé-qué día de confinamiento, mi hermana y mi madre discutiendo por cualquier cosa, cuando, en uno de esos arrebatos que tiene mi hermana a menudo, hizo un gesto con la mano y tiró la cafetera al suelo de la cocina. El estropicio que montó la niña fue fenomenal. Total, que ahí se puso mi madre hecha una auténtica furia (y, esta vez, con razón) y mandó a mi hermana a por el mocho para que recogiera el desaguisado. ¿Y por qué tengo que hacerlo yo?, protestó mi hermana. Por idiota, se ve que le dijo mi madre en un arranque que tuvo y del que luego se iba a arrepentir (mi madre siempre se arrepiente de sus arranques de temperamento). Y allá que se fue mi hermana, hecha también un basilisco, y que si eso era injusto, y que no había sido culpa suya y todo lo que dice siempre. Pero, al cabo de unos minutos, nos percatamos de que no regresaba. Y mi madre, que la buscó por todas partes y ya empezaba a preocuparse, dijo que no se explicaba dónde se había escondido en un piso tan pequeño. Y luego, pensó que a ver si la muy boba se había marchado a la calle por el enfado, cuando, tal y como había desaparecido, mi hermana volvió a aparecer.
Que dónde te habías metido, le espetó mi madre, aún más enfadada. Y ella, que no te vas a creer lo que me ha pasado, le respondió. Y mi madre, por no meterle un sopapo, que por ganas no sería, le aguantó todo el rollo. Que ella se había ido a buscar el mocho, como le había mandado mi madre, pero luego, como por arte de magia, se había metido dentro del armario del balcón y, sin saber cómo, había aparecido en otro sitio. Y mi madre, que empezó a sospechar que le estaban tomando el pelo, le dijo que limpiara lo del café y que se dejara de tonterías. Pero mi hermana no paraba, que había viajado a otro mundo, dijo. Y cuando ya empezábamos a pensar si se había vuelto loca, nos condujo hasta el armario, abrió la puerta y, ante nuestras propias narices, se metió dentro y desapareció de nuevo.
Nos quedamos de una pieza. Pero claro, superado el lógico desconcierto inicial, todos quisimos probar a ver cómo era aquello. La primera en cruzar la puerta tras mi hermana, fue mi madre. Volvió al cabo de una hora. La mujer estaba encantada con la experiencia. Que qué bonito que era eso, dijo. Que nunca había visto nada igual. Y tan limpio. Y tan bien cuidado. Daba gusto. No como aquí, que las calles están hechas una pena de tan sucias que las tenemos siempre. ¿Y la gente? Qué educada, remarcó. Allí todo el mundo te saluda, aunque no te conozcan. Y luego nos soltó una larga perorata sobre lo atrasados que estamos en este país. Que nos fala educación, y maneras, y que cuánto hemos perdido y que así no vamos a ninguna parte. Luego, se metió mi padre, que estuvo algo más de tiempo, como dos horas. A la vuelta dijo que sí, que estaba bien. Que mi madre tenía razón y que era muy bonito y todo eso, pero que la comida era una verdadera porquería, que como en casa no se come en ningún sitio (ni con tanta variedad) y que para qué quería él ir a otro mundo donde, por muy bello que fuera, no se le había perdido nada. Y mi madre, que seguía encantada con todo lo que había visto en ese mundo de fantasía que había al otro lado de la puerta del armario del balcón, se enfadó con él y le dijo a la cara que qué poca curiosidad que tenía por conocer cosas nuevas, y que claro, así les iba a ellos, que para una vez que tenía la oportunidad de viajar gratis, también tenía que ponerle algún inconveniente. Pero yo creo que mi madre aún se enfadó más, cuando la tonta de mi hermana se puso de parte de él. Que sí, que, al principio, estaba bien, pero que luego tampoco era para tanto, dijo la niña en medio de la discusión (que yo no sé para qué se metió en medio). Y ahí fue cuando mi madre le soltó a bocajarro aquello de que tuviera cuidado con lo que decía si no quería acabar como ella, señalando de soslayo a mi padre que ya se había dormido en el sofá del comedor y al que, de manera muy sutil, pero clara, llamó, literalmente, “mostrenco” (casada con un mostrenco, fue lo que dijo).
Y si quieren que les diga la verdad, yo a aquello del mundo ese que había al otro lado de la puerta del armario del balcón, tampoco le vi nada de especial. Que sí, que los dragones (que no es lo mismo verlos en directo que en la tele) y todo el tema de la magia, estaba muy bien. Me llamó especialmente la atención unos seres muy curiosos que vivían debajo de la tierra y que tenían una forma muy original de comunicarse, como con una especie de canto. Estos pobres seres vivían escondidos bajo el suelo para protegerse, según me informaron unas hadas, de unos bichos voladores que se los comían a la menor distracción que tuvieran. Pero, aparte de eso, no hubo nada de ese mundo que me interesara mucho. Nada, al menos, que no hubiera visto (si no igual, muy parecido) en algún videojuego. Si hablamos en términos de efectos especiales (aunque, al ser aquí todo real, no creo que fuera la expresión más correcta para describirlo), algunas de las cosas que vi me parecieron, incluso, un poco cutres.
En fin, que, como he dicho, superada la novedad, en casa enseguida perdimos el interés por el otro mundo. Eso sí, por aquello de sacar algo de pasta, mi padre decidió que podíamos cobrar una entrada a todo aquel que quisiera visitarlo. Para darle publicidad al negocio, hemos montado una página web. Cobramos veinte pavos por sesión, que yo creo que no es mucho dinero para todo lo que ofrecemos. De momento, la respuesta no ha sido mala y hemos recogido bastantes buenos comentarios en las redes (siempre hay algún idiota que se cuela para criticarnos, pero lo compensamos con las opiniones que metemos nosotros mismos desde varias cuentas fake que hemos abierto). El problema es que creo que el chollo se nos va a acabar pronto. Y es que, como no podría ser de otra manera, del otro lado de la puerta del armario del balcón ya nos han llegado algunas quejas a causa de algunos comportamientos poco cívicos por parte de algunos de los clientes que les mandamos. Pero a pesar de las amenazas, no nos hemos dejado amedrentar y ya les hemos dicho a la gente de ese mundo que, si tienen algún problema, que hablen con un abogado y que nos demanden. Total, ¿qué pueden hacer? Al fin y al cabo, el armario es nuestro. ¿Cómo van quitárnoslo? Según se dice por allí (siempre hay alguien dispuesto a chivarse de los suyos), parece que la reina de ese mundo ha hecho una petición formal ante una asamblea de magos para que cierre, con un hechizo, el pasaje que comunica su reino con este lado de la puerta, pero de momento, si esto es como parece, no han tenido demasiado éxito. A día de hoy, estamos a la espera. GERARDO LEÓN