Otro relato de misterio (y un poema)

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Pensó (y luego se repitió muchas veces en días posteriores) que un autobús sin pasajeros no era realmente un autobús, como una casa sin muebles no era realmente una casa o una locomotora sin vagones no era realmente un tren. Tenía algo de triste eso de circular por la ciudad sin nadie o casi nadie a quien llevar de un lado a otro. Al principio, no lo percibió así. Al principio, llegó incluso a disfrutar de la nueva situación que se le presentaba. Tenía que ir al trabajo todos los días, claro, y eso le fastidiaba mucho, pero ya puestos, se dijo que era mejor así. No era lo mismo conducir tranquilamente sin apenas molestias que desviaran su atención de la carretera, de los horarios, de los semáforos y las señales de tráfico, que tener que aguantar las constantes impertinencias de la gente, como hacía antes: ese tipo que llega tarde y da por supuesto que tienes la obligación de esperarlo, o la impaciencia de aquel otro que se molesta porque no le abres la puerta trasera justo en el segundo en el que te lo exige, el mal humor de aquella otra que sube distraída, hablando por su teléfono móvil, y encima se ofende porque le señalas que debe pagar un billete, o la cara de pocos amigos que te dedica aquel individuo cuando, al llegar a su parada, le dices que vas lleno y debe esperar el siguiente autobús (esos son los que más se cabrean)… No, no lo echaba de menos.

Nunca se había sentido tan relajada haciendo su trabajo. Circular por aquellas calles prácticamente vacías de tráfico le permitía hacer las cosas con una serenidad que no había conocido hasta ese momento, cumpliendo su horario sin prisas, sin sufrir sobresaltos, sin verse forzada a hacer maniobras bruscas por culpa del ritmo descompasado de la circulación o a causa de las mil y una perrerías que hacía la gente al volante de sus coches particulares. Estaba tan relajada que a veces se olvidaba de lo que estaba haciendo y dejaba volar su imaginación, viéndose a sí misma como el personaje de aquella película que tanto le gustaba (“a ti siempre te han gustado unas películas muy raras”, le había dicho un amigo; y era verdad, a ella le gustaban las películas “raras”, con gente rara, como ella), redactando en su cabeza algún bonito poema que luego transcribiría en una pequeña libreta que llevaba en su bolso. Pero ella no era de escribir poemas. Algo de prosa, sí. Un poco. Algunas líneas sueltas por aquí y por allá. Una vez llegó a escribir un cuento completo (que no le enseñó a nadie). Pero la poesía era una cosa más seria y nunca se había atrevido siquiera a intentarlo.

La primera vez que subió al autobús ya se fijó en él. Era un chico de su edad, aproximadamente. Estatura media, hombros caídos a causa del peso de la mochila que cargaba a la espalda, su rostro no resaltaba por nada que lo hiciera especialmente reseñable. De hecho, aunque luego lo vería todos los días, se sorprendía cuando, después, en casa, comprobaba que, como esas canciones que has escuchado muchas veces, pero cuya melodía no logras recordar, por mucho que se esforzara no conseguía concretar ningún detalle. Eso era muy extraño. Quizá fue eso lo que realmente llamó su atención sobre él, el hecho de que, viéndolo cada día, luego no recordara cómo era. Eso y que, a pesar de que el chico podía disponer de todo el autobús para él solo gracias al confinamiento general, siempre se sentara en la última fila, al fondo del vehículo. Eso también era muy extraño. Ella, que de natural también era un poco tímida y solía rehuir a la gente, podía comprender que el chico buscara cierta intimidad, pero aquella le parecía una postura demasiado extrema e, incluso, algo ofensiva. ¿Acaso buscaba alejarse lo más posible de ella?, pensó. ¿Tanto le disgustaba su compañía?

Lo que sí recordaría más tarde es que el chico siempre hacía el mismo trayecto. Subía como a cinco o seis paradas del comienzo de la ruta y bajaba otras cuatro paradas más tarde. Las primeras veces, esto no le llamó tanto la atención. Pero luego, algo en su manera de caminar, en aquella forma casi fláccida de dirigirse, le hizo pensar que, en realidad, no iba a ningún lugar concreto. Que quizá solo hacía ese viaje por el placer de dar una vuelta por aquella ciudad vacía, para despejarse, o por animar un poco aquella rutina sin fin. Y dadas las actuales restricciones de movilidad impuestas por el gobierno, a ella le pareció una falta imperdonable de respeto, no contra el gobierno en sí, claro, sino contra el resto de la gente que cumplía rigurosamente con la cuarentena, llegando a pensar en denunciarlo a la policía si, al cabo de un tiempo, no lograba establecer la relación entre el punto de partida y el de llegada, y si ese destino final justificaba de manera suficiente que se encontrara en la calle a aquellas horas de la mañana. Eso la tuvo obsesionada durante días. Una cosa era tener que ir a trabajar, como otros pasajeros, o ir a visitar a algún pariente que lo necesitara, y otra incumplir las normas por puro capricho, se dijo.

Pero lo verdaderamente extraño sucedió como cuatro o cinco días después de su primer encuentro. Él se subió en la misma parada de siempre e hizo lo mismo de siempre al bajar. Hasta aquí ningún problema. Pero el caso es que, dos paradas después de abandonar el coche, volvió a tomarlo. Ella, que no se esperaba verlo hasta el día siguiente, se quedó, por un momento, desconcertada. ¿Cómo había llegado tan rápido hasta allí?, se dijo. ¿Lo habría recogido alguien en un coche para llevarlo hasta ese nuevo punto de la ruta? Según sus cálculos y considerando la velocidad a la que se desplazaba el autobús, aquella maniobra era físicamente imposible para una persona corriente como él. Miró rápidamente en torno suyo, pero no vio a nadie que hubiera podido servirle de cómplice en la operación. Pero, sobre todo, la pregunta que le rondaba la cabeza era, ¿por qué lo había hecho? ¿A dónde iba ahora? ¿Se estaba burlando de ella? En parte, hubiera querido preguntarle todo esto, pero, por otro lado, la coartaba la idea de que él le reprochara que se metiera en asuntos que, claramente, no eran de su incumbencia.

El problema se agravó los días siguientes. A veces lo recogía en la misma parada de siempre (¿cuál era la parada de siempre?) y él hacía lo de costumbre al bajar. Otras, cambiaba tanto el punto de partida como el de llegada. Ahora bien, lo más extraordinario del caso, es que había días en los que podía recogerlo en cualquier punto de la ruta dos, tres y hasta cuatro veces diferentes. Ella estaba extrañada (por eso y porque seguía sin recordar la cara del chico cuando llegaba a su casa al finalizar su turno), y aunque en varias ocasiones estuvo a punto de acercarse a él y preguntarle, en el último momento, no se atrevía a hacerlo. ¿Por qué? ¿Qué era lo que la detenía? ¿El virus? No. Habría bastado con mantener la distancia necesaria entre los dos para salvaguardarse de un posible contagio. Por un momento, llegó a pensar que el caso se iba a esclarecer aquella vez en la que subieron al coche dos policías con los que se encontró en una de las paradas de su itinerario. Aunque ella no dijo nada del chico, supuso que su aspecto irreal sería pista suficiente para llamar la atención de los agentes que acabarían interrogándolo, como había visto hacer otras veces en la calle con esos viandantes descarriados que todavía se resistían a respetar el Estado de Alarma. Pero tal y como subieron al autobús, y tras charlar un rato con ella, los dos policías se marcharon sin decir nada. Ni siquiera lo habían visto.

Desde ese momento, ella dejó de especular sobre él. Nunca se dijeron nada. Él subía al autobús cuantas veces quería (siempre pagando su correspondiente billete) y se sentaba al fondo. Al cabo de una semana, ya ni siquiera se extrañaba de que ningún otro pasajero, con los que ella sí llegaba a cruzar alguna frase, se percatara de su presencia. Un día, andaban los dos solos en el autobús, ella al volante y él sentado en su sitio de siempre. Ella despegó un segundo la mirada de la calle y lo miró a través del espejo retrovisor que tenía a un lado, por encima de su cabeza, coronando la luna delantera del vehículo. Entonces, él hizo algo nuevo. Quizá sabiéndose observado, levantó la cabeza, la miró y sonrió. Ya nada fue igual.

Lo más gracioso es que, cuando se salió de su ruta, nadie intentó detenerla. Tampoco se interpuso nadie cuando, finalmente, decidió, en un impulso, superar los límites de aquella ciudad vacía. ¿A dónde vamos?, se preguntó en un momento dado. Pero la pregunta desapareció rápidamente de su cabeza y no volvió a formularla. Solo siguió conduciendo. Mientras, él sigue sentado al fondo del coche. Nunca dice nada y que, ella sepa, nunca ha vuelto a mirarla (aunque no tiene forma de saber qué hace cuando, pendiente de la carretera, ella no lo mira a él). Un día estuvo a punto de decirle que, la noche previa a su partida, al fin se había atrevido a escribir un pequeño poema. No era un poema muy bueno, eso lo tenía claro. Pero era su poema y, de alguna manera, se sentía orgullosa de haber intentado escribirlo. Empezaba así:

Un autobús sin pasajeros no es un autobús,
como una casa sin muebles no es una casa
o una locomotora sin vagones no será nunca un tren.

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