Me la encuentro todos los días. Baje a la hora a la que baje a la calle, me tropiezo con ella, ya vaya a sacar al perro o cuando, ocasionalmente, me escapo a comprar. Ella siempre está ahí. Y mira que es difícil que, con esto de la cuarentena, coincidamos. Pues nada, no logro esquivarla ni en sueños. Nada más verme, se dirige hacia mí muy decidida y, manteniendo la distancia de seguridad, me pregunta, ¿cómo estáis? Y yo le digo que muy bien, aguantando, que qué vamos a hacerle, y ella me suelta el mismo rollo de todos los días. Que a ver si se acaba pronto todo esto. Que fíjate qué locura, ¿no? Que quién lo iba a decir. Vamos, que a mí me cuentan esto hace solo dos semanas y le digo a quién sea que si se ha vuelto loco. Luego, me relata detalladamente todas las noticias que ha visto en la televisión, y yo, que hoy no tengo ganas de que me hablen de lo mismo que ya he visto y oído por mi cuenta, le aguanto la matraca y me muerdo la lengua por no pedirle que se calle. Por respeto entre vecinos. Y ella sigue, que mira qué desastre, que fíjate que inútil es este gobierno, y oye, que si estuvieran los de antes lo hubieran hecho exactamente igual de mal, no te creas, que habría sido lo mismo, pero vaya, que ahora les ha tocado a estos, y que mira que la gente es solidaria porque, si no, no sé dónde habríamos acabado. Y yo pienso que sí, que la gente es solidaria (alguna, no toda), pero que no lo dirá por ella, que no recuerdo yo, en todos los años que llevo viviendo en este edificio, que haya movido un dedo por nadie ni por nada que no sea de su único interés. Que si fuera tan solidaria como tanto celebra en otros, pensaría un poco más en los demás y no la liaría en todas las reuniones, como hace casi siempre por un quítame unas pajas y por salirse con la suya. ¿O no se puso como una loca cuando intentamos subir las cuotas del trimestre para pagar la pintura de la escalera? Y coño, que ya sabía yo que aquello era dinero, pero que estaba tan sucia que daba asco. Algo había que hacer. Pero ella que no, y todo porque quería que el idiota de su marido (que mira que es imbécil ese hombre) se encargara del asunto. Así, sale más barato, dijo. Y él se gana algún dinero, pensé yo, para luego tener que contratar a un pintor profesional para que arregle el desaguisado, como hizo la otra vez, cuando dijo que él se ocupaba de arreglar aquello de las cañerías, y luego, como no arreglaba nada y todo iba peor, tuvimos que llamar a un fontanero. O aquella vez que la lio con el tema de los seguros porque ella tenía un amigo que los sacaba a mejor precio. Menos mal que nadie le hizo ningún caso. Que sí, que siempre estamos igual, que todo el mundo hace lo mismo, que cada uno va a la suya, que cuando nos va bien, todo son zalamerías y parabienes, pero que cuando algo no nos gusta, ya es otra cosa. Y sí, que es verdad también que ella siempre está pendiente de todo, mirando esto, echando un ojo aquello de más allá, y que yo, a veces (no soy la única que lo hace), me desentiendo de esos rollos porque no tengo tanto tiempo libre como ella, o porque no me apetece. Que no sé quién la ha nombrado la vigilante de la finca, digo yo, y que no vaya de salvadora porque se sabe que lo que dice que hace, luego trata de cobrarlo, de alguna forma, por otro lado. Y ella sigue. Que qué maja es la gente. Y yo, que había bajado a la calle, no solo por lo de la compra, sino para estirar un poco las piernas y huir unos minutos de esa jaula de grillos que es ahora mi casa con todos encerrados allí, me veo que ya se me escapa ese momento de tranquilidad que estaba buscando. Llegamos al súper y, en la entrada, me lavo las manos con el gel desinfectante. Y ella que si ya lleva su mascarilla (¿tú no tienes una?) y sus guantes, le dice al chaval de seguridad que hay en la puerta. Pero el chico le responde que tiene que lavarse las manos de todas formas. Luego, cada una coge su carro y, nada más entrar, nos dirigimos, sin darnos cuenta, por un pasillo diferente. Y yo, que si voy a ver si encuentro una botella de lejía, le digo. Y ella que se gira hacia mí y, allí, por encima de la mascarilla, me fijo en sus ojos, en ese iris que me apunta, mientras parece como que danza levemente con un brillo así, acuoso, que enseguida reconozco, como si suplicase, como si deseara pedirme algo. Por instinto, le digo, qué. Y ella tarda un segundo (o varios) en contestar. Al final, me dice, ¿qué? Nada, nada. No he dicho nada, repite, como si ahora no quisiera molestarme. Y aunque no la contradigo yo sé que sí iba a decir algo. ¿El qué? Cualquier cosa. Que vaya mierda. Que qué asco. Que qué porquería más grande. Que no hay derecho a esto que está pasando. Que qué miedo, ¿verdad? No sé. Luego, dice, nos vemos, que vaya bien. Y yo que ahora me siento fatal porque la comprendo, le digo que sí, que gracias, y le deseo lo mismo. Sí, que vaya bien. Y que a ver si nos vemos mañana. GERARDO LEÓN
Un epílogo (o no)
Para Áurea, que quiso saber cómo acababa esta historia que no acaba. Nada empieza y nada acaba, pensó. Todo es un continuo. Eso es lo que se dijo viendo a