Para mi sobrino Fernando, que adora a los dinosaurios y es un auténtico especialista.
Lo bueno que tiene la literatura es que basta con que describas un hecho, por muy increíble que sea, para que pase a formar parte de la vida del lector y, al contrario de lo que ocurre en el cine, por ejemplo, sin gastarte mucho dinero. Así que, por muy imposible que parezca, aquella tarde de mayo, un dinosaurio apareció caminando por sorpresa entre los edificios de la ciudad. Ahora, aunque te resistas a creerlo, en tu cabeza ya puedes ver cómo aquel mastodonte prehistórico asomaba el largo cuello entre los balcones del barrio donde vives. ¿Ya lo ves? Quizá todavía no. Aún necesitas más datos.
Hubo algunas dudas. Alguien dijo que si era un aelosaurus. Otro especuló con que podría ser un espécimen de la familia de los alamosaurus. Luego, llegó un tercero que defendió que era un brachiosaurus, pero un niño de cinco años que había salido a pasear con sus padres dijo, muy seguro de sí, que, por ciertos detalles fisiológicos, era un brontosaurus, y como los niños se pasan media vida atentos a estas cosas, todos concluyeron que debía tener razón. El animal caminaba lentamente, esquivando los pocos coches que circulaban a esas horas de la tarde por la avenida. En cuanto lo veían aparecer, la gente que estaba paseando se quedaba boquiabierta, el cuello en un ángulo de noventa grados y la vista apuntando hacia el cielo, para observarlo mejor. Otros salían a sus ventanas o balcones, asombrados ante semejante e inesperado espectáculo. “¡Mira!”, exclamaba aquel mientras señalaba con el dedo a la bestia a otro tío que, en ese momento, salía para verlo, atraído por el griterío que se había montado en la calle. Otros subieron rápidamente a las terrazas de las fincas donde acabaron agolpándose, asomados al borde de las tapias que los separaban del vacío, intentando impúdicamente tocarle la cabeza si, por lo que fuera, al animal se acercaba a ellos.
Al principio, la gente barajó la posibilidad de que no fuera un dinosaurio de verdad. “Seguro que es publicidad de una película”, dijo uno, haciéndose el listo. “Los dinosaurios no existen”, se atrevió a aseverar otro. Pero ahí estaba, delante de sus mismas narices, y si no llega a apartarse en el último momento, el animal que decía que no existía casi lo tritura con sus enormes patas. Todo era real. El tono grisáceo de la piel era real. El ruido de sus pisadas era real. El temblor que provocaba al caminar, también era real. Incluso el olor a heces que desprendía era absolutamente real. “¡Qué alguien llame al ejército!”, dijo uno, más preocupado porque el bicho pudiera hacer papilla su coche, que estaba aparcado en la calle, junto a la acera, que por cualquier otra razón. Después de unos pasos, el dinosaurio se detuvo ante un parque que estaba precintado, agachó su grueso y largo cuello, y se puso a comer de las hojas de los árboles sin hacer ascos a especie o género alguno.
El ejército no apareció (al menos, no inmediatamente). Los que sí hicieron acto de presencia fueron los de la policía local que, como no sabían qué hacer, se dedicaron a acordonar la zona y a controlar a los curiosos. Luego, apareció la Guardia Civil que, como tampoco supo cómo resolver aquello, se puso a ayudar a los primeros para disimular. Más tarde, llegaron los medios de comunicación que dieron la noticia a todo el país. Mientras, el animal seguía comiendo tranquilamente. La muchedumbre pronto se convirtió en una masa que procedía ya de todos los rincones de aquella ciudad que había despertado repentinamente de su letargo y se mostraba asombrada. Algo atosigado quizá por la situación, el animal levantó la cabeza de los árboles y se quedó mirando a toda aquella gente que se acercaba a verlo. Parecía que se había quedado paralizado. Alguien dijo: “¡seguro que tiene sed!” Todos estuvieron de acuerdo y pronto se organizó una cadena humana que, por tierra, aire o internet, se puso a buscar una piscina de plástico para llenársela de agua y ofrecérsela al bicho. Nunca se había visto a toda una comunidad moverse al unísono y en harmonía en pro de una sola y misma causa. En un momento, se habían olvidado del virus, de sus frustraciones cotidianas, de las incertezas del futuro, de las heridas del pasado y se habían puesto a colaborar entre ellos. ¿Dónde quedaba todo eso ante la magnífica visión de un animal que creían extinguido y que estaban admirando en toda su majestuosidad? No podían decir que fuera un animal bello. Su belleza procedía de la memoria, traía de repente hasta el presente, de una Tierra sin hombres.
Cuando al fin le presentaron la piscina, el dinosaurio no le hizo demasiado caso. La expectación era máxima. Como veían que el animal no reaccionaba, algunos se pusieron a dar voces y a hacer gestos con las manos para llamar su atención. A estos primeros, luego se sumaron muchos otros. Pero aquello no terminaba de funcionar. El dinosaurio, desorientado en un elemento que, obviamente, no era el suyo, parecía no saber qué debía hacer. La gente empezó, así, a sentirse algo frustrada. “¿Por qué no bebe?”, se preguntó uno. “No parece que sea muy listo”, dijo otro, haciendo una mueca de desaprobación. “Pero, ¿y si no tiene sed?”, señaló otro, llamando la atención de los demás sobre el hecho de que quizá todo aquello pudiera estar sostenido por una suposición sin un claro fundamento. Pero, cuando un grupo de gente numeroso (y este, desde luego, lo era) ha tomado la decisión de interpretar un suceso de una forma, es muy difícil hacerle cambiar de opinión, más si se trataba ya de toda una ciudad.
Entonces, por no se sabe qué motivo, el animal ladeó la cabeza y dirigió su morro contra la piscina. En la calle, se hizo un silencio que, más que silencio, era puro vacío. ¿Cómo es el silencio de toda una sociedad que se calla? Lentamente, el dinosaurio flexionó su largo cuello y, formando un arco, acercó su enorme cabeza hacia la piscina. Al fin, abrió la boca, sacó la lengua y bebió. La calle estalló en un grito histérico que era puro júbilo. La pregunta que se quedaría sin responder sería, ¿qué habría pasado si no hubiera bebido? Nunca lo sabremos.
Tras vaciar la piscina, el animal levantó de nuevo el cuello y se quedó allí parado, contemplando a la gente, sin moverse. “¿Y ahora qué?”, se dijeron unos a otros. Quedaron a la expectativa, pero no sucedió nada. Cayó la noche y siguió sin ocurrir nada en absoluto. Sobre las diez, a la hora de la cena, muchos se retiraron a sus casas donde pensaban seguir los acontecimientos por la televisión. Otros permanecieron de guardia, turnándose entre ellos en una vigilia que tenía algo de velorio religioso, cuyo fin no era otro que seguir contemplando aquella anomalía improbable. Durante toda la noche, el animal no hizo otra cosa que seguir alimentándose de los árboles del parque. Pero, ¡qué espléndida visión ofrecía! Y no era solo su imponente figura lo que provocaba aquella admiración. En un mundo donde reinaba lo inmediato, de alguna forma, quien lo contemplaba se sentía otra vez conectado, sin saber exactamente cómo, a una línea que lo ligaba a la eternidad. Alguien dijo, “podría estar mirando esto toda mi vida”.
Sin embargo, a medida que se acercaba el amanecer, la figura del dinosaurio empezó a confundirse con los edificios que lo rodeaban. No es que estuviera desapareciendo, era que, con cada parpadeo de la gente que todavía quedaba despierta, aquella mole se iba mimetizando con el entorno. Alguien, intuyendo lo que iba a ocurrir, lloró. Cuando el sol asomó sobre el skyline de la ciudad, deslumbrándolos, ya nadie sabía si lo que tenía delante era un dinosaurio u otra cosa. Cuando la gente empezó a marcharse hacia sus trabajos (los que aún disponían de uno y podían ejercerlo) nadie recordaba qué había pasado.
¿Es posible que toda una ciudad hubiera tenido un solo sueño colectivo? Eso tampoco lo sabremos. GERARDO LEÓN