Todo el mundo tiene un pequeño dictador en su interior

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Luego trataría de recordar en qué estaba pensando cuando sucedió. Primero pensó si lo había comprado todo o si había algo que se le olvidaba. Luego repasó la lista. No quería equivocarse porque era la segunda vez que bajaba al supermercado ese día y no deseaba tener que volver a hacerlo. No es que creyera probable que le parara la policía, pero tampoco le hacía gracia tentar a la suerte. Por si acaso. Pensó, eso sí lo recordaría, que se había dejado puesta la lavadora y que nada más llegar a casa, tendría que tender la ropa. ¿Había quitado el centrifugado?, se dijo. Tampoco era tan grave. En principio, no pensaba tardar tanto, aunque la cola de la caja iba un poco lenta. Por alguna razón, habían dejado un solo cajero al cargo de cobrar a todos los clientes, lo que sin duda estaba retrasando el servicio. Casi de inmediato, pensó que por fin había salido algo de sol y ahí empezó a imaginar que qué pena que no pudiera salir al campo, y por un instante se vio caminando entre los pinos y, de repente, ya se había olvidado de dónde estaba, lo que hizo que luego olvidara (o creyera haber olvidado, las cosas de la memoria son así) en qué narices estaba pensando cuando pasó.

Al principio, ni siquiera se dio cuenta de que se dirigían a él. Las palabras se fueron aclarando en su mente poco a poco. Primero, entendió alguna sílaba suelta. Más tarde, alguna frase completa. ¿De qué estaba hablando? Al final, según iba regresando de esos pensamientos que luego olvidaría y que ya no recordaría cuando repasara la escena, fue comprendiendo el sentido del mensaje. El hombre se quejaba de que la gente no respetara la distancia de seguridad, eso seguro. El tipo empujaba un carro medio lleno. En la cara llevaba su mascarilla y sus manos vestían guantes de látex. Pantalón vaquero, suéter liso de color rojo, el rostro lechoso por la falta de sol, pero curtido por la edad, tenía la mirada de quien se siente el centro del mundo. Fue ahí, cuando lo miró a los ojos, cuando comprendió. La queja del hombre no estaba dirigida a un contexto general, como había pensado. Estaba hablando de él. De hecho, se estaba dirigiendo directamente a él. La toma de conciencia de esto lo devolvió bruscamente a la realidad.

Primero trató de disculparse. Mire, me he distraído un momento, no era mi intención. Sí, sí, dijo el tipo. Y luego empezó con que si no era consciente de lo que estaba pasando, que si no tenía cuidado, que si todo el mundo hiciera lo mismo… Intentando no perder la calma, él quiso hacer ver al hombre que también conocía las normas y que las respetaba, pero que había sido un simple despiste, que estaba pensando en otra cosa y se había distraído. Eso le pasa a cualquiera, le dijo. Y el otro que a cualquiera no, que para qué estaban las marcas que había en el suelo, que si no las había visto, que si se creía que las habían puesto de decoración, por hacer bonito. Entonces, él se fue calentando, no tanto por lo que le estaba diciendo el hombre, ni por la demanda de mantener la distancia adecuada entre ellos (que él respetaba cada día a rajatabla pues no había nadie a quien le preocupara tanto, no solo contagiarse, sino contagiar a otros), sino porque, de repente, se dio cuenta de que dijera lo que dijera, nada iba a hacer cambiar su actitud agresiva hacia él.

¿Y cómo podría haber convencido de lo inocente y azaroso de su aproximación, de lo absurdo y gratuito de aquella discusión cuyo tono era innecesariamente elevado a quien no quería convencerse de ninguna de las maneras? Porque, mirando aquellos ojos encendidos, comprendió que no se trataba de amonestarlo por no haber guardado la dichosa distancia. Se trataba de reprenderlo por el íntimo placer de humillarlo en público. Aquel hombre no quería una reparación, pues era del todo imposible reparar lo que ya estaba hecho, en este caso. Tampoco quería una disculpa. Se la había dado y no la había querido aceptar. Dudó, incluso, de que la hubiera escuchado siquiera. Y desde luego, lo que de ninguna manera estaba dispuesto a hacer, así lo matasen, era poner un poco de sentido común en todo aquello. ¿Acaso nunca se había despistado? ¿Sabía a ciencia cierta que nunca, jamás, en ningún momento, durante una décima de segundo se había acercado a otra persona de manera inapropiada, por error? Pero eso no era lo importante, claro que no. Lo importante era hacer ejercicio del poder que creía que tenía sobre él. Amparándose en todos los argumentos sensibleros que le había ofrecido la televisión y que se había aprendido de memoria, cargado de un absurdo sentido de lo justo que no era más que la expresión de su propia necedad, el tipo se regodeaba en el placer de creerse por encima de él. Por eso no dejó de insultarlo hasta que salió de la tienda. Al cabo de un rato, ya no se acordaba cuál era el motivo de la disputa. Solo lo señalaba con el dedo y le decía que era un maleducado (¿maleducado?, ¿por qué?), que sí el país no iba a ninguna parte con gentuza como él, que qué se había creído. Sintió que, si él no hubiera hecho el esfuerzo de calmar su temperamento, la cosa habría acabado mal.

Pero lo peor de todo, lo que le realmente le hizo sentirse ultrajado fue que ninguno de los clientes que lo rodeaban dijera nada. Era más que probable que muchos de ellos no hubieran presenciado la escena que originó la bronca, pero, aun así, podrían haber intercedido, se dijo. No por defenderle, claro. Por simple ética. Y puede que el lector piense ahora que a lo mejor el protagonista de esta historia estaba en un error. ¿Cómo sabía que los otros clientes estaban de su parte? Pura intuición. Lo veía en sus caras de disgusto, en ese gesto reprimido del que desea intervenir. Pero, sobre todo, lo sabía por lo que le dijo aquella mujer cuando todo había acabado. “La gente está muy loca.”

Solo le compensó que cuando aquel energúmeno salió del supermercado (todavía dando voces), pisó un charco y se resbaló, cayendo al suelo todo lo largo y grande que era y lanzando la compra al aire que, finalmente, quedó desperdigada por el suelo. Y lo que más le satisfizo es que nadie ayudó al tipo en esa tesitura. Justicia divina, se dijo. Sí, eso habría estado bien, si no fuera porque en realidad solo ha sido un desahogo que te ofrece el autor de este relato para sentirte, por un momento, más reconfortado con el mundo. No, el tío se fue tan campante y nuestro protagonista se fue rumiando a su casa mil formas de venganza que nunca podría cumplir. GERARDO LEON

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