El cartel se había caído en mitad de la acera. En la parte superior, en letras bien grandes, un texto dominaba el tosco diseño para despertar la atención del posible interesado: “SE VENDE”, decía. Debajo del texto, escrito a mano, estaba apuntado el número de teléfono del supuesto vendedor. La lógica pregunta que surgió casi de inmediato fue, pero, ¿qué es lo que vende? Y aquí empezó la controversia.
El primero en intervenir fue un hombre de unos cincuenta años, bajito, de pelo negro y bigote que dijo que, muy probablemente, el cartel procedía de alguno de los bajos comerciales de los alrededores, pero, después de consultarlo, nadie recordaba que hubiera algún local en venta en esos momentos y, rápidamente, la idea se descartó. Por eso y por la falta de imaginación que suponía una explicación tan vulgar. Aunque no lo parezca, a la gente nos gusta buscar las soluciones a los conflictos entre las opciones más enrevesadas que encontramos. No es algo que hagamos con malicia, es que, como grupo, no nos fiamos de nadie. Imaginemos por un segundo que tenemos que elegir una dirección, camino de algún sitio. Frente a nosotros se nos presentan varias vías u opciones. Una que nos lleva de la forma más recta a nuestro destino final, otra algo más sinuosa y una última que, además de sinuosa, está francamente oscura, lo que dificultará el viaje. Por alguna inextricable razón, como sociedad (que no es lo mismo que individualmente) siempre escogeremos la tercera. Puede que, en un primer momento, alguien elija la primera alternativa, la más razonable, pero enseguida aparecerá un sujeto que empezará a repartir suspicacias. Parece la más sencilla, sí, pero, “¿y si es una trampa?”, dirá, contagiando sus dudas a todo el mundo.
De esta forma, una mujer que pasaba de los cuarenta, alta, pelo lacio, moreno, recogido en la nuca con un enganche plateado, propuso que quizá fuera la acera lo que estaba realmente en venta. Esto ya gustó un poco más al grupo de curiosos que empezaba a reunirse alrededor del cartel. Dada su disposición, parecía una respuesta bastante razonable. Y ya empezaban algunos a asentir y a adoptar este criterio, cuando un tercero llamó la atención sobre unos contenedores que había a escasos dos metros de allí. Esto, alimentó ciertas discrepancias, de tal forma que alguno empezó a ponerse nervioso. Fue entonces cuando intervino otro tipo, de unos treinta, que afirmó que estaban todos equivocados y que lo que realmente estaba en venta era el edificio a cuyas faldas habían depositado el misterioso cartel. Como esta explicación también parecía probable, algunos se pasaron a su lado.
Y ya estaba el chico celebrando haber impuesto su opinión a buena parte del grupo (había que ver cómo sacaba pecho el muy gallito, dijo alguien), cuando vino un quinto tipo a cuestionar el acuerdo, preguntando que quién les decía a ellos que no era toda la calle lo que se vendía. Este nuevo sujeto no tendría más de sesenta, pero aún conservaba toda su lustrosa mata de pelo que lucía al sol brillante, limpio, de aquella hermosa mañana primaveral. Su intervención alborotó al grupo, que se puso a discutir sin un moderador consensuado que llevara las cuentas de quién participaba (y en qué proporción) en la discusión. Ante la pregunta que quiso despejar la duda sobre en qué se basaba el intruso para decir aquello y que formuló una chica también de unos treinta que se acercó por allí a curiosear, el hombre apeló al más puro sentido común. Y ahí elaboró toda una teoría según la cual, en un principio, el problema parecía radicar en la distancia que había entre el cartel y ellos, los viandantes, pero que bastaba subirse a un cuarto piso para verlo todo de otra forma. ¿Y quién les decía a ellos que la intención del vendedor no era que el cartel fuera observado desde cierta altura? No lo sabían. “En la vida, todo depende de la perspectiva desde la que se aprecian las cosas”, afirmó.
Esto dejó al grupo enmudecido durante unos minutos. En el silencio de este nuevo abismo que se abría en su insondable ignorancia, podían escucharse los complicados engranajes de sus mentes al razonar. En ese momento, la chica de treinta años, estatura media, un bolso de redecilla al hombro, pelo anaranjado como la calabaza, levantó de nuevo el dedo para intervenir. Todos se giraron hacia ella, lo que no cabe duda que la impresionó un poco. Superado el rubor inicial, la chica propuso lo siguiente. “¿Y si en vez de mirar esto desde una altura de un cuarto piso, nos situáramos a una altura todavía mayor?” “¿Cómo cuál?”, preguntó otro. “Como a la altura a la que se pone aquel que está subido a la terraza de un edificio”. Entonces, desde esa altura, ya no se trataría de la calle. Quizá era el barrio entero lo que estaba en venta. Fue entonces cuando un algo extraño, una sensación, recorrió el alma de todos los presentes. Porque, ¿qué pasaba si nos elevábamos un poco más? Entonces, aun sin pronunciar palabra, todos comprendieron que, en ese caso, sería la ciudad entera lo que se había puesto en venta. Y si seguíamos subiendo, el país. Y si seguíamos subiendo (como desde un satélite espía o de telecomunicaciones), podría estar en venta el planeta entero. La toma de conciencia de este hecho, hizo que el grupo se planteara algo que quizá no se habían planteado nunca, y es que, justo debajo de sus pies flotaba en el espacio sideral una enorme esfera a la que ellos, al fin, llamaron mundo.
Ahora, el silencio en el grupo (cada vez más numeroso, por cierto) era todavía mayor. Pero esta extraña historia, todavía no ha terminado. Tratando de relajar la tensión que se respiraba en el ambiente, otro tipo (de poco más de veinte, alto, delgado, quizá aficionado al baloncesto), dijo que nadie podía poner en venta el planeta. “¡Es una barbaridad! ¿No lo entendéis? El mundo no pertenece a nadie”, dijo, como exaltado. El nuevo silencio que se hizo a continuación, se rompió cuando otra persona (una mujer también entrada en la mediana edad, pelo rizado, falda larga hasta los pies), preguntó, en voz baja, pero perfectamente audible: “¿seguro?”
La cuestión principal es, ¿cómo narices no lo habían pensado antes? ¿Cómo se les podía haber escapado algo tan obvio? Tenían la solución allí mismo y no se habían dado cuenta hasta que aquella niña de unos diez años, la cara regordeta, mallas elásticas y camisa de color blanco con un corazón de lentejuelas pintado en el pecho, dijo: “que alguien llame al teléfono”. ¡Por supuesto! Una sola llamada y el misterio quedaría resuelto de una vez y para siempre. Pero, claro, ¿quién se atrevía a llamar? De repente, todas aquellas especulaciones empezaron a parecerles absurdas. Era solo un cartel tirado en mitad de la calle. ¿O era quizá el miedo lo que los hacía buscar una salida para no asumir la responsabilidad que habían adquirido frente a aquel enigma? Se lo jugaron a suertes, pero no lograron llegar a ningún acuerdo. Al final, tras mucho pelearse entre ellos, alguien se ofreció. Era un hombre mayor, de unos ochenta años, cejas pobladas, papada arrugada como la de una iguana. “Ya llamo yo”, dijo. “Pero el coste de la conexión lo cubrimos entre todos”, advirtió, muy serio.
Con manos temblorosas, el hombre acertó a marcar cada uno de los números del teléfono que había impreso en el cartel. Había activado la función de manos libres de su móvil de forma que todo el mundo pudiera escuchar la conversación que mantendría con la otra parte. De repente, una voz masculina, muy grave, pero también femenina, muy suave y melodiosa, así como la voz de un niño, aguda, y de un anciano, leve y trémula a la vez, respondió: “¿diga?” Todo el mundo se quedó callado. Se miraron los unos a los otros, pero nadie se atrevió a contestar. “¿Diga?”, insistió la voz. “¿Quién es usted?”, preguntó, al fin, el hombre de ochenta años con la papada de iguana que sostenía el teléfono. Se hizo un nuevo silencio. De repente, al otro lado de la línea, la voz respondió: “SOY YO”. Conscientes ahora de con quién se la jugaban, se preguntaron si el dueño del mundo encontraría comprador. GERARDO LEÓN