Todas las revoluciones (las verdaderas, las que sobreviven al ojo implacable de la Historia) suelen empezar de la forma más tonta. Uno puede pasarse días, semanas, años enteros, décadas incluso, especulando, redactando textos, organizando mítines, pergeñando soflamas, haciendo acopio de testimonios solventes, escudriñando en los anales del pensamiento humano los argumentos necesarios para dar consistencia a sus fundamentos de forma que no haya una fisura en tu programa que sirva de excusa al enemigo para oponerse al gran cambio que está por venir. Y, de repente, pufff, un hecho fortuito da al traste con todo el trabajo, te pasa por encima y te lo hace virutas. Bromas que gasta el destino. El tema sucedió como sigue.
Ya más tarde, cuando quisieron hacer recuento de lo sucedido, nadie fue capaz de reconstruir los hechos con exactitud. Yo estaba en la zona de envasados, estudiando una oferta de ternera, cuando se escuchó un grito desgarrador. Rápidamente, todos los clientes del súper corrimos desconcertados a la sección de perfumería, de donde creímos que procedían aquellas voces. Cuando llegamos, dos guardias de seguridad ya sujetaban al tipo, un hombre de mediana edad de aspecto corpulento, aunque desaliñado, que forcejeaba violentamente con ellos. ¿Qué pasa?, pregunté. Pero, en ese momento, nadie pudo decir nada. Luego, las dudas iniciales y las muchas especulaciones (a la gente le gusta hablar de lo que no sabe) se fueron despejando. Al parecer, el tipo había llegado al supermercado, la lista de la compra apuntada en un trozo de papel, cuando se dio cuenta de que, por tercer día consecutivo, no encontraba en el estante correspondiente la marca de champú que tanto le gustaba. Airado, llamó inmediatamente al encargado de la tienda, cuyas explicaciones (alguien diría excusas) parece que no serenaron al hombre, herido en su orgullo por lo que consideró que era un deliberado asalto de la empresa hacia sus derechos elementales como consumidor. El hombre le exigió al encargado que repusiera el lineal, pero éste adujo que eso ya no era posible y juró que lo había hecho esa misma mañana, pero que una hora más tarde, el producto se había acabado, dato que el tipo no pareció creer, achacando el problema a una conspiración de la dirección del establecimiento para que llevara el pelo sucio. De nada sirvió el ofrecimiento del encargado de que se llevara otra botella de una marca diferente (y gratis), pues el tipo argumentó que no le dejaba el cabello tan suelto y sedoso como la suya que, además, añadió como si fuera un argumento de peso, llevaba empleando muchos años.
Pronto, el problema empezó a agravarse cuando la gente que se había reunido en torno al hombre, empezó a implicarse en el tema. Y yo creo que si el encargado, apoyado por los guardias de seguridad, no hubiera intentado, acosado por la imagen de desorden que estaba dando, desalojar de aquella manera tan violenta a todo el mundo, no habría pasado nada. Ahí debo decir que el tipo tuvo poco ojo. Aun así, yo todavía pienso que, si todos los clientes hubiéramos permanecidos juntos en nuestras demandas, las cosas tampoco se habrían salido de madre y el encargado habría terminado por ceder (no cabe duda de que estaba mintiendo con respecto al champú, cuyas reservas, según dijo otro tipo, estaban reteniendo en los almacenes). Unos apoyaron al hombre, reclamando a grito pelado su inalienable derecho a ir (y, sobre todo, a sentirse) limpio, derecho del que los responsables del súper no podían abstraerse sin asumir las consabidas consecuencias. “¡Los derechos de uno son los derechos de todos!”, gritaron los de este bando. Así, para hacer más fuertes sus posiciones, a la prerrogativa del tipo de comprar su champú preferido, pronto se unieron otras exigencias o protestas, reproches sin duda pendientes desde hacía mucho tiempo, como era el hecho de que en ese supermercado siempre estuvieran cambiando los productos de lugar, cosa que confundía y desorientaba a la clientela y que algunos presentaron como un claro abuso de poder. Enseguida se hizo evidente que cada una de esas exigencias escondía, en realidad, otra cuestión de fondo. Aquello era, más bien, una llamada; contra el encargado, por supuesto, pero también contra el engaño que suponían unas ofertas que escondían una generalizada subida de precios. Era un alarido contra el sistema y, especialmente, contra aquella reclusión que nos sometía a todos. Por otro lado, otro grupo, no menos numeroso que el primero (digamos a ojo que la mitad de los congregados alrededor del hombre del champú), viendo que toda su compra del día se iba de repente al garete, se opusieron frontalmente a la revuelta, colocándose del lado del encargado y sus lacayos con el argumento de que tampoco parecía de recibo que, por el bien de uno solo, se fastidiaran todos los demás, que eso de protestar estaba bien, pero que de algo había que comer, y que ese también era un derecho inexcusable.
Pronto, el caso fue saltando de supermercado en supermercado. A veces era un problema por la falta de pollo, en otro no había pizzas congeladas, otras veces fue la escasez de detergente y, en otro caso, dos tipos acabaron en el hospital por una pelea a cuchillo por una simple lata de sardinas (que luego se comprobó que estaba caducada). El caso saltó a los diarios, luego a las redes sociales y a la televisión y, poco a poco, la bronca acabó por extenderse por todo el país que quedó, así, de nuevo dividido en dos bloques claramente irreconciliables. Quién ganaría aquella guerra es algo sobre lo que nadie se atrevía a dar un pronóstico. Yo, si soy sincero, estaba tan confundido que no sabía a cuál de los dos grupos adscribirme. Valorando las opciones, entendía que ambas facciones tenían su parte de razón. La verdad, siempre he sido muy indeciso para estas cosas. Pero, oye, por uno solo que no quede, me dije. ¡Viva la revolución! GERARDO LEÓN