La pesadilla del hipocondríaco

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Basado en hechos absolutamente reales.

A falta de una imagen más precisa, tomó prestada la que le ofrecían las infografías que emitían los telediarios y se publicaban en los medios digitales con el objeto, inconsciente desde luego, de concretar la idea misma de la enfermedad. No le bastaba con la información pura y dura, los datos. Necesitaba “ver” al enemigo y esa especie de bola lanuda con trompetillas que representaba al virus se prestaba a la perfección a su propósito, que no eran otro que el de proyectar sus miedos en algo más concreto.

Apropiándose, pues, de esa imagen, ya podía dar rienda a su imaginación. Así, construyó un mundo lleno de millones de bolitas como aquellas. Las veía, como si formaran un aura, alrededor de cada persona con la que se cruzaba en su día a día. Ahora, no solo comprendía cómo se transmitía la enfermedad. En su cabeza, veía saltar a aquellas partículas de un cuerpo a otro. Cerraba los ojos y trazaba el itinerario desde la boca del infectado (otras veces era la nariz) hasta el rostro de la siguiente víctima. Después, ese otro se restregaba la cara alborotando a las bolitas que, danzando por la superficie de su piel, se colaban por las fosas nasales y, de ahí, descendían por la tráquea hasta alcanzar los pulmones. Otras veces, las bolitas iban adheridas al guante de la mano de un cliente en el supermercado. Al tocar cualquier producto del expositor, las bolitas saltaban, como si anduvieran de fiesta, a la superficie del brick de leche o la pieza de fruta contigua. Allí esperaban pacientes a la llegada de otro cliente al que acompañaban hasta su casa, donde pasaban de miembro a miembro de su familia en un aquelarre vírico demencial.

Y lo peor de todo es que, contra más se informaba sobre la enfermedad, peor sobrellevaba todo aquello. No era solo que los artículos que leía no acababan de despejarle las dudas. Era que esa información provocaba nuevas secuencias de imágenes a cada cual más aterradora. Su pareja le dijo que, si tanto le afectaba, dejara de leer esas cosas, pero no podía evitarlo. En uno de esos artículos, descubrió que los seres humanos nos tocamos la cara una media de dos mil veces al día.”¡Dos mil!”, se dijo, escandalizado. Desde ese momento, trató de evitar tocarse todo lo que pudo o, por lo menos, quiso ser consciente, a modo de alerta, de cada vez que lo hacía. Pero si, como explicaba el artículo, aquel acto era, con frecuencia, arbitrario, ¿cómo podía fiarse de sí mismo? Quizá podía controlar sus gestos alguna vez, pero, ¿qué ocurría cuando no era así? ¿Y si se había tocado la cara otras muchas veces sin saberlo siquiera? Tal era la obsesión a la que llegó con este asunto que acabó por entregarse a la perversa excentricidad de desconfiar de sus propias manos, a las que empezó a acusar de alta traición contra él.

A partir de ese momento, salir a dar un simple paseo ya supuso toda una prueba de resistencia. A su alrededor, no había seres humanos, eran fábricas andantes de todo tipo de bacterias, microbios y gérmenes. Para él, caminar por la calle era poner la vista en ese tío que pasaba corriendo por su lado, exhalando el aire por la boca, respiración que, inevitablemente, lanzaba millones de aquellas malignas bolitas al aire, dispuestas a adherirse al primer despistado que se pusiera a tiro. El virus podía estar en cualquier parte, en un banco, en el pomo de la puerta de su edificio, adherido a una farola, ¡en el mismo suelo! Cuando regresaba a casa, se iba directamente a la ducha después de meter la ropa y las zapatillas en la lavadora para su adecuada desinfección (si bien nadie le daba ninguna certeza de que esto fuera suficiente para evitar la catástrofe que él temía). Usaba diligentemente sus mascarillas homologadas y sus guantes de látex, pero, después de estar investigando sobre su eficacia, llegó a la conclusión de que aquello tampoco garantizaba una total protección, lo cual lo mantenía en un estado de permanente tensión consigo mismo y contra el entorno.

Como trabajaba en una empresa de plásticos que, a pesar de la crisis, siguió con su actividad, no se vio afectado por un ERTE ni pudo acogerse a ninguna estrategia de teletrabajo, así que tenía que ir todos los días a su empresa a cumplir con su jornada. Al llegar a la oficina, desinfectaba el mobiliario. La misma operación la repetía al salir. Atosigado por aquella situación que él consideraba injusta y hasta peligrosa, redujo su relación con sus compañeros a lo imprescindible, lo que le ganó no pocos comentarios maliciosos. Por la mañana, no saludaba a nadie y no se despedía de nadie al acabar el día. Percibidos sus recelos, recibía órdenes de su jefe por la línea interna de la empresa y si alguien le pedía algún documento, lo dejaba fuera de la puerta de su despacho, en el suelo, para que el solicitante pudiera recogerlo sin mediar en ello ningún contacto físico. “Es un psicópata”, dijo uno de sus colegas. “Pero, ¿quién se ha creído que es?”, dijo otro. “Si estamos todos en esto, estamos todos”, dijo otro, cansado de que le esquivara en el parking.

Entre sus experiencias más horripilantes contaría aquel día en que paró a repostar el coche en una gasolinera. Al principio, creyó que era uno de esos establecimientos en los que se servía uno mismo, pero cuando vio al empleado dirigirse hacia su coche, se dio cuenta de su error. “¿Cuánto?”, dijo el tipo, alegre. Y ahí casi se le salen los ojos de las cuencas cuando le vio coger con su mano desnuda el tapón del depósito. Tratando de, al menos, mantener la apropiada distancia de seguridad, dio un paso hacia atrás y respondió: “treinta euros, sin plomo noventaicinco”. “¿Cómo?”, dijo entonces el otro, acercándose a él. Y él, que dio otro paso hacia atrás para alejarse de aquel trasmisor de gérmenes en mono de faena, repitió: “treinta euros de gasolina sin plomo noventaicinco”. “Perdone, no le he entendido”, dijo el empleado de la gasolinera que siguió aproximándose. La sangre no le llegaba al cuello y a punto estuvo de sufrir un vahído. Al tercer intento, parece que el empleado le comprendió. Pagó rápidamente con tarjeta y, tras esquivar como pudo a los otros clientes de la gasolinera que hacían cola frente a la caja, se marchó tan rápido como le permitieron sus píes.

Juró que esa iba a ser la última vez que se acercaría a un establecimiento público hasta que alguien no le asegurara que podía hacerlo completamente a salvo (lo cual, dado que aún no había noticias de una posible vacuna, podría llevarle meses). Pero esa resistencia a relacionarse con otras personas se vio forzada a replegarse cuando su pareja se torció un tobillo al tratar de bajar de una banqueta de su casa. No es que el accidente fuera grave, pero si quería recuperarse en buenas condiciones, era conveniente que descansara un poco. Así que allí se vio de nuevo, ante la cola del súper, para pagar la cuenta, rodeado de otros, rodeado de virus.

Esperando en la cola, alguien a su espalda llamó su atención. “Perdona”, le dijo. Instintivamente, él se dio la vuelta. “Yo te conozco”, le dijo el otro. Él frunció el ceño. “Sí, sí, te conozco, insistió el desconocido. Lo que pasa es que ahora no caigo en quién eres”. Y él, que solo quería que le llegara el turno para pagar, pero que se sentía atrapado ante la posibilidad de mostrarse como una persona maleducada, frunció el ceño tratando de reconocerlo, pero no dijo nada. “Que sí, joder. ¿Tú no eres amigo de tal?”, le dijo el tipo. Y él que no. Ni idea. “¿Y no trabajarías en cual sitio?” Y él, que tampoco, que qué va, para nada. “Pues coño, tu cara me suena mucho. ¿Vives por aquí?”, le preguntó. Y él que, claro (¿qué iba a hacer, si no, en aquel súper?). “Pues no te había visto nunca. No habremos coincidido”, le dijo. “¿Y desde cuándo?”, le preguntó el otro, una pregunta que él consideró improcedente y que respondió con un simple, ya llevo unos cuantos años. Y el caso es que, a medida que el otro le hablaba, él empezó a distinguir de detrás de aquella barba de días y las gafas de sol de su interlocutor unos rasgos que comenzaban a resultarle familiares. Entonces, se le ocurrió aquella pregunta. “¿Tú no estudiarías aquí, verdad?” “¡Sí!”, exclamó el otro. “¿Tú también?” “Sí”. “¿De qué promoción?” “Del noventa y seis”. “¡Coño!”, exclamó el tipo. Entonces, el otro le dijo que se sentaba detrás de su pupitre en la clase de segundo curso. Una imagen apareció rápidamente en su cabeza. En la imagen se veían juntos en dicha clase, la pizarra llena de fórmulas matemáticas, en el patio del colegio, jugando un partido de fútbol, y en las duchas del gimnasio cuando le escondieron la bolsa de deporte a aquel otro compañero que tuvo que salir corriendo desnudo por el patio para buscar la ayuda de algún profesor. Recordando aquello, le entró la risa y exclamó, “¡joder, macho! ¡Cuánto tiempo!” Emocionados, se dieron un fuerte abrazo. Fue entonces cuando sintió que el mundo se le caía encima. GERARDO LEÓN

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