Es raro, me dices. ¿El qué?, pregunto. Todo, todo es raro, repites una y otra vez. Es raro que nos levantemos así, tan temprano, como movidos por una urgencia y, al mismo tiempo, sin ninguna prisa. Es raro que desayunemos todos juntos y, luego, no nos despidamos, como siempre, de manera atropellada. Que vaya bien, que tengas un buen día. Un beso, adiós. Es raro, sí. Es raro que tengamos tiempo para hablar tranquilamente y, a la vez, lo hagamos urgidos por una especie de apremio, como aquel que se va de vacaciones, se relaja, pero tiene la vista puesta, no hacia atrás, como sería lo lógico, sino hacia delante, viviendo el presente, pero proyectando hacia el futuro los problemas o conflictos que encontrará cuando vuelva, cuando se acaben esas escuetas semanas de asueto, intranquilo, angustiado, pero como si nada tuviera tampoco demasiada importancia, postergándolo todo, dejando para mañana lo que pudiste hacer hoy.
Es raro. ¿El qué? Pues todo. Está rara la casa. Es nuestra casa, sí. Pero también es otra casa porque es raro estar aquí los dos juntos, un miércoles de entresemana, sin salir, ocupados y, al mismo tiempo, ociosos. Preocupados y, a la vez, extrañamente confiados. No sé explicártelo de otra manera. Es raro, sí. Es raro porque, aunque vemos las noticias, los problemas que nos cuentan nos parecen, de forma simultánea, reales y mentira, como si todo eso que vemos estuviera sucediendo y, también, fuera solo la proyección de un mal sueño que tuvimos la noche anterior. Es raro porque a pesar del tiempo que llevamos encerrados, los niños se están portando incomprensiblemente bien. Qué raro. Veremos cuánto dura la calma. Es raro porque, aunque pasamos todo el día juntos (y luego otro día, y otro más), sin separarnos prácticamente ni un minuto, ahora discutimos menos que nunca, y eso, dadas las circunstancias, es muy raro.
Es raro porque sabemos que nuestros vecinos se encuentran ahí mismo, muy cerca de nosotros, pero no los vemos nunca o casi nunca. Los oímos, pero las suyas son como las voces de unos fantasmas que a veces se cuelan por las paredes de nuestro piso. Es raro que todo funcione, que nada falle: el horno, la nevera, el microondas, el lavavajillas, el calentador… ¿Qué haríamos si algo se estropeara? ¿A quién llamaríamos ahora? Ya sé que todo esto a ti te parece una tontería, pero también sé que lo has pensado alguna vez. Reconócelo. Es raro porque esto lo cambia todo, sin cambiar nada. Todo es diferente, pero es la misma cosa. Solo eso ya es muy raro, ¿verdad que sí?
Es rara esta sensación de estar, al mismo tiempo, bien y mal. Tranquilo e inquieto. ¿Estamos vivos realmente? ¿Tú qué crees? ¿Y si esta realidad solo fuera como una especie de limbo, como en aquella serie que viste y que te gustaba tanto, aunque al final, cuando acabó, te pasaste varias semanas abjurando de ella? Que qué birria de final, que qué pérdida de tiempo, dijiste, cabreado. ¿A que es raro sentirse así? Muy raro. Es raro como esos perros tan feos de ojos grandes que le gusta dibujar a tu hija (para que vean mejor, dice). Tan raro como cuando te obligan a hacer algo que no quieres hacer. Salir con mi madre de compras cuando a ella se le antoja. Ir a las fiestas de cumpleaños de los amigos de los niños. Pasar la ITV del coche. Hacer la declaración de la renta. Hacer una reserva de avión por Internet. Esas situaciones en las que sientes que estás dentro de tu cuerpo, pero solo una parte, mientras la otra, la tuya, la de verdad, está fuera de ti. En esos momentos, comprendes que tus músculos son tus músculos, entiendes que tus piernas son tus piernas, pero, a la vez, sientes que todo tu cuerpo es como prestado. Es el tuyo y, al mismo tiempo, no lo es. Es raro, sí. Es raro saber que el mundo está ahí fuera, muy cerca, y no poder tocarlo. Es muy raro. GERARDO LEÓN