Salió a las doce en punto de la mañana ante las pantallas de televisión. Salió, como siempre, con rostro serio, casi inexpresivo, dijeron luego unos y otros. No le molestó que lo dijeran. Al fin y al cabo, lo suyo no implicaba emoción ni sentimentalismo alguno. Eso de las emociones y los sentimientos lo dejaba para otros, para los políticos. Ellos sí sabían cómo se manejan esas cosas, pensó. Lo suyo eran los datos, nada más. Y nada menos. Siempre había sido así.
Desde pequeño le habían gustado los números. Los números no engañan a nadie, le había dicho su padre cientos, millones de veces. Es por esa razón por lo que se dedicó a las ciencias. En ciencia, las cosas no eran tan discutibles. O eran o no eran, y no había más. Eso de ir por ahí, dando sentido a los hechos según soplara el viento, era cosa de la gente que se dedicaba a las pobres humanidades. Y, en parte, tenía toda su lógica. No hay nada más interpretable o controvertido que un ser humano. Y las leyes. Las leyes también son muy problemáticas. Por eso tampoco quiso dedicarse a esa materia (aunque en algún momento de su juventud estuvo tentado de hacerlo creyendo que, así, tendría mejores oportunidades laborales). Al fin y al cabo, hoy piensa con acierto que las leyes también están hechas por humanos y, como todo lo que hacen éstos que se refiere a mesurar su comportamiento en sociedad, no podían ser exactas. Pero la ciencia sí, con la ciencia no había equívoco posible. Lo aprenden en el colegio hasta los niños más pequeños. Si A más B es igual a C, C menos B se sabe que es siempre (y será) igual a A. Y no hay vuelta de hoja. Y lo mismo pasa con el resto de materias. En ciencia, se dijo a sí mismo antes de colocarse frente al atril, se interpretan las cifras, se leen los datos, más bien, pero esa interpretación o lectura, de hacerlo, solo puede llevar a una conclusión posible. Una que quizá se revise con el tiempo, eso es verdad, cuando aparezcan nuevos datos que complementen los anteriores. Una, se dijo, pero no veinte ni cuarenta, ni cien mil, como a veces parecía que ocurría en esas otras áreas del saber, así las llamaban, como la Historia, las Ciencias Sociales, la Literatura o la insoportable Filosofía.
Nunca le gustó la Filosofía, la detestaba. Le parecía aburrida, absurda, ilógica y, sobre todo, innecesariamente farragosa. Y parcialmente inútil, también. ¿Cómo es posible que, después de más de dos mil años dándole vueltas al mismo asunto (qué cosa es eso del “ser”, lo humano), todavía no hubiera llegado a ninguna solución fiable que asentara siquiera las bases de una estructura mínimamente sólida y coherente?, se preguntaba siempre que el tema salía en alguna conversación entre amigos o en algún foro técnico. No lo entendía. En el caso de la ciencia, una disciplina que llevara tanto tiempo dando vueltas a lo mismo sin llegar a ninguna conclusión, ya habría sido descartada. Es por todo esto que, en sus intervenciones públicas, trataba siempre de parecer lo más comedido posible. No lo hacía solamente para intentar dar un aspecto de sobriedad y confianza, como le había dicho antes uno de los asesores de imagen de no sé quién, sino por respeto. Por respeto a la ciencia. Si dejaba entrever en su rostro el más mínimo indicio del estado de ánimo en el que se encontraba (y podría decir mucho sobre ese estado si alguien se hubiera dignado a preguntarle), eso perjudicaría la fiabilidad de los informes y los datos que tenía que presentar ante la opinión pública. Y él no estaba dispuesto a consentir que ocurriera algo así. Esa era, se dijo, su misión. Ganar el respeto para la ciencia.
Sin embargo, a pesar de los datos que daría, a pesar de lo elaborado de los informes, de la claridad de su exposición, de la evidencia de las pruebas, de los cálculos y las previsiones que habían hecho, de las conclusiones, siempre sostenidas en los estudios y el rigor al que obligaba los protocolos establecidos para que no hubiera equívoco posible, aquellos cabrones de la prensa siempre conseguían darle la vuelta a todo de mil y una formas que ni él mismo hubiera podido prever. Luego, cuando, más tarde, después de su exposición, ese mismo día o a la mañana siguiente, leía las noticias que lo citaban, se quedaba estupefacto, sorprendido y, en cierto modo, también un poco maravillado. ¿Cómo era posible, partiendo de unos hechos tan concretos, semejante explosión de imaginación? Si los datos que había dado eran tan precisos, tan claros, ¿cómo es posible que cupieran tantas valoraciones diferentes? No lo entendía. ¿Y si era él el que estaba equivocado? ¿Y si la ciencia no era tan certera como había creído siempre? Ese día, aturdido, se adelantó para colocarse de nuevo frente al atril que le habían preparado a modo de sencillo escenario para su alocución diaria frente a las cámaras. Pero, justo un momento antes de dar el último paso y detenerse frente a sus papeles, hizo un movimiento en falso y trastabilló (un tropiezo que luego se repetiría miles, millones de veces en los telediarios y en las redes de Internet). Algo había fallado, se diría más tarde, en casa, a punto ya de acostarse en la cama. ¿Y si hubiera estado equivocado toda su vida?, se dijo. Y, por primera vez, dudó. Había perdido su fe. Su fe en la ciencia. GERARDO LEÓN