Había decidido prepararse un desayuno especial. Al fin y al cabo, era lo único que le quedaba, dadas las circunstancias. Si él no se cuidaba, ¿quién iba a hacerlo?, se dijo. Aquella ocasional costumbre lo transportaba a sus lejanos años de infancia. En su recuerdo, no había mayor placer que sentarse a la mesa de la cocina a la hora de la cena y encontrarse sobre el blanco plato de loza, perfecto, inmaculado, un hermoso huevo frito.
Abrió la nevera y, tras echar un vistazo a sus existencias, cogió la caja de cartón que había en la balda más alta, al fondo, casi tocando con la pared. La abrió y comprobó con íntima satisfacción que todavía le quedaban cinco ejemplares de la media docena que había comprado en el mercado el fin de semana previo. La dueña del puesto que se la había vendido, le dijo que eran muy buenos, de lo mejor, que ella también se los llevaba a su casa (solo faltaría que tratara de venderle un producto que ni ella misma consumiría, pensó con malicia). Que los traía de una pequeña granja que criaba a las gallinas con los mejores piensos y en buenas condiciones de libertad, cosa que, aseguró, se notaba tanto en el sabor, como en la textura. Verás como no se parecen en nada a esos que te venden en el supermercado, alegó la mujer. A pesar de que no tenía forma alguna de comprobar que la información que le estaba ofreciendo la tendera era correcta, aparcó por un momento su habitual suspicacia a comprar lo primero que le ofrecían y se llevó la caja.
Encendió el fuego. Queriendo ser consciente de cada paso que daba, extrajo del cajón que había debajo de la encimera, la pequeña sartén y la puso a calentar. Luego, cogió la aceitera y, con un hábil movimiento de muñeca, echó sobre el fondo mate del recipiente un fino hilo de aceite de oliva virgen extra. No necesitaba más. Esperó con paciencia. Poco a poco, sintió cómo el fuego iba calentando la base de la sartén. Cuando consideró que ya debía estar a la temperatura adecuada, cogió el huevo que había sacado de la caja y, sujetándolo con delicada firmeza entre los dedos pulgar, índice y corazón, lo golpeó, muy decidido (eso era muy importante) contra el canto afilado, provocando que la cáscara se resquebrajara, abriendo una grieta fina y limpia. Inmediatamente, tomó el huevo con las dos manos y hundió en la grieta los dos dedos pulgares. Sin perder un segundo, separó la cáscara en dos partes casi idénticas, vertiendo el contenido sobre el fondo de la sartén. Casi de inmediato, en cuanto tomó contacto con el aceite, el huevo empezó a chisporrotear. Con la misma serenidad que había demostrado hasta ahora (en este caso, las prisas eran malas consejeras), tomó un pellizco de sal del salero que había a un lado y lo esparció por toda la superficie del huevo. Superada esta primera fase del proceso, cogió una tapa de cristal transparente del mismo cajón del que había sacado la sartén y la tapó. La suerte estaba echada.
Como era de esperar, lo primero que empezó a tomar cuerpo fue la clara que, poco a poco, iría pasando de aquella transparencia amarillenta a ese color blanco tan característico. Su superficie, lisa en un primer momento, gelatinosa, empezó rápidamente a retorcerse, formando protuberancias de distintos tamaños y formas. Aunque estuvo tentado de hacerlo (alguien le había mandado un mensaje al móvil), no apartó la vista ni un solo segundo de la sartén. Gracias a la tapa de cristal, podía seguir el proceso sin perder detalle. Al ver que la clara se hacía demasiado rápido, por un instante estuvo a punto de bajar la intensidad del fuego, pero, finalmente, no se entregó a la tentación. Debía seguir el protocolo con exactitud matemática. En esos momentos, no había nada peor que perder la confianza en uno mismo y ceder ante el miedo al fracaso. Muy lentamente, según iba aumentando la temperatura dentro del pequeño invernadero que había creado en la sartén, una ligera niebla cubrió la parte cóncava de la tapa de cristal, envolviendo, como en un día de tormenta, todo el recipiente. Había llegado el momento más delicado.
Según el manto de vapor se iba haciendo más espeso, un tenue velo lechoso fue cubriendo la capa exterior de la yema del huevo. Ahora, todo dependía de su instinto (que, como todo el mundo sabe, es hermano de la experiencia). Apenas el velo lechoso que cubría la yema, según el huevo se iba cociendo, la ocultara completamente, había que sacarla del fogón. En caso contrario, podía hacerse demasiado, perdiendo la consistencia que buscaba. Sin dejar de vigilar la clara, que seguía friéndose al contacto directo con la sartén, esperó un poco más. ¿Cuánto? Lo justo. De repente, con otro rápido movimiento de muñeca, giró la llave del gas y apagó el fuego. Con una mano, tomó la sartén por el mango, retiró la tapadera de cristal y la acercó con delicadeza a un pequeño plato que había sacado de uno de los armarios de la cocina. Al volcar la sartén sobre el plato, el huevo se deslizó suavemente sobre el fondo antiadherente hasta toparse con el borde, justo allí donde, solo unos minutos antes, había roto la cáscara. Ante la posibilidad de que la yema se rompiera, se sobresaltó. Pero, inmediatamente, el miedo inicial dio paso a un exultante estado de éxtasis al ver que el huevo superaba con elegancia el borde de la sartén para ofrecerse, feliz, al plato. Había llegado la hora de comprobar si todo había salido de acuerdo con lo previsto.
Dejó el plato encima de la mesa de la cocina. Se sentó. El huevo, perfectamente redondo, emitía un ligero vapor que le colmó las fosas nasales. Primero, cogió un cuchillo y levantó la clara del huevo para ver la cara inferior que, para mayor satisfacción, presentaba un bello color dorado, prueba de que se había hecho lo justo para ofrecer una textura crujiente al paladar. Eso le hizo sonreír. Satisfecho de sí mismo, no lo dudó un segundo. Tomó un trozó de pan que había descongelado previamente en un pequeño horno eléctrico que tenía sobre el banco de la cocina y ayudándose, como todo buen primate, de las dos manos, cortó un trozo de unos cinco centímetros de longitud. El pan crujió entre sus dedos como si estuviera recién hecho y un escalofrío le recorrió la espalda. Luego, muy despacio, consciente de la brevedad del momento que iba a vivir, hundió el pan en la yema que, tras oponer una ligera resistencia a la presión, eclosionó, naranja puro, desparramándose como una crema, cubriendo, primero, parte de la clara, hasta alcanzar, como un torrente, el fondo del plato de loza. Repitió la operación un par de veces hasta que se cercioró de que el pan había quedado bien empapado. Después, se lo llevó a la boca. Cerró los ojos. Al tacto con la lengua, el dulce sabor de la yema inundó rápidamente la cavidad bucal hasta alcanzar el extremo interior de su mandíbula, acompañado por un pequeño calambre de placer que le subió hasta la parte trasera de las orejas. Al fin, cerró la boca con fuerza y masticó. El pan crepitó entre sus dientes. Y así, después de semanas encerrado, el mundo volvió a tener sentido para él. Como tanto tiempo atrás, volvió a sentirse el mismo niño que había sido toda su vida. GERARDO LEÓN