Diario de encierro; 07 de abril del 2020:
7:00 a.m. Con el cambio de hora, en estos momentos de la mañana, la luz del sol aún no ha empezado a iluminar mi barrio. Todo está más oscuro de lo que era habitual. Aunque ya hace una semana, todavía no me he acostumbrado y hoy me he levantado más pronto de lo previsto. Anoche tuve un mal sueño.
8:00 a.m. Algunos coches solitarios circulan ya por las calles. Por lo demás, a estas horas, el mundo permanece completamente quieto. Un día más, ha amanecido nublado y me digo que, aunque no lo parezca, seguimos en primavera. Los primeros vecinos sacan a sus perros a la calle para pasear. Entre ellos, destaca una mujer que carga en brazos con el suyo para ayudarle a cruzar el solar que hay delante de mi casa. Al llegar a la otra acera, deja al perro en el suelo y el animal permanece inmóvil. Cuando se levanta, descubro que el pobre bicho apenas puede caminar. Pasan los autobuses, pero hoy, como ayer, tampoco recogen a nadie. El sol se asoma un instante, muy tímido, rojo fuego, sobre el horizonte, justo entre la línea que separa la espesa capa de nubes y el perfil de la ciudad.
9:00 a.m. Es la hora de mayor afluencia de perros (con sus dueños). Descubro que la panadería que hay delante de mi edificio ya ha abierto sus puertas. Un tipo que no reconozco se acerca al establecimiento y, al cabo de un rato, sale con una bolsa seguido por la dueña del negocio que charla animadamente con él. Casi a la vez, tres hombres se detienen bajo mi ventana y se ponen igualmente a conversar. Ninguno respeta la debida distancia entre ellos. Pasa el camión de la basura. Después, pasa el camión del vidrio. Los basureros se llevan los últimos restos de la acera con escoba y recogedor, como antiguamente. Un cuarto de hora más tarde, la dueña de la panadería, a falta de nuevos clientes con los que entretenerse, sale a la calle y se fuma un cigarrillo. Desde ahí, en la acera, entre calada y calada, parece como si contemplara el mundo y yo me pregunto, curioso, qué verá. Un tren anuncia, a lo lejos, su llegada.
10:00 a.m. La cosa empieza a animarse. En uno de los edificios de enfrente, una mujer tiende la ropa en el balcón de su piso. Luego, sale quien parece su pareja y la ayuda en la misión. Al acabar, los dos vuelven a entrar en la vivienda. En otro de los balcones, un jubilado sale igualmente de su casa a hacer algo de ejercicio. Lo he calculado otros días y estará una hora completa, caminando de un extremo a otro del balcón. Cómo gran acontecimiento, sobre las diez y media, comienza a chispear. En el mismo edificio de enfrente, una mujer se asoma al cristal de una ventana para comprobar el tiempo. Otro piso más abajo, otra mujer en bata sale y se apoya en la barandilla y, como la panadera, observa el mundo unos segundos antes de volver a resguardarse. Cada tanto, un autobús recorre la calle principal (sin recoger a nadie). Un pequeño grupo de personas, cuatro o cinco, coinciden más tarde en la puerta de la panadería y, de repente, en el vacío de todo, parecen una multitud. Una furgoneta trae unos paquetes a algún vecino de mi finca. Los semáforos cambian del verde al rojo, pasando por el naranja y yo me pregunto a quién se dirigen.
11:00 a.m. a 12:30 p.m. Son las horas más animadas del día. La gente sale de sus casas a hacer la compra, única actividad social de estas semanas de reclusión. Lo que ayer era una mera necesidad, hoy se revela como una nueva forma de entretenimiento. Un coche de la policía patrulla la zona. Mientras, cubiertos con sus mascarillas y sus guantes de látex, la gente se desplaza de un lado a otro, cargando con sus carros y sus bolsas de la compra. Alguno levanta la barbilla y saluda a otro vecino, al que parece reconocer. Un hombre con una chaqueta roja, recorre la terraza del edificio de enfrente. Camina con los brazos en jarras, como un capitán que repasa las tropas de un ejército invisible, agachando de tanto en tanto la mirada, como meditando, como quien pondera las opciones frente a un campo de batalla de una guerra que no se librará. Los perros se ladran unos a otros, mientras la dueña de la panadería se fuma el segundo del día. En otro edifico, justo al lado, una mujer riega sus plantas concienzudamente. Mientras, en un semáforo, otra mujer cruza una calle por el paso de peatones cuando, de repente, sufre un traspiés que la hace caer al suelo. Viendo lo apurado de la escena, una tercera mujer se acerca a esta segunda y, en un impulso, trata de ayudarla, pero, en el último momento, toma conciencia de lo que está haciendo y se retrae. Por el gesto, comprendo que la mujer que se ha caído no ha sufrido ningún daño y no necesita de su ayuda. Sin embargo, sientes que algo se ha perdido en todo esto. La panadera de delante de mi casa, sale a fumarse el tercer cigarrillo del día. Más tarde, un cuarto. En el segundo piso, sobre su cabeza, dos mujeres charlan entre ellas sentadas en dos sillas de tijera. A estas horas, el sol sigue oculto entre las nubes. La luz del día, proyecta sobre el barrio un extraño tono gris.
13:00 p.m. Un hecho inesperado conmociona la calma del barrio. Como si fuera uno de esos dragones gigantes que aparecen en esas series de fantasía de la televisión, un avión de carga sobrevuela la ciudad a muy baja altura, proyectando, como un visitante de otro mundo, su sombra sobre las fachadas de los edificios. El sonido de los motores provoca un ruido atronador que estalla, de repente, en medio de tanto silencio. Sin embargo, hay un algo de nostalgia en este ruido que, por un momento, me reconforta. Es el ruido del pasado, cuando todo era “normal”. Al fin, el sol abre una brecha en el cielo. La panadería ya ha cerrado las puertas. En un balcón de un edificio, un vecino ha colgado una pancarta. “Basta ya de des-gobierno”. Tras tres semanas enclaustrados, algo se está agitando en el corazón de la ciudad. Como respuesta, y ante los primeros y todavía tímidos rayos de sol, un hombre sale al balcón de su casa vestido exclusivamente con un bañador negro muy pequeño, extiende su toalla y se tumba, de espaldas, en el suelo.
14:00 p.m. A la hora de comer, una nube enorme cruza frente a mi ventana, como un gran trasatlántico. El sol ha roto, al fin, el velo de este cielo gris.
15:00 a 16:00 p.m. No hay nadie. La ciudad parece sumergida en un domingo perpetuo. Una ambulancia cruza la calle. Por unas horas, el sol se ha apoderado de la situación. En el edifico de enfrente, las dos mujeres del segundo siguen compartiendo el estrecho espacio del balcón de su casa. Una de ellas, lee un libro. Por lo demás, no se mueve nada.
17:00 p.m. Creyéndose el amo de la calle, un motorista circula en sentido contrario seguro de que nadie lo detendrá. Una mujer llega con una maleta a la entrada de un edificio y uno percibe, de repente, lo extraordinario de esa estampa, antes tan cotidiana. ¿De dónde viene?, me pegunto. Un rato más tarde, un hombre con un mono de trabajo, regresa también a su casa. En las manos carga con unos paquetes de agua mineral. Anda como abatido, balanceando su cuerpo pesado a un lado y otro del eje de su cintura. El sol se esconde y, luego, vuelve a aparecer. Un gato cruza la calle, confiado.
18:00 p.m. Por momentos, la calle se queda vacía. Nadie tras las ventanas. Nadie en las terrazas. Nadie en los balcones. El barrio, con sus bares y negocios clausurados por el Estado de Alarma, parece adobado en un letargo sin fin. El canto de los pájaros se ha adueñado ahora del paisaje, cuando, de repente, ese silencio queda roto por la sirena de otra ambulancia que circula a toda prisa en dirección al hospital. Según se acerca la siguiente hora, alguna gente se asoma de nuevo a las ventanas de sus casas. Dos vecinas charlan de un balcón a otro. Separadas por un muro, se olvidan de guardar la distancia de seguridad. ¿Qué se estarán diciendo?, me pregunto. Al cabo de un rato, un vecino del piso de arriba, atraído por las voces, se asoma a cotillear. Ellas no se dan ni cuenta de que alguien las está espiando.
19:00 p.m. Más perros. Más gente. Mas nada. En otro edificio, alguien ha colgado otra pancarta: Sanidad, 100% pública, dice. En la terraza del edificio de al lado, aún no han recogido la colada que alguien tendió esa mañana, a primera hora. El cielo está completamente despejado. Con el nuevo horario, todavía nos quedan, como poco, dos horas largas de luz.
20:00 p.m. Empieza la fiesta. Hoy el repertorio incluye una jota, varias bocinas, aplausos, algún pasodoble, y “Sobreviviré” de Mónica Naranjo. Cierra el concierto, el himno regional. El show dura como unos veinte minutos. Luego, como si fuéramos caracoles que han salido al sol tras una fuerte lluvia, nos refugiamos en la extraña seguridad de nuestras casas.
21:00 p.m. Poco a poco, cae la noche sobre el barrio. De nuevo, rojo intenso en las nubes. Arreboles, se llaman. Después, oscuridad. Las luces de las ventanas y los balcones empiezan ya a iluminarse. Mi móvil dice que mañana hará sol durante todo el día. Conatos de historias. Instantes de vidas. Retales. Así se ve el mundo desde mi ventana. GERARDO LEÓN