Se encontró con él cuando iba a sacar dinero del cajero. Estaba tecleando su número pin cuando alguien a su espalda le gritó: ¡sácalo de ahí, si no se lo queda el banco! Él, que no se lo esperaba, se sobresaltó. Luego, se dio la vuelta discretamente a fin de averiguar de dónde venían aquellas voces. El otro hombre estaba sentado en un banco que había a pocos metros del cajero. A simple vista, le hubiera sido difícil calcular su edad. Parecía mayor de cincuenta, eso seguro. Sesenta, sin embargo, le parecían demasiados. Su aspecto, si bien no resultaba amenazador, tampoco le inspiró, en un primer momento, mucha confianza. Tenía la piel oscura por el sol, las arrugas de la cara marcadas como si alguien las hubiera esculpido a cuchillo. Era un hombre delgado, cosa que resaltaba la ropa que llevaba y que parecía venirle grande. El pelo oscuro, lacio, grasiento, transmitía la idea de que la higiene no se encontraba entre sus prioridades. Dispuesto a no dejarse llevar por los prejuicios, él prefirió ignorarlo discretamente con la idea de no llamar su atención. Así me dejará en paz, se dijo.
¡Lo quieren todo para ellos!, continuó vociferando el hombre. No se sacian con nada. Te quitan la casa. Te quitan el coche. Te quitan la familia. Te lo quitan todo. Te quitan, incluso, tu nombre. ¡Eh!, le dijo. Él lo miró de reojo, pero no le respondió. Había tecleado mal el pin de la tarjeta de crédito y la pantalla le demandaba que repitiera la operación. Oye, ¿cómo te llamas?, le preguntó el hombre. Pero él, abrumado, confundido, no le siguió la corriente. Eh, chaval, le dijo. Te hablo a ti. ¿Cómo te llamas? Como no decía nada, el otro siguió a lo suyo. No lo sabes, ¿eh? ¿O no te acuerdas? El hombre se río. ¿Lo ves?, dijo. No es que no te acuerdes. Tú crees que no te acuerdas, pero no es eso. Te lo han quitado ellos. Menudos hijos de puta. ¡Gentuza!, gritó. Están todos compinchados. Si lo sabré yo. ¿Y sabes por qué lo sé? ¡Eh, te digo a ti! ¡Te estoy hablando! Que digo que si lo sabes. El chico trató de recordar de nuevo el número del pin de la tarjeta. Estaba seguro de que era el que había puesto antes, pero, como se lo habían rechazado, estaba empezando a dudar. Porque trabajé para ellos, continuó el hombre. Qué… ¿Cómo te has quedado? El hombre se rio de nuevo. ¿A que no te lo esperabas? Claaaaaro, has pensado, con esa pinta qué coño va a trabajar. Nah, no tienes ni puta idea. La gente no tiene ni puta idea de lo que pasa. Esos, los del banco, ¿sabes lo que son? Son unas ratas. No, perdón. Son peor que ratas. Las ratas tienen más empatía que esa panda de cabrones, te lo digo yo.
Al fin se arriesgó, marcó el número y esperó. Pero no son los únicos, no te creas. ¿Sabes quién más son ratas? Los políticos. Esos también son ratas. Peor que los del banco, te diría. Bueno-qué-digo-que-van-a-ser-peor-que-los-del-banco-son-iguales, dijo para sí de carrerilla, el hombre. Ahí están. Pero si viven como reyes, coño. Y mientras, el pueblo, la gente, a tragar. A pagar impuestos. Y a pagar la luz. Y el agua. Y venga y dale. ¿Y qué hacen ellos? Nada de nada. Hablar y hablar y hablar. Están todo el puto día hablando, los cabrones. No se callan ni bajo el agua. Total, ¿para qué? Para marearnos. Nos tienen agilipollaos con tantas palabras por aquí y por allá. Así no hay quien se aclare. Y la gente ahí, ala, a votar. Pero, ¿para qué?, me digo yo. ¿Tú sabes una cosa? Esta mierda del virus se lo han inventado ellos para tenernos acojonados. Si ya lo decía mi madre. ¿Tú sabes lo que decía mi madre? Y él que había visto que de nuevo la pantalla volvía a decirle que el pin era erróneo, se giró hacia el hombre, ahora un poco más nervioso. ¿Sabes lo que decía?, repitió el otro, indiferente a aquella mirada torva que le dedicaron. Decía, “mandar es muy fácil, eso lo hace cualquier. Lo difícil es crear comunidad”. ¿Qué te parece?, le dijo el hombre mirándole fijamente a los ojos. ¿Tú crees que esta gente sabe crear comunidad? ¿A qué no? No tienen ni puta idea.
Frustrado el segundo intento de marcar el código de la tarjeta y algo agobiado por el constante parloteo del hombre, empezó a perder la paciencia. Ya solo le quedaba un intento. Si se equivocaba de nuevo con el número, la tarjeta quedaría totalmente anulada. Ni puta idea, repitió el hombre. ¿Y quién nos defiende a nosotros de tanto hijo de puta que anda suelto? ¿La policía? Nah, esos son unos mandaos. ¿Los jueces? Son como los políticos, todos corruptos. ¿Los periodistas? ¡Vaya!, exclamó, y de nuevo le entró la risa. Y él que estaba a punto de poner el número en el cajero, se detuvo. Vaya cabrones también, dijo el hombre. Yo ya no leo los periódicos. Ni uno. Ni veo la televisión. La televisión te atonta, dijo poniendo el dedo índice en la sien. Te duerme. Todo son mentiras. O no dicen toda la verdad. Ya lo decía mi madre: “peor que no saber, es saber a medias.” Anda y que les jodan a todos. ¿Tú sabes lo que haría yo? Yo, si fuera la gente, bueno, yo soy gente, me refiero a la gente de verdad, vosotros, la gente, saldría a la calle y les montaría un buen pollo. Él puso el primer número. Trató de concentrarse y se atrevió con el segundo. Después, el tercero. A lo lejos oía, sin comprender ya, lo que decía la voz del hombre. El cuarto. Esperó. La pantalla dijo: el número es erróneo. Apesadumbrado, sacó la tarjeta del cajero y enfilo la calle. Detrás de él el hombre seguía sentado en el mismo banco. ¡Eh, chaval! ¿Qué te ha pasado? Él no le contestó. Se lo han quedado todo, ¿a que sí? ¡Ya te lo dije! Si es que no hacéis caso a nada, coño. Que ni sé pa qué estudias tanto si luego os la meten de lado. Eh, chaval. ¿Cómo te llamas? Y el hombre, se rio. GERARDO LEÓN