El globo azul

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¿Y si empezamos por el final? ¿Dónde comienzan realmente las historias? Esta termina precisamente cuando aquel hombre que iba conduciendo de regreso del trabajo, se despistó un instante pensando en cuánto le molestaba la mascarilla que llevaba pegada en la boca y que para qué la llevaba puesta si iba dentro de su coche, sin molestar a nadie, y qué pesada se estaba poniendo la gente con estas cosas. En ese momento, algo, una mancha, un bulto se cruzó por un lateral de su campo de visión, colocándose rápidamente delante del vehículo. Sorprendido, dio un ligero volantazo hacia la derecha, pero no pudo evitar que el bulto acabara bajo las ruedas del coche. Oyó una especie de estallido. ¡PAM! Nervioso, miró por el espejo retrovisor, pero no vio nada, salvo esa pequeña mancha, parecida a una bolsa de plástico, que ahora caía dando piruetas en medio de la carretera. Ahí terminó el viaje del globo azul, y ahí terminó su historia. Fin.

Antes de caer en la calzada, en la acera, una paloma esquivaba el globo, aún hinchado de aire, justo cuando le iba a pasar por encima. Tras un breve deambular por los cielos, el globo había acabado cayendo a un par de metros de la paloma que se quedó mirándolo muy fijamente, como preguntándose qué era aquello. Emitiendo aquel sonido gutural tan característico de esta especie (¡grrruuuu!), la paloma se acercó a aquel extraño objeto para analizarlo con curiosidad. Precavida, se aproximó lentamente al globo, que ahora permanecía totalmente quieto. Pero justo cuando estaba lo suficientemente cerca como para ver su imagen reflejada en su tersa superficie azul, una ráfaga de aire lo empujó contra la paloma, que se sobresaltó, abriendo de inmediato sus alas para levantarse volando del suelo, dejando pasar el globo que acabaría en la carretera con tan desgraciadas consecuencias.

Si los objetos tuvieran memoria y, por lo tanto, conciencia de su existencia, podemos estar seguros de que, entre las pocas imágenes que hubieran ilustrado su vida antes de acabar bajo las ruedas del coche, habría recordado a aquel grupo de adolescentes que trataron de cazarlo justo antes de acabar su vuelo delante de la paloma. Los chicos se habían reunido, como cada tarde, en la entrada del portal de un edificio próximo. Aunque ahora ya podían salir de sus casas a ciertas horas, en realidad nada había cambiado. Superada la novedad de los primeros días, olvidadas las largas jornadas encerrados en casa junto a sus padres (¡qué coñazo!), borradas de su recuerdo las tardes o las mañanas muertas delante del televisor, o chateando con el móvil, para no decirse nada, con sus amigos, o tratando de esquivar las actividades que les habían mandado sus profesores del instituto vía online (total, si todos iban a pasar de curso, para qué perder el tiempo, se dijeron), ya se estaban aburriendo de nuevo. El pelo largo hasta la cintura, camisetas y pantalones ajustados, mostrando los tobillos, zapatillas tipo sneaker, ellas, el pelo corto con flequillo o un espeso tupé engominado que desafiaba a la gravedad, gorras de béisbol, en algún caso, calzado deportivo de marca y pantalones igualmente apretados delineando su estilizada figura, ellos, aunque no paraban de hablar, en realidad ya no tenían mucho que decirse. En estas circunstancias, la aparición del globo fue para ellos como un bálsamo, una revelación. ¡Mira!, gritó la primera que lo vio aproximarse. Al principio, según el globo se iba acercando hasta el portal donde quedaban cada tarde, se sintieron un poco cohibidos, pero las chanzas y apelaciones que se dedicaron unos a otros, pronto animaron al más alto a tratar de cogerlo. Pero el globo aún volaba a suficiente altura como para que quedara fuera de su alcance y el chico, tras dar un salto, casi se cae de narices contra la acera al chocar con otro chico del grupo, provocando la carcajada de todos los demás. Si el globo hubiera tenido ojos, habría visto después cómo, tras caer al suelo, los chicos se levantaban rápidamente tratando de disimular, echándose la culpa entre sí del accidente a fin de reconquistar la dignidad que se habían dejado, un segundo antes, en la calle.

Qué idiotas, pensó la mujer, al contemplar, divertida, la escena desde la ventana de su casa. Lo dijo en un tono que hasta a ella misma le resultó más agresivo de lo que merecía la situación. Un tono que, en el fondo, no ocultaba una cierta animadversión hacia aquellos chavales a los que, en su fuero interno, no les reprochaba tanto la escandalera que montaban casi cada tarde (¿y no tendrán otro sitio para quedar?, se dijo), como el hecho de ver cómo desperdiciaban en tonterías esa vida que a ellos ahora les sobraba y que a ella ya se le escapaba de las manos sin saber exactamente si la había aprovechado o qué cosa podría haber hecho mejor. Estaba pensando en eso, cuando el globo cruzó frente a su ventana, majestuoso, como la encarnación de una especie de ángel pagano que descendiera de unas alturas que ella, que no era especialmente religiosa, no habría sabido ubicar si alguien le hubiera pedido que lo hiciera. Cuando lo vio aparecer al otro lado del cristal, dejó lo que estaba haciendo y abrió la ventana del salón, asomando medio cuerpo, cruzando, para apoyarse, los brazos en el marco y poder contemplarlo sin obstáculos. Y quién pudiera volar así, se dijo. Libre de normas, de compromisos, de obligaciones, libre, sobre todo, de expectativas. ¡Ay, si hubiera sabido del triste final del globo debajo de las ruedas de aquel coche! Si hubiera llegado a verlo, quizá no habría sentido tanta envidia ni del globo ni de los chicos que estaban montando alboroto casi cada tarde debajo de su ventana. Que míralos, se decía, como si a ellos eso de la distancia social no les incumbiera. Que luego, si hubiera un rebrote del virus, habría que reclamarles a sus padres el precio correspondiente a las molestias ocasionadas si los obligaban a encerrarse en sus casas otro par de meses en el caso de que la cifra de afectados volviera a elevarse.

Pero, ¿de dónde vendría ese globo?, se dijo ella, curiosa. Pero para cuando salió a la ventana a cruzar los brazos sobre el marco para apoyarse, le fue imposible establecer su ruta. Para eso, tendría que haber visto a aquel otro tipo que salió al balcón de su casa para comprobar, a su vez, de dónde venía aquella música tan estridente. Pero el balcón del hombre quedaba a cuatro bloques de la vivienda de la mujer, lo que lo situaba ciertamente lejos de su vista. Buscando con el oído el origen de aquel barullo, tras salir al balcón e ignorando el recorrido posterior que haría el globo hasta la ventana de aquella mujer que lamentaría más tarde cómo aquellos adolescentes perdían su juventud con tonterías, miró hacia la derecha, como a dos balcones de distancia, buscando a aquel otro tipo que todas las tardes sacaba los altavoces para incordiarlo (a él y al resto del barrio) con su insoportable música. Que sí, que, al principio, tuvo su gracia, pero ahora ya cansaba un poco, todos los días igual. Y si hubiera tenido gusto, pero no. Para nada. Hoy tenía el balcón hecho un cisco, todo engalanado de globos de colores y aquel cartel pintado en una sábana que decía: ¡FELICIDADES PAULA! Pues ahora, ¿no estaba celebrando el tío un cumpleaños? Lo que faltaba. Solo esperaba que no alargara mucho la fiesta, que ya se veía llamando a la policía para ver si le paraba los pies. Lo había pensado otras veces, pero hasta ahora no se había atrevido a hacerlo. Llamar a la policía debía ser siempre el último recurso, se dijo. Pero, ¡hombre! Baja un poco el volumen, no seas tan cabrón, pensó. Pero, ¿qué hace esa niña?, se dijo, luego. De repente, uno de los globos salió volando desde el balcón del vecino directamente hacia su él. Cuando, después de esquivarlo de un manotazo, miró de nuevo hacia el balcón del otro, dispuesto, ahora sí, a quejarse, la niña ya había desaparecido. Como siga con la matraca cinco minutos más, esta vez te juro que lo denuncio, que ya está bien, que esto no es normal, hombre, que un rato vale, pero un rato todas las tardes ya se estaba haciendo muy pesado.

Las cosas son como son. En el fondo, ella no quería soltar el globo. Solo quería cogerlo. El azul era su color favorito. Y si quiso cogerlo fue porque se aburría. Para no pincharlo, quiso romper la cinta que unía el globo azul al racimo de globos de otros colores que estaba atado a la barandilla del balcón, pero luego se hizo un lío y el globo se le escapó de la mano. Durante unos segundos se quedó mirando aquella esfera azul que ahora se alejaba flotando, empujada por el viento, hacia el cielo. Como era pequeña, no lo pensó exactamente así, pero si hubiera sido más mayor se habría dicho que vaya manera de acabar la tarde. En cambio, solo dio un gritito de sorpresa y luego, decepcionada por perder el globo, se metió dentro de su casa. Y el caso es que su padre ya se lo había advertido cuando ella le preguntó, “¿puedo coger un globo?” Y su padre le dijo que sí, pero que tuviera mucho cuidado y que no se acercara mucho a la barandilla. Tanto la advirtió que, cuando trató de cogerlo, fue con tanta precaución que se sintió muy torpe y así terminó el globo volando calle abajo.

También es verdad que, como le dijo su padre, “mira que ir a fijarse en el globo con todos los regalos que había recibido aquel día”. Pero a ella lo de los regalos tampoco es que la volviera loca. Ella, en el fondo, hubiera preferido que vinieran sus amigos y sus primos a celebrar con ella su cumpleaños. Que también es mala suerte que le tocara precisamente este mes, con el dichoso coronavirus amargándole la vida a todo el mundo. Y aunque había hablado con ellos por el Skype, y con los abuelos, pues estaba bien, pero no era lo mismo que el año pasado cuando fueron a aquella pizzería y se lo pasaron en grande haciendo el tonto con los amigos del cole, y luego, el domingo, haciendo carreras con sus primos por toda la casa. Pero que este año no podría ser, le había dicho su madre, y que no se preocupa porque en verano, cuando se hubiera pasado esto del dichoso virus, ya volverían a celebrarlo un día cualquiera en la playa. Pero a ella lo del verano le quedaba ahora francamente lejos. O sea, que sí. Que estaba contenta con los regalos porque le habían traído todo lo que ella había pedido, pero que, de alguna forma, ella intuyó que aquello no era una fiesta de verdad y si, finalmente, no había protestado demasiado era porque, a su manera, había entendido el esfuerzo que había hecho su madre para comprar la tarta (que no era la que quería, pero que también estaba muy buena), y que su padre se había pasado todo el día decorando la casa e hinchando los globos que luego ataría en la barandilla del balcón alrededor de esas pancarta que ella también había ayudado a decorar pintando su nombre y las flores de colores que había dibujado alrededor de las palabra “felicidades” escrita en mayúsculas, en letras grandes y gruesas, y en color negro para que la vieran todos los vecinos.

Y aquí es donde empieza realmente esta historia, al final. Se sabe que la vida de los globos es muy breve. Nacen en el momento en que los sacan de la bolsa (porque antes no pueden considerarse aún globos; se les puede llamar globos, pero no están hinchados) y alguien se los mete en la boca y, tomando aire, sopla con fuerza por la boquilla de plástico y empiezan a crecer. ¡Qué breve es la vida de un globo! Pero, ¡es tan intensa! A eso se le llama aprovechar el tiempo que nos dan. GERARDO LEÓN

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