El día que salga

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Esclafado en el sofá del salón como un oso panza arriba, se puso a pensar en todas las cosas que haría cuando le dejaran salir. Primero, iría a visitar a su madre, a la que hacía tanto tiempo que no había visto, salvo por el video-chat. No es que tuviera nada nuevo que contarle. De hecho, hablaba con ella casi cada día, pero no era lo mismo que verse cara a cara, en persona. Verse de nuevo frente a frente, en carne y hueso, a voluntad, sería, se imaginó, el signo de que habían recuperado la libertad perdida. Luego, tenía pensado darse un largo paseo por la ciudad. Saldría de su casa y arrancaría en cualquier dirección y no dejaría de andar hasta que las piernas le dijeran basta, hasta aquí hemos llegado, se acabó. En el trayecto, recorrería las calles de siempre, pero no como siempre, claro, si no de otra manera, distinta. En su imaginación, todo lo de antes, ahora le parecía nuevo, otra cosa. Incluso respirar el aire contaminado de las grandes avenidas se le antojaba un lujo del que no deseaba privarse cuando saliera. Recorrería parques y se adentraría en callejones sin salida solo por el placer de explorar espacios aún desconocidos, por el puro deleite de dejarse llevar por su intuición. Cerró los ojos y, de repente, se vio sentado en la terraza de aquel bar próximo al centro que tanto le gustaba. En la mesa, bajo la sombra de un platanero, una cerveza muy fría, color dorado, espuma blanca sobre su bigote, debajo de la nariz. Se relamió pensando en el primer sorbo.

Tumbado panza arriba en el sofá, juró que, a pesar de todo, no perdería las nuevas costumbres que había ido adquiriendo durante la cuarentena. Ahora que le había cogido el gusto a eso de hacer gimnasia, algo que no hacía desde el instituto, se prometió que no perdería el ritmo. Llevaba semanas enganchado a las clases de una de esas influencers que le había recomendado una amiga y se había dado cuenta de que le estaban sentando muy bien. Acabaría la lista de libros que tenía apilados sobre la mesa de centro del salón, sin dejarse ni uno ni saltarse el orden que había programado solo por el gusto de provocar a la maldita impaciencia. De acuerdo con esta agenda, restringiría sus horas de televisión a lo meramente indispensable. Un rato durante la comida, por ver el telediario, y luego otro rato por la noche, después de la cena, si había algo que le interesase. En caso contrario, cogería el libro que hubiera empezado y se pondría a leer. Se acabó eso de pasar horas delante de la pantalla, alienado, por puro aburrimiento. Había empezado una revolución y ahora no cabía dejarla a medias, pensó.

Siguiendo con su escrutinio, se prometió que seguiría practicando todos esos nuevos platos que había estado cocinando estos días. En el mes largo que ya llevaba encerrado en el piso, había probado de todo, postres, asados, sopas, y había descubierto que no se le daba tan mal. Él, que nunca había frito un huevo, ahora se sentía como esos chefs de la tele. Si no le daba tiempo antes de que le permitieran salir de casa, acabaría de pintar el armario del dormitorio que había estado lijando de acuerdo con los consejos que había sacado de un tutorial de Internet. Si, al final, el experimento salía bien, pensaba hacer lo mismo con la mesa y las sillas del salón y, luego, con la estantería del estudio. La casa necesitaba un cambio de imagen y ahora que había empezado el proceso, no pensaba abandonarlo. De la misma manera, tirado panza arriba en el sofá, se prometió que seguiría manteniendo todas las relaciones que había estado repasando estos días de encierro. Viejos amigos, familiares con los que antes apenas hablaba más que de vez en cuando y con los que ahora había descubierto que podía mantener una conversación animada.

Pero, si había algo con lo que se sentía comprometido era con ese libro que al fin había empezado a escribir. La idea le andaba rondando por la cabeza desde hacía mucho tiempo. Recordaba el día exacto en el que se le ocurrió. Sucedió una noche de verano, cuando tenía veinte años y aún estaba estudiando en la universidad. De repente, alzo la vista hacia el cielo y la vio. Fue un instante. Era como una estrella fugaz, pero no era exactamente una estrella fugaz. Tampoco era un avión, de eso estaba muy seguro. El caso es que aquella luz, que luego desapareció tan rápido como había aparecido, le hizo imaginar que dispararía una serie de acontecimientos que terminarían provocando un cambio en el orden del mundo. La solución de la trama aún no la tenía completamente perfilada y había personajes que intuía, pero cuya función en la historia todavía no había resuelto. Lo que sí tenía claro es que sería un relato construido con un estilo distinto a todo lo que él había leído hasta entonces. En realidad, no era una historia propiamente dicha. Era, más bien, un tratado. Una especie de ensayo ficcionado que se movería entre el rigor para-científico de un Asimov, el tono detectivesco y, a la vez, metafísico de K. Dick, combinado finalmente con unas buenas dosis de ese gusto por la crítica social del viejo George Orwell. Dicho así, podría parecer un lio, pero en su cabeza era, desde luego, una obra maestra.

Tumbado panza arriba en el sofá de su salón, pensaba en todo esto. En los últimos días, había escuchado en todas partes noticias del nuevo mundo que se avecinaba tras la pandemia y él tenía claro que quería formar parte de él. Las cosas no podían seguir igual que siempre. Algo tenía que cambiar y ese cambio llegaría, sin duda, de este profundo proceso de auto-análisis al que se habían sometido durante el encierro, individualmente, pero, sobre todo, como sociedad, como grupo. El plan resultaba, a simple vista, muy atractivo, pero, si lo pensaba un poco más en serio, se preguntaba, ¿en qué consistía exactamente ese cambio? ¿Cuáles eran sus directrices? Entonces, recordó cómo era todo y se dio cuenta de que, vuelta la normalidad, regresarían también todos esos obstáculos que se interponían a sus buenas intenciones y proyectos.

Y él, en el fondo, sabía que, cuando se restituyese el orden, se olvidaría de llamar a los amigos, como hacía ahora (y sus amigos se olvidarían de llamarlo a él, enredados cada uno en sus propios compromisos personales). Sabía que, si le daba tiempo, acabaría el armario del dormitorio, pero el resto de muebles, ya se vería. Al fin y al cabo, no era tan mañoso como había creído cuando empezó. Lo de cocinar, pues bien, quizá se quedaría con eso. En cualquiera de los casos, tenía que comer. No le gustaba la televisión, pero también se dio cuenta enseguida de que, luego, cuando llegara a casa cansado del trabajo y sin ganas de hacer nada, le sería más sencillo “conectarse” a uno de esos programas tontos que veía, antes que ponerse a leer, tarea que siempre demandaba mucho más esfuerzo y atención. Y tiempo. De la gimnasia ni hablamos. Lo de la cerveza, sí. Eso sí lo haría con la misma frecuencia de antes. Daría sus paseos, por supuesto, más cortos de lo que había imaginado, pues también sabía que, una vez lo extraordinario se tornara de nuevo ordinario, perdería esa ilusión de la novedad. Y en cuanto a su madre, quizá prefería hablar con ella por teléfono, después de todo. Así se ahorraría muchos problemas. Si la mujer no fuera tan entrometida, pensó. Estaba cansado de que se metiera en todo lo que hacía o decía. A veces, eso le ponía muy nervioso y un poco de distancia tampoco estaba mal.

Y la novela. Bueno, la novela. Sí. Después de cinco días trabajando en el texto, lo había dejado apartado para que reposara. Tras emborronar varias páginas, las había dejado en un cajón y había intentado olvidarse de ellas. Con esta estrategia, aspiraba a sacarlas varios días después, a fin de leerlas más fresco, tratando de que ahora no le influyese cuánto había peleado con aquella coma, con ese punto, con aquel punto y aparte. Al fin, se decidió a retomarlo. Cuando lo leyó, se quedó paralizado. La verdad es que aquello era una auténtica basura. No tenía el más mínimo sentido, un puro divagar hacia un “no se sabe dónde” que ni él mismo, que lo había escrito, era capaz de hilvanar con un mínimo de coherencia. ¿A dónde iba aquello?, se preguntó. Le entró dolor de cabeza. Se tomó una aspirina y se tumbó panza arriba en el sofá del salón. Se quedó dormido. Cuando despertó, se sintió un hombre nuevo. Otra vez, volvió aquella sensación de plenitud que le había invadido antes de leer las páginas. Pensó que no debía desanimarse. Un tropiezo no es un fracaso completo, se dijo. Solo era una fase hacia el paso siguiente. Al fin y al cabo, era lo primero que escribía. Quizá el problema era que había puesto sus expectativas demasiado altas. Así, satisfecho, se dio la vuelta en el sofá y pensó que a ver cuándo lo dejaban salir. Necesitaba dar un paseo, verlo todo desde una perspectiva completamente nueva. Llevaba demasiado tiempo encerrado. Después, feliz de ver las cosas de otra forma, se dio la vuelta y pensó: ahora me levanto. GERARDO LEÓN

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