Vamos a empezar el año descubriendo algunas de las joyas que custodia el Museo de Bellas Artes de Valencia de la mano de su director Pablo González Tornel. Pero antes de empezar con él el recorrido le hemos pedido que nos explique ese mantra repetido tantas veces por políticos y medios de comunicación valencianos, el de que la pinacoteca que él dirige desde 2020 es la segunda de España. ¿Es cierto? ¿La segunda en qué? Efectivamente, dice Tornel, cuando uno establece un ranking primero tiene que dejar muy claro qué ítems está valorando. Cuando hablan de la segunda pinacoteca de España se refieren al volumen de la colección, y en ese sentido, es verdad que el Museo de Bellas Artes la tiene muy voluminosa. Pero lo que hace especial a este museo es, según su director, que tiene obras de calidad muy alta en todas las épocas que toca su recorrido cronológico —desde la baja Edad Media hasta el siglo XX— gracias a que se encaja en un territorio que ha sido centro de intercambio internacional en el que se han dado altísimas cotas de maestría artística. De ahí que el museo pueda ofrecer un discurso sostenido de elevada calidad que va, desde los retablos del gótico, a la pintura renacentista de Joan de Joanes, al barroco naturalista de Francisco Ribalta y Jerónimo Jacinto de Espinosa, a la pintura del siglo XIX de Vicente López, Mariano Salvador Maella o Joaquín Sorolla, artistas cumbre de la Historia del Arte de Occidente.
Retablo de los siete Sacramentos (1396-97)
Ahora sí, empezamos el recorrido por algunas de las joyas del Museo de Bellas Artes con un pequeño retablo pintado a principios del siglo XV para una capilla patrocinada por el monje Frai Bonifacio Ferrer, representado en la predela. Lo importante de la calle central, ocupada con la Crucifixión, es que de la herida en el costado de Cristo emergen unos hilos de sangre que desembocan en escenas que narran las siete obras de misericordia. El autor de este retablo es uno de los mejores pintores europeos del gótico internacional, Gherardo Starnina, un artista toscano que emigra a Valencia a principios del siglo XV con unos estándares de calidad enormes y un manejo de la pintura al temple (con huevo como aglutinante) admirable, con la que consigue algo muy difícil: el efecto de transparencia de las aguas sobre las piernas de Cristo. Los detalles arquitectónicos de colores claramente irreales y las naturalezas detallistas —también irreales (las rocas son de color verde)— nos hablan de un pintor que está en lo más alto de la vanguardia del gótico internacional dentro de una Valencia que es creadora de estilo.
Ecce homo (1430-50)
Joan de Joanes es un pintor del siglo XVI que, en teoría, nunca viajó fuera del Reino de Valencia para formarse, pero que conocía la alta maniera italiana con la que construyó un estilo tremendamente personal y reconocible que establece una de las cotas más altas de todo el siglo XVI español. Este eccehomo recoge la devoción (muy valenciana) por la sangre de Cristo, subraya la parte más humana del Creador dándole un tratamiento excepcional a su anatomía, a la trasparencia de sus venas de las manos, a la corona de espinas clavada en la frente y a los goterones de sangre seca que recorren su rostro. Estamos viviendo el momento previo a la Crucifixión en el que Jesucristo, maniatado, ha sufrido la flagelación, la coronación de espinas y los insultos, y, todavía vivo, humillado y sufriente, interpela al espectador con la mirada mientras las lágrimas transparentes se deslizan por sus mejillas. Es una obra que explota de manera inusual (en el siglo XVI) la capacidad de la figura aislada para proyectarse hacia el espectador a partir de un fondo negro. No tenemos referencias espaciales, porque se quiere crear la sensación de que Jesucristo está con nosotros.
Santa Águeda (1635-40)
Massimo Stanzione es un pintor que desarrolla su carrera durante la primera mitad del siglo XVII en Nápoles, la ciudad más poblada y rica del mundo, integrada dentro del sistema de reinos de la Corona de Aragón de la Monarquía Hispánica. En este contexto, lo que ocurre en Nápoles tiene mucho que ver con lo que sucede en Valencia, en Madrid o en Palermo, así que rápida como la pólvora se pudo mover el influjo de artistas como Caravaggio, estrella de la pintura napolitana. Por otro lado, mantener el catolicismo absolutamente puro se convirtió en cuestión de estado en la monarquía española, y en el empeño por acercar la religión a los fieles jugó su papel el arte, cuyas escenas religiosas serán pintadas como cotidianas, cuyos santos parecerán seres humanos corrientes. Esta Santa Águeda es un producto maduro del barroco tenebrista y en él se repite lo que ya hemos visto en el eccehomo de Juanes: Santa Águeda, sobre fondo neutro, comparte espacio con nosotros. Ha perdido cualquier referencia a su santidad (no la coronan halos, ni porta tributos), pero se relaciona con la divinidad porque orienta su mirada hacia lo alto. Solo cuando nos fijamos en cómo sujeta su vestidura blanca para taparse los pechos descubrimos que no es una mujer vulgar, sino la santa que fue martirizada cercenándoles los pechos. Estamos ante una santa que durante mucho tiempo fue leída como modelo de resistencia de la mujer frente al hombre porque, antes que ceder, prefirió que la mataran.
El retrato de la tiple Isabel Bru (1904)
Joaquín Sorolla es el pintor español más importante del periodo de entresiglos. Se forma en un ambiente de explosión artística en la Valencia de segunda mitad del siglo XIX y se pasa varios años recorriendo Italia, donde entra en contacto con esos macchiaioli (“manchadores”) que descomponían las escena a través del uso de la mancha de color, casi con empastes directos, sin apenas dibujo previo. Sorolla fue un superdotado de la pintura que supo destilar muy bien diferentes influencias para crear un estilo muy personal en los géneros típicos de la época: la pintura de historia, el paisaje y, por encima de todo, el retrato. También encontrará un nicho de mercado en la pintura costumbrista de un Mediterráneo feliz que proyecta la visión idílica del mundo del mar, la agricultura y la pesca. Hará del empleo de la luz y de su manera deshecha de pintar su seña de identidad. En El retrato de la tiple Isabel Bru todo está construido en torno al brillo del vestido de tonos blancos y aguamarina de la soprano valenciana. De hecho, su cara parece casi en penumbra porque todo el foco lumínico se centra en este símbolo de estatus en el que Sorolla presume de pericia plasmando la reverberación de la luz, su gran don. Las referencias espaciales aparecen resultas con cuatro brochazos (algo muy velazqueño) de manera que el espacio deviene irrelevante, ella es lo auténticamente importante.
El amo (1910)
Antonio Fillol es un contemporáneo de Sorolla que se mueve entre dos corrientes pictóricas. Por una parte, el costumbrismo alejado de la estética dominante del momento que practicaban pintores como Pinazo o el propio Sorolla. A Fillol le gusta el acabado pulido de la obras. Por otra parte están sus obras de corte social, concebidas en una época en la que triunfan las pinturas cosmopolitas y refinadas. Fillol reflejó los problemas de la sociedad con técnica realista y encuadres tremendamente modernos que parecen tomados de la fotografía, de ahí que carezcan de la belleza de una composición pictórica. En el encuadre de El amoaparecen tres figuras: una mujer joven llorando en el suelo, un hombre enfadado que se dirige hacia el espectador con una guadaña en la mano y una anciana que entra para socorrer a la mujer. Pero atentos, hay un sombrero de señorito en primer plano y es el que nos cuenta la película: estamos asistiendo a una violación. Hace un instante, el señorito ha entrado en la casa de los campesinos que labran sus tierras y ha ejercido su derecho de pernada sobre la joven, pero el marido se ha encarado con él y le ha herido con la guadaña, de la que caen gotas de sangre. Esta escena no es una simple foto fija de algo que solía suceder, es una escena que increpa al espectador, lo acusa, lo convierte en el violador.