Cómic. Sueños e historia

HASTA EL DOMINGO 29/10
CAIXAFORUM. Eduardo Primo Yúfera, 1A

Pocos días después de la inauguración de Cómic. Sueños e historia moría Francisco Ibáñez, el padre de Mortadelo y Filemón y de tantos otros personajes para la historia gráfica española, como los vecinos de aquel mítico edificio 13 del Rue Percebe que se recrea a gran escala en la muestra. El valenciano Paco Roca deja su huella con un diorama autorreferencial en el que él mismo, delante de su mesa de dibujo, mira hacia atrás para reconocer la labor de los maestros que le precedieron. Y es que, la española, con sus exitosas revistas satíricas de tiradas infinitas, es una de las tradiciones europeas más destacadas del género. La exposición plantea un recorrido cronológico que arranca con la aparición de los primeros globos en las viñetas de la prensa estadounidense y europea, cuando se empezaron a enmarcar dentro de bocadillos flotantes los diálogos de sus personajes. La invención se le atribuye a The Yellow Kid (1895-98), de la que podréis ver una reproducción y un original, muy difícil de conseguir porque en aquella época incipiente no tenía ningún valor, lo importante para los autores era ser publicados y el público ni se planteaba que detrás de aquellos dibujos hubiera un artista que dibujaba a mano alzada. En los años setenta cambiaría el paradigma y empezó la compraventa de originales que llegan a alcanzar los tres millones de euros. Salpican la muestra grandes clásicos de la historia del cómic como Little Nemo in Slumberland (1905) donde Winsor McCay narraba cada domingo en New York Herald los sueños de un niño llamado Nemo antes de caer de la cama en la última viñeta. O Krazy Kat (1913) de George Joseph Herriman, un autor alabado por el mismísimo Picasso. Hasta los años veinte el cómic tuvo una clara intención humorística (de ahí su nombre), pero empezaron a aparecer el realismo y el afán de aventuras en personajes como Dick Tracy (1931), Betty Boop (1926) o Popeye (1929), que poco tenían de infantiles, o de Tarzán (1929) de Harold Foster, autor meticuloso que llegó a invertir noventa horas en crear su viñeta semanal de El Príncipe Valiente (1937) y tuvo la osadía de hacer que el personaje envejeciera con él. Después de la segunda guerra mundial proliferaron los cómics para adultos cargados de sexo, gángsters y violencia, pero en Estados Unidos, era de esperar, se hizo fuerte un movimiento puritano que les señaló a los editores el camino de la autocensura (inventaron el Comics Code Authority en 1954) y los superhéroes empezaron a lucir músculo en sus aventuras blancas de moral intachable. En la muestra de Caixaforum está expuesta una de las primeras páginas de Spiderman (1962) firmada por Steve Ditko. Cambiando de tercio, en el apartado local, desfilan personajes de Editorial Valenciana como Roberto Alcázar y Pedrín (1940), El guerrero del antifaz (1944) o Pumby (1954), y se cuela alguna portada de la revista TBO editada por Bruguera, el otro gran motor del cómic español que nos ha legado la palabra “tebeo” y a ilustres como Zipi y Zape (1948) o Súperlópez (1973). El siguiente apartado está dedicado al cómic franco-belga con el inefable Tintín a la cabeza, del que se ha traído un original a pesar de lo complicado del asunto: el 99% de ellos los atesora la fundación Hergé. Como no, también tienen su espacio Astérix y Obélix de banquete con el bardo maniatado en una esquina o el Blueberry de Jean Giraud antes de ser conocido como Moebius. En la sección italo-argentina saca la cabeza un original de Mafalda y el recorrido acaba con cómic digital, novela gráfica de Will Eisner, fanzines, cómics undergroundde Robert Crumb, Gilbert Shelton o Charles Burns y un original de Calvin y Hobbes de Bill Watterson, un autor que siempre ha renegado del merchandising y que se niega a vender originales, como mucho se los regala a sus amigos y ¡ay! de aquel que ose venderlos para hacer caja. Caixaforum nos presenta el cómic como testigo de la realidad y como creador de ilusiones paralelas donde tienen cabida dos agentes secretos de la T.I.A algo tontos que reflejaron las tensiones profesionales que se vivían en la España de posguerra y siguieron enganchando a los españoles generación tras generación durante más de sesenta años. S.M.

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