The sisters brothers & La tragedia de Peterloo

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Título original: The sisters brothers · Jacques Audiard · Francia · 2018 · Guion: Jacques Audiard, Thomas Bidegain · Intérpretes: Joaquin Phoenix, John C. Reilly, Jake Gyllenhaal…

Título original: Peterloo · Mike Leigh · UK · 2018 · Guion: Mike Leigh · Intérpretes: Rory Kinnear, Maxine Peake, David Bamber…

Ya hemos llamado la atención alguna vez en este espacio sobre la sorprendente evolución que ha sufrido el género del western en las últimas décadas. Un género que, si bien ha perdido su podio dentro de la cultura popular, goza de un sanísimo estado de salud, campo de experimentación en el que directores de toda procedencia estética (desde clásicos como Clint Eastwood a glorias del cine indie como Jim Jarmusch o los hermanos Cohen) han encontrado la arcilla necesaria para llevar adelante propuestas a cada cual más original. A esto se une, en los últimos tiempos, la curiosa particularidad de la aportación a un modelo de ficción tan genuinamente americano (como narración y desde el punto de vista histórico) de directores procedentes de Europa. Era el caso, por ejemplo, del escocés John Maclean y la inclasificable Slow west, o ahora con la incorporación del francés Jacques Audiard y su último trabajo: The sisters brothers. Directores que, además, no se conforman con utilizar los elementos del género para construir ficciones estéticamente atractivas, sino que, cada uno a su manera, se atreven a adentrarse (y cuestionar) la raíz misma de lo que en otro tiempo se conoció como “la conquista del oeste”, forja de ese país que son los Estados Unidos, con toda la carga política que esto conlleva.

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La cinta de Audiard se suma a una serie de trabajos que vienen a cimentar un reciente pero ya largo ejercicio de desmitificación que, desde la ficción cinematográfica, se está realizando en torno a este proceso de expansión territorial que acabaría por unir las dos costas de América del Norte. Desmitificación estética, por un lado, y dramática por otro. En el primer caso, y emulando trabajos como los del mencionado Jim Jarmusch, el oeste de Audiard es un espacio sucio y depravado, sazonado de ciudades embarradas, construidas siguiendo la estela marcada en el mapa por el empuje de la llamada fiebre del oro. Resulta particularmente destacable, en este aspecto, la manera en la que el equipo de producción de la película, bajo la batuta del director, va construyendo esta imagen que sirve de trasfondo y contrapunto del drama de los personajes. No es algo que quede especificado por ninguna línea de diálogo ni que influya necesariamente en el trascurso de la acción. Es el ruido de fondo que acompaña a una historia mucho más compleja de lo que parece a simple vista. Un detalle aquí, otro allá, la cinta va dinamizando su discurso entre el primer y el segundo término de unas imágenes que hablan por sí solas, quizá uno de los mayores y más interesantes logros de esta producción. Aunque no es el único.

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El mundo que ha diseñado Audiard es un mundo sin ley donde solo reina un mandamiento: el que dicta la codicia del más fuerte. Y eso, en la práctica, se traduce en un indecoroso empleo de la violencia. Una violencia que aquí se presenta fuertemente descarnada, brutal, y no solo por el hecho mismo de los muchos actos violentos que veremos, sino por la forma en la que se recurre a ella. Al comienzo de la película, asistimos a un suceso perturbador. Nuestros dos personajes protagonistas, dos pistoleros a sueldo de un siniestro hombre al que llaman “Comodoro”, rodean una casa solitaria situada en una amplia llanura en mitad de la noche. La oscuridad queda rota por el centelleante colapso de las ráfagas de fuego que emiten las pistolas. Cuando los asaltantes entran en la casa, matan a los habitantes que aún quedan vivos sin ninguna consideración ni la más mínima atención al hecho de que detrás de esas muertes hay seres humanos. De ahí y prácticamente hasta el final de la cinta, vamos a asistir a una auténtica carnicería que, despejando la pátina de comedia que cubre la película, si nos impacta como espectadores será precisamente por eso, por una crueldad ejecutada desde la más absoluta indiferencia. Violencia como expresión de la deshumanización de un hombre que ha perdido cualquier atisbo de moral, entregado a un orden igualmente perverso. Y es aquí donde el trabajo de sonido se hace francamente reseñable. Resulta difícil entender cómo puede cobrar verdadero sentido esta propuesta fuera de la sala de cine. En manos de Audiard, la violencia no es solo la sangre que corre por todas partes, es el demoledor chasquido del martillo de las pistolas, el estruendo ensordecedor, pesado, pues tiene verdadero volumen, de cada disparo, la caída de los cuerpos contra el suelo.

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Pero, en medio de este rio de sangre y codicia, surge, nos dicen Audiard y su co-guionista, Thomas Bidegain, el sueño de la utopía, la necesidad de construir otro mundo distinto, un lugar al margen, un refugio donde sea posible la hermandad entre los hombres. Y, por un momento, parece que los hermanos Charlie y Eli Sisters van a conseguirlo gracias a la amistad del hombre que van persiguiendo por encargo del Comodoro. Porque de eso va esta película, en primer término, de la posibilidad de la amistad, de la necesidad de esa camaradería que aparece en los momentos de crisis, de los sentimientos que surgen cuando, por un instante, dejamos de lado las necedades a las que nos empuja el mundo que nosotros mismos hemos construido y de las que participamos casi por voluntad propia, como si no hubiera otra alternativa. Es aquí cuando la película muda su piel de relato más o menos de época y muestra sus verdaderas cartas para hablarnos a nosotros, los hombres del mundo contemporáneo, sumergidos en una violencia similar a la que generan y padecen Charlie y Eli. Nuestra violencia no es tan sucia como la del viejo oeste, pero de alguna manera es igual de depravada. ¿Hay esperanza?, se preguntan Jacques Audiard y Thomas Bidegain. La respuesta no es sencilla. Puede que la utopía sea un sueño que aún nos quede lejos, una ilusión quizá imposible, pero con un poco de suerte podemos conseguir algo que se acerque un poco a ella. Dejaremos estas últimas líneas de texto para honrar el exquisito trabajo del director de fotografía belga Benoît Debie (Lost river), así como la banda sonora de un Alexandre Desplat que ofrece una partitura personalísima y evocadora como pocas veces se ve en el cine contemporáneo. Una delicia.

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De eso mismo, de utopías, trata también la última producción del realizador británico Mike Leigh, La tragedia de Peterloo. Y casi en una época similar, solo que en otro continente.

Nos situamos ahora en la vieja Inglaterra, el año 1819, poco tiempo después de los sucesos de la batalla de Waterloo en la que Napoleón Bonaparte sería derrotado por las tropas comandadas por el Duque de Wellington. Tras el regreso del frente, el parlamento inglés decide premiar la labor del insigne militar con una escandalosa suma de dinero. Mientras, el pueblo llano padece de hambre por culpa de la subida de precios del pan a consecuencia de los aranceles al trigo extranjero impuestos por el gobierno para favorecer a los terratenientes locales. Estamos ya en los primeros pasos de la revolución industrial y Manchester es un centro manufacturero muy importante. Pero, a pesar de los avances técnicos, los obreros de las fábricas apenas ganan lo necesario para alimentar a sus familias. En medio de todo esto, un fuerte movimiento de protesta reformista se extiende entre las clases populares. Su objetivo: conseguir el sufragio universal y, con él, la asignación de representantes locales que defiendan sus intereses y necesidades en la capital del reino. Obviamente, el movimiento no hace demasiada gracia entre las clases poderosas, que se preparan para reprimir una importante concentración de protesta.

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Leigh ha construido un relato que, como en el western de Jacques Audiard, también quiere hablarle al presente. El propio Leigh ha reconocido en varias entrevistas que su película está inscrita dentro del contexto que vive su país a causa del colosal terremoto que ha provocado el Brexit. Para el director de Secretos y mentiras, las clases populares británicas se encontrarían actualmente en la misma situación de sometimiento en la que se encontraban en ese pasado solo aparentemente remoto. Arriba, una casta dominante que disfruta de los réditos de sus privilegios dirigiendo el futuro del país de forma harto caprichosa e interesada. Abajo, una clase trabajadora que sufre las consecuencias de todo eso en forma de desempleo y pobreza. Pero es aquí, precisamente, donde parece que se equivoca el realizador, al tratar de hablarle a este presente en términos de aquel pasado.

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Dejando de lado esta vez la impecable factura y puesta en escena a la que nos tiene acostumbrado el director de piezas magníficamente tratadas como su anterior cinta, Turner, el problema en el que Leigh cae esta vez es, precisamente, en ese retrato algo maniqueo de la lucha de clases que trata de exponer. Si lo que pretendía Leigh era elaborar un panfleto que, como las arengas a las que constantemente se entregan sus personajes, animaran el espíritu de compromiso y solidaridad de la platea, panfleto le ha quedado y, en ese aspecto, nada que objetar. Ahora bien, para según qué espectadores y según en qué momento, esto puede resultar insuficiente, cuando no un poco aburrido. Leigh nos ofrece aquí un retrato que, por momentos, roza la mera caricatura, sin más matices que la exhibición de unos personajes planos y sin aristas. Las clases pudientes, los malos. Los pobres, límpidos como el cristal.

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Y es extraño que un director habitualmente tan sutil como Leigh haya caído en este esquematismo. Salvo algunos retazos en algunas partes del guion en las que se abocetan ciertas contradicciones, La tragedia de Peterloo resulta un relato sin altibajos dramáticos. Para compensar, Leigh se entrega a una estrategia muy inteligente. La mayor parte de la historia transita en la organización y dificultades por las que pasan los personajes para preparar el gran evento. La tensión ante la materialización de lo esperado mantiene el interés del espectador que, en ese sentido, permanece atento a la butaca en las casi tres horas de metraje que tiene esta película. No hay aquí más argumento que este. Lo demás son retazos de las vidas de personajes individuales que sirven, por un lado, para trabar los distintos discursos que atesora la trama y, por el otro, tratar de atrapar a un público que debe sentirse identificado con individuos con los que, salvando las distancias, comparte intereses y dificultades. Pero la sencillez (simpleza) y la excesiva fragmentación de las intervenciones de los personajes dificultan que nos sintamos identificados, enlazados a esa intimidad necesaria para que, cuando estalle el conflicto, lo sintamos como propio. No es que no lamentemos lo que sucede, es que no logramos empatizar con ello. Un caso destacado es el del supuesto protagonista de la película e hilo conductor de los hechos. Al comienzo de la cinta, un joven soldado, Joseph, regresa a casa de sus padres. Ha sobrevivido a la guerra y ahora va a tener que sobrevivir a la miseria que le ofrece su país como “compensación” a los servicios prestados en el campo de batalla. El problema es que, tras estos primeros compases de la película, Leigh se olvida por completo de su señuelo y cuando pretende retomarlo al final de la función, prácticamente nos hemos olvidado de él.

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Pero lo que creo que olvida Leigh en este caso es que ese presente al que se dirige es mucho más complejo que ese pasado que le sirve de simbólica reflexión. Como decíamos al principio, la clase trabajadora (se delimite donde se delimite) sufre, de alguna forma, los mismos conflictos que entonces, pero el contexto ha cambiado. En el caso del Brexit, buena parte de ellos se han puesto de parte de sus supuestos opresores. ¿Cómo ha sucedido esto? Esa es la pregunta. Por otro lado, los intentos de Leigh de tratar de ensalzar las supuestas virtudes del periodismo como garante de las libertades públicas y azote de los opresores hoy tienen muchos oscuros recodos que bien merecerían un análisis más riguroso y perspicaz de lo que nos ofrece la cinta. No, estos no son ya aquellos tiempos, habría que decir. GERARDO LEÓN

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