Qué decir de… Museo & Tres caras

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Título original: Museo· Alonso Ruizpalacios · Méjico · 2018 · Guión: Manuel Alcalá, Alonso Ruizpalacios · Intérpretes: Gael García Bernal, Leonardo Ortizgris, Alfredo Castro…

Título original: Se rokh · Jafar Panahi· Irán · 2018 · Guión: Jafar Panahi, Nader Saeivar · Intérpretes: Jafar Panahi, Behnaz Jaffari, Maedeh Erteghaei, Narges Delaram…

Aunque la arrolladora actualidad, llena de estrenos, nos obliga a deglutir como podamos una larga lista de nombres que, a veces de manera excesivamente generosa, presentamos como la última revelación, es más difícil de lo que parece encontrar una mirada que sea realmente original y refrescante (no confundir con amaneramientos más o menos efectistas). El cine de Alonso Ruizpalacios irrumpió en las carteleras de nuestro país (muy discretamente) con Güeros, una muy sorprendente ópera prima que daba cuenta de una mano sensible para la creación de personajes y, sobre todo, agradablemente descarada en lo político. Allí, dos amigos, Santos y Sombra, ambos estudiantes universitarios, dejaban pasar los días, adobadas sus ambiciones en un nihilismo que, más que pereza existencial, se revelaba como la única salida posible ante un mundo y, en concreto, un país, Méjico, vacío y sin claras expectativas de futuro.

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En su segunda producción tenemos, de nuevo, a dos amigos, Juan y Benjamín. A sus treinta años parece que han dado por perdido el objetivo de terminar sus estudios de veterinaria, y mucho menos emprender un empleo en condiciones que les permita salir de casa de sus padres. Pero, al contrario de lo que podría parecer por su evidente apatía, aún no se han dado por vencidos. Un proyecto demostrará al mundo su verdadera valía como seres provechosos para la sociedad: robar el Museo Nacional de Antropología de Méjico. Perpetrado el extravagante asalto a la cuna de la cultura azteca, se produce un auténtico tsunami en todo el país, herido en su orgullo más profundo.

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Persiste Alonso Ruizpalacios en la senda emprendida en su primera película. En Museo, abandona aquel blanco y negro con el que rodara Güeros para pasarse al color,pero eso no resta ni pizca de frescura a su trabajo. Repite parámetros: personajes alocados envueltos en situaciones en los que su personalidad brilla por encima de los hechos que narra. Es aquello que afecta a sus vidas lo que interesa. Ruizpalacios retoma a los mismos personajes de su anterior cinta y los empuja hacia la siguiente etapa de la vida. Nada ha cambiado, el mismo nihilismo, el mismo desinterés por aquello que se supone que es lo importante, esta vez centrado en lo que afecta a dos hombres que ya han entrado en la edad adulta: tener un buen empleo, formar una familia, tener una casa en propiedad, ya se sabe. Si en Güeros atacaba las bases de los movimientos revolucionarios de los setenta, aquí, entrada la década de los ochenta, se ceba en las expectativas de una clase media satisfecha de sí misma y de sus logros económicos. Ni Juan ni Benjamín parecen muy seducidos ante la idea de seguir los pasos de sus mayores.

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En su nueva producción, Alonso Ruizpalacios ataca, además, los fundamentos y el valor de la cultura en nuestras sociedades virtuales. Una sociedad que se vanagloria de su pasado y su tradición, pero a los que, en el fondo, no les hace el más mínimo caso. Solo cuando ocurre un hecho extraordinario, como el robo que perpetran sus protagonistas contra el corazón de eso que podríamos llamar la honra nacional, se despiertan los afectos, ese sentimiento advenedizo y oportunista que se esconde agazapado en lo más hondo de nuestras psiques. El robo realizado por Juan y Benjamín se convierte en un asunto de preocupación en todo el país, y sus autores son considerados poco menos que como unos desheredados de la patria afrentada, incluso para aquellos que se enmarcan fuera de la ley.  Un sentimiento que se antepone irracionalmente a la lógica de los afectos personales y familiares. Museo se convierte, así, en una especie de mapa emocional de un país, México, y las entretelas de un espíritu nacional hecho de retales, de piezas sueltas que, como en el caso del padre de Juan, solo se muestra cuando alguien las agita, pura hipocresía. Es aquí cuando la metáfora del museo toma cuerpo en la película. Porque, ¿qué es un museo de historia en las sociedades consumistas? Un cascarón lleno de piezas sin valor. Porque no puede tener sentido aquello que no es más que mero decorado, el envoltorio de una identidad vacía. Simple espectáculo, sentimentalismo barato para las masas.

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Pero lo más interesante de Museo lo encontramos, como en Güeros, en el aparato formal. Ruizpalacios parece dispuesto a saltarse todas las convenciones usando cualquier truco que se le ocurra. Como les sucede a sus personajes, todo vale para la cámara del director mejicano: secuencias de cortes rápidos unidas a eternos planos secuencia y, en una de las escenas más irónicas del film, planos congelados que no están congelados realmente. Con todo esto, Ruizpalacios se mueve entre el realismo y el surrealismo más descarado, pues descarada e irreverente es su propuesta. Basada en un hecho real, el robo en la navidad de 1985 del Museo Antropológico de Méjico, Museoes reflexión sobre la verdad que se esconde tras los hechos supuestamente narrados por los medios de comunicación y, por ello, de la propia verdad cinematográfica. Porque, como reflexiona la voz en off que nos acompaña a lo largo del relato, ¿cómo podemos saber lo que pensaban o los motivos que impulsaron unos hechos de los que no fuimos protagonistas? Por encima de la verdad periodística se eleva la verdad de la ficción. No importa lo que ocurrió realmente, sino aquello que nos están contando. Y si bien, por eso de que recurre al mismo tipo de personajes y un estilo irónico muy similar, Museo se presenta menos desconcertante que Güeros, su apuesta nos confirma la presencia de una mirada a tener muy en cuenta para el futuro. Eso sin dejar de otear el peligro de caer en una cierta repetición. Cuidado.

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Aunque su carrera ya llevaba algunos títulos a cuestas, el cine de Jafar Panahi cobró verdadera relevancia a nivel internacional a raíz de la prohibición del gobierno iraní de permitirle salir del país y rodar más películas, consideradas impropias para el régimen y, de nuevo, una afrenta a su pueblo. Como respuesta a esta reclusión física y artística forzosa, Panahi rodó una película cuyo título ya implicaba toda una declaración de intenciones. Esto no es una película jugabacon un doble sentido. Por un lado, daba cuenta de su apuesta formal al estar rodada con móviles y todo tipo de dispositivos con los que Panahi demostraba que se puede hacer cine sin contar con muchos recursos. Por otro lado, aquel título era toda una provocación ante sus censores. No, esto no es una película, parecía decirles el cineasta, así que estrictamente estoy cumpliendo con mi condena. Pero sí lo era. Después vendría Taxi Teherán donde, cuatro años después, el propio Panahi se ponía otra vez ante la cámara para contarnos, tras del volante del taxi que daba título a la cinta, cómo transcurre la vida en el Teherán moderno. Para ello, se valía de una serie de webcams que daban verosimilitud a una propuesta que jugaba con la apariencia de realismo y tenía como meta una provocación: no vais a pararme.

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En Tres caras, Jafar Panahi abandona la ciudad para visitar y mostrarnos el mundo rural, ese otro Irán que sobrevive en pequeñas poblaciones y aldeas aisladas geográficamente de los centros de poder. Panahi, consciente quizá de la relevancia que ha cobrado su propia figura como elemento dramático o restringido por las difíciles condiciones de producción, se pone de nuevo ante la cámara, pero cediendo, sin embargo, la atención a las tres mujeres protagonistas de su historia. En Tres caras, una famosa actriz de televisión recibe un inquietante video de una chica que quiere seguir sus pasos profesionales. Forzada por las circunstancias (que no desvelaremos) la actriz debe visitar a la chica para saber qué ha sido de ella, amiga de una actriz veterana que purga sus días de esplendor en tan recóndito paraje. En el trayecto, tanto la actriz como el propio Panahi se encuentran con un mundo obtuso cuyas barreras les costará penetrar.

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Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención en esta película se refiere al paisaje. Porque esto es lo que hace Panahi, mostrar un territorio. La cámara ya no apunta tanto hacia el interior del coche como a lo que vemos al otro lado de la luna delantera o las ventanillas. Y lo que vemos es una tierra empobrecida, yerma en lo natural, atrasada en lo industrial y lo tecnológico. Un mundo encerrado físicamente, como muestras la única carretera de acceso que hay al pueblo donde vive la chica que director y actriz van a visitar. Esa tierra nos remite inmediatamente a otro paisaje, el humano. Acurrucado tras unas supuestas tradiciones, Panahi nos muestra una sociedad que no admite cambios como única garantía de su supervivencia. Tradición que no está exenta de contradicciones, que admira a las estrellas de la televisión (el éxito económico) a las que desprecia, por otro lado, como ejemplo de sus males morales. Un mundo envejecido que somete a una juventud que, en muchos casos, y especialmente las mujeres, dice Panahi, ya no puede retener o solo puede hacerlo con amenazas y una violencia que palpita tras las palabras y los gestos aparentemente afables.

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En Tres caras, de nuevo hay una cámara oculta que espía, clave del tono clandestino en el que se ha realizado la película. Pero esa clandestinidad viene muy bien, pues eso es lo que hacen los personajes de Panahi, ocultarse a los ojos escrutadores de una comunidad que perciben amenazante. Panahi y sus tres mujeres se muestran como extranjeros en su propia tierra, ocultan sus intenciones, conspiran en las sombras, aunque operen a plena luz del día. Algo así hace Panahi con su cine: oficialmente impedido para hacer películas, el hombre sigue rodando, no hay otra forma de avanzar. Y es ahí donde la cinta funciona como retrato del artista silenciado, tal y cómo les sucede a las tres generaciones de actrices que reúne. Pero la complejidad y la riqueza de la película reside en que, a pesar de lo expuesto, la mirada de Panahi no carga radicalmente contra el mundo que retrata, sino que lo acoge paternalmente. Su mirada es crítica, pero comprensiva, no justifica lo que sucede, lo condena, pero, al mismo tiempo, lo comprende. Su retrato no quiere dinamitar nada, sino que quiere mostrar las complejas sinuosidades de su sociedad, de ahí su sincera proximidad, su humanidad.

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Panahi nos ofrece una obra maestra. Una película que, todavía con pocos recursos, sigue la senda de sus anteriores trabajos, heredera de un Kiarostami, un De Sica o, ya puestos, un Berlanga, aunque no se conozcan. Un relato sencillo, pero de una potencia emocional abrumadora. Algo más libre, la cámara de Panahi parece que va tomando confianza ante la situación de reclusión en la que trabaja el director, como si fuera tentando a la suerte, siempre un poquito más allá en cada paso. Una cámara que abandona los límites de lo íntimo para mirar hacia fuera, a la comunidad. Cuentan las notas de producción que Panahi rodó su película con una cámara que le había mandado su hija desde París, donde reside. Algo parece que está cambiando. GERARDO LEÓN

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