Qué decir de… Mula

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Título original: The Mule · Clint Eastwood · USA · 2018 · Guión: Nick Schenk · Intérpretes: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Dianne Wiest…

Dos cuestiones parecen asomar desde hace un tiempo ante el análisis de las últimas producciones del director norteamericano Clint Eastwood. Al menos desde Gran Torino, las crónicas que abordan cada nueva producción de Eastwood nos remiten a la idea de testamento cinematográfico. Y con el estreno de su último trabajo detrás y, sobre todo, ante las cámaras, no iba a ser diferente. Pero de aquella película hace ya la friolera de diez años y, en el camino, el director californiano ha producido unos cuantos títulos más. No será un servidor quien pretenda otorgarle a Eastwood el don de la inmortalidad. Es evidente que, a sus más de ochenta años, puede darnos el susto en cualquier momento. Pero eso del testamento ya es otro tema. No sé qué tienen de testamentarias, es decir, definitivas, ni aquella ni este nuevo trabajo que nos ocupa. En mi opinión, y como ha confirmado el propio director en varias entrevistas, Eastwood hace el cine que necesita o le apetece según el momento. Y es eso mismo, el “momento” lo que queda reflejado en cada uno de sus fotogramas. Lo otro solo depende de la inevitable finitud de la vida.

La otra cuestión interesante nos remite a la circunstancia de que el responsable de ya clásicos como Sin perdón sea un declarado votante del partido republicano. Un hecho que a muchos comentaristas parece no encajarles, tratando de esconderlo bajo la alfombra, cuando no dejándolo pasar sin más. En un mundo donde toda opinión pasa por posicionarse en los inevitables extremos, sin zonas grises, resulta difícilmente asumible alabar el trabajo de un artista cuyos valores políticos se encuentran en las antípodas de nuestros ideales. Esta sombra ha perseguido a Eastwood desde el comienzo de su carrera, con mayor o menor virulencia, según el contexto. Así, para algunos cronistas y en una pirueta para mi gusto exagerada, Mula pasaría por ser un análisis crítico y demoledor contra esa américa conservadora que muchos relacionamos con esa parte que se sitúa en el interior de los Estados Unidos. Creo que andan un poco desorientados. Puede que su posición sea incisiva, crítica incluso, pero no demoledora (demoler, derribar, tirar abajo). Yo diría que lo que encontramos en Mula es una mirada compasiva con esa América que hoy se siente abandonada por las grandes corporaciones tecnológicas, las élites intelectuales, los lobos de Wall Street y una casta política más preocupada por satisfacer sus ambiciones electorales que las necesidades de aquellos ciudadanos que, se supone, gobierna y protege. Las cosas no son tan simples.

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Mula presenta a Earl Stone, un octogenario dedicado a la floricultura al que el empuje de las nuevas tecnologías le ha arruinado el negocio. Amenazado por una orden de desahucio, Earl encuentra la tabla de salvación en un nuevo empleo. Tras una recepción en casa de su nieta con motivo de su boda, uno de los invitados le propone servir como transportista para unos conocidos. Empujado por la necesidad y tras aceptar la oferta, Earl emprende su nueva tarea con renovada ilusión. Sin embargo, pronto se dará cuenta de que la mercancía que lleva en la trasera de su vieja camioneta puede traerle problemas. Movido por la curiosidad, Earl inspecciona la carga para descubrir que, sin saberlo, trabaja como correo para un cartel de narcotraficantes. Pero sus problemas no acaban aquí. Más preocupado por su negocio de flores que por sus relaciones familiares, a lo largo de los años Earl ha resultado ser un padre y marido francamente desatento e incapaz (llega a olvidarse de la boda de su hija, nos explican al comienzo de la película). Ahora, arrepentido de sus correrías de juventud y a las puertas del otro barrio, se propone arreglar las cosas con su exmujer. Pero no va a ser fácil. Años de abandono no se arreglan tan rápido. Mientras, el cerco que la policía va tendiendo sobre los traficantes se cierne igualmente sobre el viejo agricultor.

Nick Shenk, guionista de la mencionada Gran Torino, es el responsable de este nuevo libreto en su segunda colaboración con Eastwood. Shenk se había fijado en el relato real de un nonagenario que servía de mensajero (la mula que da título a la película) para un grupo de traficantes de coca. A partir de ahí, empezó a elucubrar. El resultado es una pieza que, según ha declarado el propio escritor, sirve de reverso de aquel mítico Walt Kowalski que protagonizó su primer trabajo para la pantalla. Shenk ha cortado un traje a la medida de Eastwood. Un relato donde el conflicto queda sostenido por la construcción de unos personajes que acaban horadando paso a paso nuestra sensibilidad. Si Kowalski era un huraño que vivía apartado del mundo, Earl Stone es un hombre más sociable que parece encantado de ayudar a todo el que se cruza en su camino. El lado turbio de esa aparente afabilidad, es que solo la reserva para los desconocidos. En casa las cosas siempre fueron diferentes. Y no es que Earl renegara de sus responsabilidades como mantenedor económico de la familia, es en el plano afectivo donde ha fallado.

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No cabe duda de que el texto de Shenk habría tenido algo menos de fuerza sin la presencia tras y delate de la cámara del viejo Eastwood. De nuevo el director de Los puentes de Madison da muestra de su capacidad para apropiarse de cualquier proyecto. Su facilidad para la planificación nos habla de un director que, a pesar de la edad, no ha perdido pulso. Gracias al constante y discreto uso de la steady-cam, logra salvar con eficacia y tensión cualquier secuencia por complicada que se plantee, otorgando al montaje definitivo esa fluidez tan espontánea marca de la casa, rematada, en esta ocasión, con unos preciosos planos aéreos que funcionan como bálsamo para nuestros ojos (no en vano estamos ante una road movie, aunque no lo parezca). El resto del trabajo lo hace una presencia que juega con la complicidad de un espectador que sabe lo que quiere y se lo dan. Como vehículo de transmisión, esa mirada de medio lado del que observa el mundo con discreta sabiduría y una curiosidad que lo abarca todo. Y junto a Eastwood, un casting de actores a los que esta vez no se les otorga un gran papel con el que lucirse, pero que cumplen su parte con agradable eficacia. Destacan en estas labores la entrañable Dianne Wiest, en el papel de exmujer de Stone (¡que lejos quedan aquellas colaboraciones con Woody Allen!), y un casi irreconocible Andy García que reaparece en la gran pantalla para asumir el rol de jefe del cartel de narcotraficantes. Simplemente, entrañables.

Con Mula, Clint Eastwood nos ofrece un emotivo alegato sobre los valores de la familia y las relaciones personales en un mundo donde todo está medido por el dinero. Earl Stone es un hombre acosado por un sentimiento de culpa. Y es precisamente aquí donde encontramos la primera clave del entramado que Eastwood y su guionista han pergeñado en este trabajo. Earl, trasunto quizá de muchos personajes anteriores, es un hombre que ha pasado su vida disfrutando de cada momento. Ahora, cuando todo parece que se acaba, siente que quiere volver al redil, a sus raíces. Al menos, eso lo que le dice al agente de la DEA, Colin Bates, interpretado por un solvente Bradley Cooper. Del éxito de la operación que ha desplegado contra la banda de narcotraficantes, depende el ascenso profesional del joven Bates, tarea a la que está completamente entregado, olvidando, como Earl, sus compromisos familiares. Viendo en el policía un calco de sí mismo, Earl le dará un consejo: no pierdas el tiempo, mañana pude ser tarde. Y sí, puede que esa búsqueda de perdón de Earl tenga también algo de cínico y oportunista, como le reprochan las dos mujeres a las que ha decepcionado. ¿Es posible concederle el perdón? Puede que no, pero si bien la redención queda lejos de materializarse, quizá nos conformemos con una reconciliación amistosa.

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Pero si por algo destaca el último trabajo de Clint Eastwood es como muestrario de ese paisaje que, desde la distancia física y cultural que nos separa, a nosotros los europeos nos ha dado en reconocer como esa parte de los Estados Unidos que representa a esa esencia, esas raíces. Paisaje físico, desde luego, el de las grandes llanuras y extensiones agrícolas, pero también humano, sentimental. En sus constantes viajes como mula, Earl se encuentra con todo tipo de gente. Podemos comprender que ha sido así durante toda su vida. Ese constante ir y venir, le ha convertido en un agudo sociólogo de la realidad de ese mundo en crisis. No en vano, muchos personajes con los que va a toparse destacan su parecido con el actor James Stewart, una comparación simpática y para nada gratuita. Stewart fue, a lo largo de su carrera, el representante de esa América amable y blanca que representa el propio Earl y que quedó reflejada en títulos ya eternos como ¡Qué bello es vivir! o Caballero sin espada. Una América siempre en el filo, pero que encuentra en sus valores su bote de salvación. ¿Es quizá la traición de esos valores lo que le ha llevado a la ruina?

La mirada de Earl es la mirada del hombre corriente que encuentra la base de su mundo en la comunidad. Una comunidad que sufre los ataques de un sistema económico que la vapulea. Prueba de ello no es solo la situación económica en la que se encuentra el propio Earl, sino ese paisaje social y fisionómicamente decadente por el que circula. Incluso la propia policía, encargada de la salvaguarda del orden establecido, encuentra serios problemas para llegar a fin de mes con un sueldo que entendemos miserable. Earl representa la quintaesencia de ese mundo y esa cultura. Y aunque los tiempos hayan cambiado y hay cosas que le resultan ajenas, extrañas, Earl trata, a su manera, de comprender. Y sí, también ese racismo latente en esa sociedad queda expuesto en la película. Eastwood no lo esconde. Tampoco lo juzga, cabría decir (la secuencia de la bocatería es una de las más memorables). Pero, entonces, ¿cuál es su posición?, nos preguntamos. En su brillante libro, Crónicas de la América profunda, el ya fallecido periodista Joe Bageant hacía un recorrido por esa América republicana abandonada por políticos y un sistema que les mira con recelo y desde lejos, pero que no atiende a sus necesidades. Un mundo en decadencia, como el de Earl. Un sueño roto, con sus miserias y sus grandezas. Eastwood, como Baegant, no justifica, pero comprende. GERARDO LEÓN

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