Qué decir de… La casa de Jack & The old man and the gun

Título original: The house that Jack Built · Lars von Trier · Dinamarca · 2018 · Guion: Lars von Trier · Intérpretes: Matt Dillon,  Bruno Ganz,  Uma Thurman…

Título original: The old man and the gun · David Lowery · Dinamarca · 2018 · Guion: David Lowery, David Grann · Intérpretes: Robert Redford,  Sissy Spacek,  Casey Affleck…

Acercarse a cada nueva propuesta del director danés Lars Von Trier es, sin duda, un ejercicio de riesgo, tanto para el crítico como para cualquier espectador. Su cine no deja indiferente. No lo pretende. Y si no lo hace no es por un gusto onanista por llamar la atención, como se ha dicho en tantas ocasiones. Es su manera de entender el cine. El arte, en general. En Cinco condiciones, su documental co-dirigido con su compatriota, el también director, Jørgen Leth (aunque esto podríamos discutirlo, ¿quién es el verdadero “autor” de esa película?), Trier dejaba bien asentados los fundamentos que inspiran su forma de concebir su trabajo. Para el responsable de títulos como Europao Melancolía, el buen cineasta no debe conformarse con hacer una obra estéticamente estimulante, bella, original. Lo que Trier le pedía a su compañero en aquel ejercicio en el que le proponía que realizara diversas variaciones sobre uno de sus cortometrajes, es que, por decirlo de alguna manera, se “manchara las manos”. Eso es: mancharse las manos, implicarse íntimamente con lo que estás haciendo y, con ello, implicar al público. Si, por el camino, lograbas molestar a ese público, incluso hasta el punto de afrentarlo de manera que llegara a establecer con el autor una relación conflictiva, entonces ese camino era correcto. Lo demás era esquivar la verdadera responsabilidad del director: provocar, hacen pensar, agitar, llegar a donde nadie quiere hacerlo, aunque moleste

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Y sí, La casa de Jack es una película radicalmente perturbadora. Jack, el hombre que se cita en el título, parece un tipo cualquiera. Tras esa apariencia de normalidad se esconde, sin embargo, la mente de un asesino sin escrúpulos, un psicópata. Dividida en cinco capítulos, la película desgrana con toda crudeza algunos de sus muchos crímenes. En ellos, incluso a riesgo de ser atrapado por la policía, Jack va cada vez más lejos, todo a fin de tratar de apagar el impulso que se agita en su interior. Mientras asistimos a estos hechos escabrosos, Jack parece comentar sus reflexiones con alguien que no se nos muestra. Qué le motiva, cómo ha llegado hasta allí, cómo explicar algo que, para Jack, no es solo matar por matar, es mucho más, es una obra de arte.

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Decir que tras la mente de Lars Von Trier se esconde la imaginación de un hombre macabro con un oscuro (y desternillante) sentido del humor, no es algo nuevo. Desde su primer largometraje, El elemento del crimen, pasando por sus aventuras televisivas en series como la muy delirante El reino, o películas como Nymphomaniaco Anticristo,Trier ha hecho gala de no detenerse ante ningún dique. Siempre un paso más allá, como su personaje protagonista, el danés se jacta de poner al espectador en situaciones comprometidas, no solo estéticamente, sino desde un punto de vista dramático e, incluso, moral. Trier no tiene miramientos a la hora de atacar los rincones más plácidos de las mentes biempensantes del hombre contemporáneo. Poseedor de una gramática afilada y bien desarrollada tras años de práctica, aquí gusta de nuevo de mover a su público por donde quiere, manipulando a su antojo sus expectativas, midiendo la duración de cada secuencia hasta ese punto exacto en el que las cosas están a un paso de romperse. Será en ese momento cuando le entregue aquello que, sin saberlo, desea o, mejor, haciendo que desee, sin saberlo, la llegada del desenlace cruel, siquiera para liberarlo (momentáneamente) del peso que le ha obligado a llevar a cuestas. No es tanto lo que se ve, como lo que se intuye que va a suceder (y que, al final, sucede). Trier somete, así, al espectador a un tour de force consigo mismo y con su capacidad para soportar las más duras pruebas de resistencia. Pero estas pruebas, decimos, no se refieren solamente a las descarnadas situaciones que plantea el relato (no aptas, en muchos casos, para sensibilidades delicadas), también inciden en nuestra capacidad para aguantar aquello que pone en cuestión nuestro concepto de lo aceptable. Trier nos pone ante un espejo y nos examina como una radiografía y nos libera, sacando, gracias a las armas del humor, nuestro lado más perverso y morboso, dejando caer, con ello, todas las supuestas convenciones, éticas y políticas, que constriñen y definen nuestra sociedad. Correo de un mensaje perturbador, él mismo, como Jack, se ofrece en sacrificio a la pira del juicio y la opinión pública. Ese es el precio que tiene que pagar.

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Juega a su favor, en este caso, un personaje protagonista que demanda la complicidad del público. Imposible no sentirse identificado con Jack, interpretado de manera soberbia por un Matt Dillon que nos regala una gama de pequeños detalles gestuales simplemente inabarcable para un primer pase de la cinta. Dillon se mimetiza literalmente con el personaje. Y no nos referimos a sus muchos tics, sino a esa mirada que marca la doble naturaleza de Jack, la profunda ironía, el sarcasmo que impregnan cada gesto, cada decisión, el profundo autoconocimiento de un personaje que va evolucionando desde unos primeros y dubitativos pasos hasta la plena conciencia de su tarea. Cada acto es un paso más hacia la culminación de una obra de arte (la casa del título), que no es sino una provocación que nos dispara a lo más íntimo de nuestro cerebro. Lars Von Trier se alza aquí como icono de los restos de una cultura pop otrora incisiva, provocadora, hoy una mera sombra de lo que fue, adormecida, complaciente, en el arrullo de los siseos de lo políticamente correcto.

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Pero de aquello que ha venido a hablarnos el autor de Bailar en la oscuridad es, sobre todo, de arte. Y, en concreto, del proceso de creación. Como decíamos al principio de esta crónica, no hay arte si el artista no se mancha las manos. Trier nos pone en la mente de un psicópata para llevarnos, así, a la mente del autor, su propia mente. Como Jack, la obra del artista se mueve entre la intuición y la inspiración (y, por qué no decirlo, la suerte, el azar de ese hallazgo inesperado, gestado a fuego lento en su cabeza) hasta que, a base de un ejercicio de prueba y error, de construcción y destrucción constante, llegar a la verdadera forma definitiva de la pieza artística. En el proceso, el artista juega con los materiales, en este caso, el cuerpo y la mente humanas, hasta encontrar el camino que le llevará a la epifanía final, a aquello que revela, ya de manera consistente, corpórea, el discurso que lleva en su interior y que clama por salir. ¿Hablamos de ficción, de un ensayo o la dos cosas a la vez? Quien sabe, toda opción es válida, en este caso.

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Pero el mensaje que lleva oculto este trabajo no está al alcance de cualquiera. Trier le habla a un espectador concreto, a su espectador, aquel que le ha acompañado a lo largo de los años en su ya extenso periplo artístico. A él se entrega y le ofrece su propia alma en un bellísimo sacrificio final. De su complicidad depende la supervivencia de la obra. Ambos, autor y espectador quedan, así, enlazados. A él le regala Treir esas hermosas estampas finales cuya descripción nos permitiremos ahorrarnos. Lars lo ha vuelto a hacer.

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En otro orden de cosas, con otros códigos, llega a nuestras pantallas el último trabajo del director norteamericano David Lowery, The old man and the gun. En otro tiempo, una película como esta habría encabezado sin duda la lista de los grandes títulos de la cartelera del momento. La deriva por la que caminan los devaneos del cine de masas contemporáneo, sin embargo, apenas la han relegado a pequeñas salas con una promoción menor. Solo la presencia y el anuncio de la retirada definitiva de Robert Redford, protagonista de este trabajo, de los platós de cine, han conseguido que reciba mayor atención pública. Así están las cosas.

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Basada en la historia del verdadero Forrest Tucker, The old and the gun cuenta las últimas peripecias de un atracador de bancos septuagenario que se resiste a retirarse. Portador de un carácter y una sonrisa francamente amables, Tucker consigue llevarse el dinero de la caja sin emplear la violencia, seduciendo a sus víctimas. Esa simpatía impide que sea identificado por las fuerzas de la ley, al menos, hasta que el detective John Hurt decide tomarse el asunto en serio. Mientras, Tucker conoce a Jewel, una viuda que vive retirada en un rancho. Jewel parece la última oportunidad de Tucker de sentar definitivamente la cabeza y alcanzar el deseado reposo a una vida llena de correrías. Pero nada es tan fácil.

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Con The old and the gun, nos encontramos de nuevo con uno de los directores más interesantes que ha dado el cine norteamericano contemporáneo. Lowery sabe escoger sus proyectos y, lo más importante, sabe impregnar a todos ellos de un sello personal, dirigirlos, encauzarlos, en definitiva, hacia aquellos espacios creativos que le interesan y concuerdan con su concepción del cine. Como ya demostrara en la magnífica En un lugar sin ley, Lowely es un director que tiene puesto el ojo en la larga tradición del cine de su país. Cine de género (western, noir) pero con un poso humano consistente. Se basa este cine, fundamentalmente, en la construcción de unos personajes de gran solidez. Autor del libreto de sus películas, Lowely pone la atención en la construcción psicológica de éstos sobre una trama que, en muchos casos, queda condicionada por su personalidad. Lowely despliega así un abanico de caracteres a cada cual más emotivo y seductor. Cierto es que parece existir una cierta mímesis entre el Tucker protagonista de la cinta y el actor Robert Redford a quien el director (o él mismo como productor) le rinde un sentido homenaje de despedida. Tucker parece ser una especie de compendio de muchos de los personajes que Redford ha interpretado a lo largo de su carrera: afable, próximo, tranquilo, encantador. Pero seríamos injustos si dejáramos fuera de este recuento el trabajo llevado a cabo por Sissy Spacek, en el papel de Jewel, o un Casey Afleck que aquí vuelve a dar en el clavo. Afleck, colaborador habitual de Lowely, construye un personaje de amplios matices, reflejo de las emociones que implican a un espectador que no puede por menos que conmoverse ante el relato de las desventuras de este viejo ladrón en el ocaso de su carrera y de su vida.

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Pero si por algo destaca el cine de Lowely es curiosamente por su querencia por los silencios. Desde la mencionada En un lugar sin ley, pasando por la maravillosa A gost story, e incluso por la poco valorada y muy atractiva versión que realizara de Peter y el dragón, el cine de Lowely se mueve en los entresijos de aquello que no se dice, pero que se siente tras las palabras y los gestos de sus personajes. Lowery quiere contar cosas con la cámara y de ahí que renuncie a emplear los diálogos como motor del relato. Sus personajes no se explican, solo dejan caer aquí y allá pequeños brochazos de aquello que los anima por dentro. Serán sus gestos, sus decisiones los que completen la imagen final. Y soportando todo esto, una cámara que sabe, como pocas, cómo animar una fiesta con elegancia y maestría, sin estridencias, con franca serenidad, pero sin perder en ningún momento el pulso adecuado. Destaca en este caso la fluidez con la que Lowely sabe pasar de un escenario a otro en los momentos en los que se acumulan acontecimientos. Sus movimientos laterales dan consistencia y vigor a unas secuencias que, de otra manera, habrían quedado muy deslucidas. No menos reseñable es la secuencia de la persecución. No hacen falta muchos planos para conceder ritmo a un momento que, de acuerdo con el carácter de su personaje, huye de todo aspaviento sin fondo. Un homenaje a Kubrick, simplemente delicioso.

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Con estos elementos David Lowery ha construido un relato vitalista que nos habla de la libertad, de la necesidad de cumplir nuestros deseos por encima de las convenciones. Esa es la fuerza de este relato. ¿Y quién no ha soñado alguna vez con una vida libre de ataduras y compromisos? Pues eso. Cine que se disfruta sin excesos innecesarios y nos deja una sonrisa a la salida de la sala. ¿Quién da más? GERARDO LEÓN

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