Pases: Viernes 28. Babel Sala 4. 18h.
Con la proyección de la cinta Magdala se cerraba la presentación de la programación de la Sección Oficial a concurso de la 37ª edición de la Mostra de Valencia. Dirigida por el realizador francés Damien Manivel, la película nos sitúa en un momento posterior a la muerte de Jesucristo. Años después de este hecho, María Magdalena, ya una anciana, vive retirada en un frondoso bosque donde pasa sus últimos días esperando la llegada de la muerte. Entre visiones místicas o sueños de su pasado, deambula de un lado a otro mientras clama lastimosamente por la pérdida de su amor.
Con Magdala, la Mostra ponía su aportación a la difusión de esos otros lenguajes que suelen quedarse fuera de la programación tradicional de salas de exhibición y televisiones. Cine rarito, para entendernos. No hay en esta propuesta ninguna trama a la que agarrarnos. En cambio, a lo que vamos a asistir es a una serie de sucesos enlazados más bien en razón de una continuidad poética o metafórica que argumental. Inspirada en referencias de textos apócrifos de la Biblia, Magdala apuesta por la figura de María Magdalena como amante de Jesús. En el silencio monacal que le impone su retiro, pena la ausencia de su amado. Alrededor de ella, un bosque frío y hostil la envuelve con un manto de niebla. Poco más cabe explicar.
La apuesta de Damien Manivel se centra, por un lado, en la impresión de sensaciones. Manivel busca introducirnos en el espacio físico, psicológico y místico en el que se encuentra la protagonista. Para fortalecer ese plano físico de su discurso, se apoya, sobre todo, en la presencia de su actriz principal, Elsa Wolliaston. La expresión y composición de su rostro, los surcos en la piel, la mirada, son por sí mismos elementos suficientemente elocuentes y discursivos y, sin duda, una de las mayores motivaciones del director, que pega su cámara a ese rostro a fin de no perder ni un detalle. A eso se suma la cadencia de los pasos y la elegancia de los movimientos de la actriz, no por casualidad, de profesión bailarina (como el propio director), que exhalan un magnetismo que no se habría podido lograr de otra manera. En este mismo sentido, el bosque cobra también su protagonismo. Los nudos de los troncos de los árboles o la claridad cristalina del agua de un riachuelo remitirán, así, al archivo de sensaciones del propio espectador.
El plano psicológico quedará marcado por el empleo del tiempo cinematográfico. Los planos de Manivel son largos, reposados, esponjosos. Ese tempo da a la película una pesadez o gravedad que nos sumerge en la imagen, obligándonos a mirar, dejándonos como en suspenso, a la expectativa, atrapados en un discurrir impredecible, abstracto, entre los cuatro márgenes de la imagen. El empleo del sonido será la única marca del ritmo de las secuencias. La respiración de Wolliaston establece la cadencia de ese transcurrir interno, casi hipnótico, de la película. Por último, el plano místico estará establecido por el empleo de ciertos simbolismos. En un momento de la historia, un joven Jesucristo hace presencia en pantalla. Junto a él yace una mujer joven en un paraje del bosque. Ambos están desnudos y María les observa desde una cierta distancia. El uso de este tipo de imágenes crea la duda en el espectador. ¿Es un recuerdo? ¿Una visión? ¿O las dos cosas?
No es sencillo establecer qué quiere decirnos Damien Manivel con esta película. Lo enigmático de las imágenes, su más enigmático final, no nos allana el camino. La vejez, el paso del tiempo, el dolor del amor perdido, nuestra conexión con la naturaleza y lo divino, son algunos asuntos que quedan apuntados aquí. Sugerencias, notas que nos inducen a nuevas imágenes o interrogantes. Esa sería la idea. G.LEÓN