Superamos el ecuador de esta 38ª edición de la Mostra de Valencia con Lost country, producción entre Serbia y Croacia dirigida por el director Vladimir Perišić, quien, esta vez sí, pudo asistir a su presentación.
Nos sitúa la cinta de Perišić en su Serbia natal, en el año 1996. Stefan es un adolescente que lleva una vida centrada en sus estudios y la relación con sus amigos. Pero si hay algo que distingue a Stefan del resto de sus compañeros de clase es que su madre es un alto dirigente del Partido Socialista de Serbia. Y esto no es cualquier cosa, pues el país acaba de celebrar las elecciones locales en las que el partido de Milosevic ha encontrado una fuerte resistencia por culpa de sus políticas represivas. Tal es así que, sobre la supuesta victoria socialista, pesan las sospechas de fraude. Estas sospechas, más el cansancio de la población, provocado por la guerra de los Balcanes, hace que se produzcan por todo el país manifestaciones en contra del gobierno que serán fuertemente reprimidas. Este clima de confrontación, se traslada de forma inesperada a la vida de Stefan que, de repente, se siente víctima del rechazo general por culpa de la posible implicación de su madre en estos sucesos. A partir de aquí, su vida se convertirá en un verdadero tormento.
Sobre la base de la experiencia personal del director (la madre de Perišić, si bien no ocupó un cargo tan relevante, fue miembro del partido socialista serbio) y otros referentes históricos (que fueron comentados en rueda de prensa, pero que no contaremos para no desvelar el desenlace de la película), Lost country se mueve, en un primer nivel, sobre la eficacia del retrato histórico y social. Frente a otras propuestas presentadas hasta ahora en el certamen, caso de Three sparks, Marina…, o Riverberd, entre otras, la apuesta de Perišić no destaca por proponernos ningún juego estético y formal. En ese terreno, Lost country se limita a exponer con eficacia unos hechos, si acaso mezclando elementos del cine noir, tanto en lo que se refiere a la estructura de la película, como en el trabajo de iluminación, tal y como confesó el director en su charla con la prensa.
Ese trabajo de reconstrucción histórico y puesta en escena, combinado con un guion con una estructura sólida, permite a Perišić ir dirigiendo al espectador por una serie de curvas emocionales que afectan a distintos planos del discurso de la película, creando un tono general de incomodidad que se extiende por todo el relato.
Lost country nos habla, sobre todo, de política. Pero aquí no se refiere exclusivamente al caso concreto que nos expone, sino a la política en un sentido amplio. Una política que, más que llevar a la solución de los problemas que afectan a esa ciudanía sobre la que gobierna, la conduce a un estado de permanente confrontación, dividiéndola por razón de los intereses personales y de partido, la cultura, la religión o la supuesta raza. La mentira continuada por parte de las instituciones y los gobernantes, conducen a un estado de confusión general y enfrentamiento de desastrosas consecuencias, y en el que el ciudadano ya no sabe quién es amigo o enemigo. Es ese estado de confusión lo que interesa al realizador serbio.
Es la misma confusión que sufre el pobre Stefan, sin duda la mayor víctima de esta situación. Dividido entre la fidelidad a su madre, a la historia de su familia (su abuelo combatió en la Segunda Guerra Mundial contra el fascismo) y la realidad que le plantea su propio contexto, en el instituto, y el ambiente de las calles, el joven se ve envuelto en un cruce de intereses en el que le cuesta distinguir quién dice la verdad o quién le está engañando. A pesar de todo ese ambiente político en el que ha vivido toda su vida, Stefan se ve lanzado a un mundo que se anega en un conflicto que no ha escogido. Se dice que, en toda confrontación bélica, lo primero que sufre es la verdad. El problema es que la única guía para desvelar esa verdad es la confianza en un relato interesado. Mientras unos señalan a su madre por traición, ella le asegura que esas acusaciones son manipulaciones ideológicas de la oposición política. Pero, ¿cómo decantarse por un lado o por otro sin otra prueba que la mera confianza? Y aquí no se escapa nadie, incluyendo al otro bando en pugna al que, como reconocía el propio Perišić en rueda de prensa, tampoco le espera un futuro políticamente muy distinto de aquel presente de entonces contra el que se estaba revelando. De ahí, sostenía, la actualidad de la cinta.
Conflictos políticos que, como representa muy bien la película, conducen al cruel aislamiento social. Frente a la aparente unanimidad que expresan sus compañeros contra el gobierno, Stefan duda. Y esa duda, unida a su relación con su madre, lo va distanciando de los demás. Stefan se esfuerza porque todo siga como siempre, pero la radical polarización de la sociedad, lo pone frente a un callejón sin una salida honrosa. Su madre, por su parte, le dice que resista, que él es diferente, y que esa diferencia tiene un precio. El veredicto será implacable. Conviene destacar en este sentido la sensibilidad y, al mismo tiempo, la sencillez con la que Perišić resuelve estos problemas dramáticos. En una de las secuencias más elocuentes de la película, Stefan está jugando un partido de waterpolo. La cámara lo sigue de un lado a otro de la piscina. A pesar de ocupar una buena posición para marcar, en su equipo nadie le pasa la pelota. Poco a poco, se va quedando solo.
En una última lectura, aparece la familia como trasfondo del conflicto. Desde el comienzo, vemos que la relación entre Stefan y su madre es muy próxima. Pero una vez empiezan las complicaciones, nos damos cuenta de que esta relación es de pura depredación. Cada vez que Stefan muestra algún conato de rebeldía, su madre apela a emociones que el chico no sabe cómo manejar. Y si bien lo lógico sería que ella fuera sincera y lo mantuviera al margen de sus actividades, al final la fidelidad al partido y sus propios intereses personales e ideológicos, su necio egoísmo, se imponen. Hasta ahí puede llegar el veneno de la política. GERARDO LEÓN