40 Mostra de València: Pizza fritta & 50 meters

ANÁLISIS: SESIÓN 04

Si en Mariscal, la alegría de vivir nos encontrábamos con una pieza sujeta a las coordenadas del reportaje tradicional, los dos trabajos que centraron la cuarta sesión de esta 40ª edición de La Mostra de Valencia, entrarían ya en la categoría del documental de autor o, como poco, con una voluntad de encontrar una mirada fílmica más ambiciosa o deliberadamente personal sobre aquello que buscan describir.

En ese marco, tanto a la producción ítalo-española Pizza fritta de Domingo de Luís, como a la egipcia (con coproducción de Dinamarca y Arabia saudí) 50 meters de Yomna Khattab, se les pueden achacar las mismas virtudes o irregularidades. Difieren ambas piezas, como veremos, en los escenarios, en los temas de fondo y en sus sujetos y objetos protagonistas, pero confluyen en ciertos problemas de planteamiento que les son comunes. Vayamos, primero, con los argumentos.

Pizza frita nos sitúa en el barrio de Sanitá, una zona popular de la ciudad de Nápoles. Allí conoceremos a Carlo, un joven que dirige un grupo de teatro que organiza actuaciones para los vecinos en una de las iglesias de la zona. Carlo tiene una idea: producir una nueva obra en la que quiere combinar las experiencias y la receta de los platos típicos de algunas de las familias que conviven aquí. Cultura y cocina parece una buena asociación, especialmente en un país como Italia. Pero para ello tendrá que realizar un casting para escoger a sus “actores”.

Por otro lado, 50 meters nos sitúa en el contexto de una piscina pública en la que Akram, el padre de la directora de esta película, se reúne periódicamente con un grupo de amigos para hacer ejercicio. El encuentro entre ambos será la excusa necesaria para establecer una conversación entre padre e hija en torno, fundamentalmente, a las expectativas de la vida. De aquello que pudo ser y quizá ya no ha sido, en el caso de Akram, y de lo que todavía está por delante en el caso de Yomna.

Si atendemos al conjunto de ambos trabajos, el primer problema que atesoran lo encontramos en la relación que hay entre sus planteamientos iniciales y su desarrollo ulterior. Así, Pizza frita arranca con un par de escenas muy determinantes. Sentado en una silla frente a la cámara, el párroco de la iglesia nos ofrece una larga disertación sobre el valor del arte en la sociedad, y muy especialmente en el contexto de un barrio económicamente tan degradado como el de Sanitá. Inmediatamente después, conoceremos a Carlo, el director de la futura obra de teatro, al que acompañamos a una reunión con un grupo de vecinos a los que también les habla de la importancia que ha tenido el teatro en su vida a la hora de escapar de uno de los dos posibles destinos a los que parece que estaba condenado todo hijo de su generación: emigrar a otro país en busca de oportunidades o caer en manos de la camorra.

Por su parte, la cinta de Yomna Khattab nos presenta de entrada dos escenarios. De un lado, la cinta arranca con las imágenes de unas grabaciones domésticas realizadas por su padre en las que vemos a Yomna, todavía niña, junto a Mostafa, su hermano pequeño, en la que ambos están celebrando uno de los primeros cumpleaños de la directora. Tras esta secuencia, la película nos muestra un equipo de rodaje que está grabando al padre de Yomna, ahora con 70 años, celebrando su propia efeméride con un grupo de amigos de su club de piscina. Quizá ambas escenas tengan alguna relación.

El problema es que estas premisas, tan fuertemente marcadas al comienzo de cada trabajo, van perdiendo fuerza según va avanzando el metraje hasta, según qué caso, casi desaparecer del centro de la narración. Así, aunque seguimos de tanto en tanto a Carlo en la búsqueda de los actores que van a intervenir en su obra, estas escenas se van alejando del nudo de un supuesto relato que poco a poco se va convirtiendo en una especie de paseo antropológico por el barrio de Sanitá.

Algo muy parecido sucede en el caso de la cinta de Yomna. Una vez presentado el contexto y lo que parecen sus personajes principales, la película irá dando un giro narrativo para pivotar casi exclusivamente sobre la figura de la propia directora y una serie de cuitas de orden existencial que parecen afectarla profundamente. Como comenta a cámara la propia Yomna, en el instante de iniciar el rodaje de la película, se encuentra en un momento muy determinado de su vida. Tras trabajar durante años como asesora de un ministro del gobierno, Yomna ha dejado su puesto para perseguir el sueño de convertirse en directora de cine. De ahí partirá un debate consigo misma sobre esta decisión y qué posibles consecuencias traerá para su futuro.

Esta doble circunstancia no quiere decir que ambas películas no aborden cuestiones que podrían ser interesantes para el espectador. En el caso de Pizza frita podríamos hablar de la importancia de la cocina como eje vertebrador de la cultura popular. Alrededor de la comida, irán apareciendo otros asuntos o temas como es la presencia de la religión en la sociedad milanesa, el valor de la música o la importancia de la cooperación en una comunidad que no nada precisamente en la abundancia. Un espacio de edificios desvencijados, calles mal asfaltadas y donde la herrumbre de la carestía económica queda retratada en cada pared o interior de cada casa que capta la cámara de Domingo de Luís.

Y lo mismo sucede en el caso de la película de Yomna Khattab. A través de conversaciones con su padre o consigo misma (dirigiéndose siempre al espectador), la directora se pregunta sobre el paso del tiempo, sobre valor de la maternidad, de la necesidad o no de construir una familia, sobre la creación de expectativas en la vida o la soledad en la vejez.

El problema en ambos casos es que ninguna de estas cuestiones secundarias acaba de conformarse como nudo central de un relato que lleve al espectador hacia unas consecuencias mesurables, quedando todo ello en unas meras pinceladas dejadas caer como relleno de unas premisas argumentales que chocan muy pronto contra las escasas posibilidades de un desarrollo más sólido. Así, en Pizza fritta todos estos temas no pasan de convertirse en meras estampas, postales de un recorrido más turístico que psicológico o sociológico más hondo sobre el famoso barrio napolitano. Al acabar la cinta, podemos entender el esfuerzo que hace Carlo para organizar su obra, pero, como espectadores, no llegamos a apreciar la relación del arte en la articulación del barrio, tal y como dice el párroco de la iglesia al comienzo de la cinta, más allá de una serie de curiosidades más o menos ornamentales. Otro tanto sucede en el caso de la película de Yomna Khattab. Podemos comprender sus dudas, pero estas se quedan desvinculadas de lo que parece que era el objeto de su análisis fílmico.

Tres son las razones por las que creo que tropiezan ambas producciones a la hora de trabar un relato que interese o involucre al espectador. La primera de ellas se encontraría precisamente ahí, en la propia falta de visión de ambos directores a la hora de percibir el escaso recorrido de sus premisas. Por alguna razón, parece evidente que la pista de la obra de teatro se agota muy pronto como guía del relato en el caso de Domingo de Luís. Y lo mismo le pasa a Yomna Khattab, más interesada en sí misma que en el grupo de ancianos que parece querer retratar y cuya realidad tuvo que parecerle poco sugerente o carente de suficientes matices o particularidades para completar todo el metraje. No debe ser casualidad que ninguna de las dos cintas llegue a la duración de una producción estándar, con apenas 65 minutos en el caso de Pizza fritta y 75 para 50 meters.

Muy enlazado con lo anterior, se encuentran dos miradas que son claramente ajenas a las realidades que aspiran a retratar. Esta mirada exterior condiciona tanto la forma como el desarrollo de dos películas que quedan fuera de dichos mundos, como meros espectadores o turistas, sin llegar a traspasar en ningún momento su epidermis, el barrio de Sanitá en el primer caso, y el de la tercera edad, en el segundo.

En ambas propuestas (y esta sería la tercera razón) los directores han considerado que esa premisa inicial era suficientemente atractiva para sostener el desarrollo de la narración. Subyugados ante el incuestionable atractivo visual de su sujeto de análisis, se olvidaron de contarnos una historia, derivando sus propuestas hacia caminos secundarios que si bien pueden resultar visualmente sugerentes, no llegan a articular un algo que nos implique. Así, Domingo de Luís fía la fuerza de su propuesta al carisma de los personajes que se va a encontrar por el camino y ahí conoceremos a Pasquale, el simpático dueño de una charcutería, o al vivaracho Iván, el niño que protagonizará finalmente la obra de teatro de Carlo (obra que no vamos a ver, por cierto, otra carencia de la película). Pero, como decimos, la simpatía que despierten estos personajes por sí mismos, lo curioso de algunos detalles de sus vidas no hacen una historia, sino una suma de retratos fijos, sin movimiento.

Y lo mismo ocurre con las inquietudes que parecen angustiar a Yomna, preguntas apenas abocetadas, formuladas por la propia directora de viva voz, pero cuyas consecuencias no tienen ningún desarrollo a lo largo de la película, una dirección, quedando en meros interrogantes que parece que deben interesarnos porque la propia directora así lo considera, sin entrar en ningún momento a valorar las propias contradicciones en las que ella misma incurre en esas conversaciones que mantiene con su padre. Frente a la angustia ante la posibilidad de la maternidad, Yomna se encuentra ante la comprensión incondicional de su progenitor, que ni cuestiona ni reprueba sus decisiones, al contrario, mostrando una sana e inteligente comprensión, anulando un conflicto que queda en sus propias manos. En un momento de la cinta será la propia Yomna quien se plantee su relación con la propia película que está realizando, a lo que concluirá: “esta película trata de la cuestión de cómo me siento”. Otra cosa es en qué “cómo se siente” deba incumbir a los espectadores. Como confirmando esta idea o quizá para prevenir cualquier posible crítica posterior, Yomna Khattab se cuestiona el hecho de que, después de tanto trabajo como afirma haber realizado, tenga finalmente una película, es decir, tenga una historia. Como le confiesa a su padre, quizá para cubrirse la retaguardia, Khattab se plantea su propuesta, no cómo solución a sus interrogantes, sino como un viaje. Lo que no acaba de concretar es hacia donde nos quiere llevar o dónde quiere que pongamos la atención, más allá de un “yo” que lo copa todo. Un “yo” divagante y para el que la realización de esta película quizá haya servido de terapia, pero que no nos incumbe.

Ambas películas comenten el mismo error: suponer que aquello que interesa a los autores debe interesar al espectador. De un lado, lo vistoso de un barrio degradado, pero al que no se le saca la médula ni sirve como plataforma para plantear ninguna cuestión nodal. De otro, unas preguntas que se dan por supuestamente relevantes porque la autora da también por supuesto que tienen interés por sí mismas quizá en un contexto político determinado, pero que la realidad le devuelve desmenuzadas a pesar de ella misma. Un ejercicio de narcisismo estético y político muy poco sugerente. GERARDO LEÓN

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