Qué decir de… Cold war & Viaje al cuarto de una madre

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Título original: Zimna wojna · Pawel Pawlikowski· Polonia · 2018 · Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki · Intérpretes: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Agata Kulesza…

Título original: Viaje al cuarto de una madre · Celia Rico · España · 2018 · Guion: Celia Rico · Intérpretes: Anna Castillo, Lola Dueñas, Pedro Casablanc…

El inesperado éxito de Ida, su anterior película, había abierto los ojos de público y crítica ante el siguiente proyecto del director polaco Pawel Pawlikowski. Si a esto le sumamos el exitoso pase en el último festival de Cannes (para muchos, una merecida Palma de Oro – que no ganó, se tuvo que conformar con el premio a la mejor dirección-), y la cantidad de reseñas que habían elogiado su esperado estreno comercial, uno se acerca a la sala con una mezcla de ilusión y amplias expectativas. El resultado, tras la experiencia, deja en el cronista una sensación ambivalente.

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Inspirada en las relaciones reales de los padres del director, Cold war nos traslada a Polonia, a la década de los 50 del siglo pasado. Aquí, no muy lejano el fin de la Segunda Gran Guerra que asolaría Europa, un joven músico, Viktor, busca cantantes para montar un espectáculo teatral con músicas y canciones tradicionales. Entre las candidatas a completar el reparto encuentra a Zula, una joven campesina que le cautivará, tanto por sus dotes como por su personalidad y evidente belleza. Polonia está bajo el dominio de la URSS y la confrontación entre los dos bloques políticos, comunistas a un lado y capitalistas del otro, se encuentra en sus albores. Arranca así una relación que durará varias décadas. Viktor quiere huir hacia la Europa democrática, escapando de las garras opresoras de la burocracia del régimen impuesto por Stalin. Ella, sin embargo, no tiene las cosas tan claras. El tiempo y la distancia, las distintas ambiciones, serán los obstáculos de un amor condenado a no consumarse.

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Si hacemos caso a las notas de producción, Cold war se presenta fundamentalmente como una historia de amor apasionada. Y eso es lo que Pawel Pawlikowski ha tratado de trasladarnos aquí, esa pasión irrefrenable que parece que toma el alma de Viktor y Zula, sus protagonistas. Sin embargo, para quien suscribe estas líneas, esta es quizá la parte menos interesante de la película. Pawlikowski hace una apuesta arriesgada que no le sale del todo bien. Construida a base de pequeñas escenas separadas por un plano en negro que cubre la pantalla, el director da cuenta de las distintas etapas de esta relación imposible. Entre una escena y otra, Pawlikowski confía la continuidad de su relato a largas elipsis que nos van conduciendo a lo largo del tiempo. Dos inconvenientes vemos aquí. El primero hace referencia a los supuestos inconvenientes que sirven de obstáculo a la consumación de la relación entre Zuma y Viktor. No revelaremos nada, tan solo decir que, hechas las cuentas, en realidad lo único que se opone a ese amor son, curiosamente, sus propias ambiciones individuales. Pawlikowski presenta a sus protagonistas como una suerte de Romeo y Julieta modernos condenados por las condiciones políticas del momento histórico que les ha tocado vivir. Al final descubriremos, sin embargo, que esto no se corresponde con lo narrado. Todo ello hace perder fuerza al relato al no encontrar la base sólida necesaria para sostener ese conflicto principal.

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El otro problema lo encontramos en la relación entre la película y el espectador. Pawlikowski entrega la comprensión del fondo en el que envuelve a sus personajes en el conocimiento previo que pueda tener su público de ese contexto histórico al que nos hemos referido. De esta forma, el realizador recurre a toda una serie de elementos fácilmente identificables. Tras su huida de Polonia, Viktor se instala en Paris donde comienza una nueva vida como músico de jazz y arreglista de bandas sonoras para películas. Vive en una modesta buhardilla y entre sus nuevas relaciones se encuentra lo más granado del decadente mundillo cultural de la ciudad. En la otra parte, Zula prospera como cantante del grupo de teatro creado por Viktor bajo el amparo del régimen socialista. Y es ahí donde, sin desmerecer el posible trabajo de documentación que haya podido realizar el director, esta producción tropieza de nuevo. Del artista bohemio que se mueve por oscuros callejones y cafés a altas horas de la madrugada llorando sus penas del corazón, pasando por la joven alocada que se deja seducir por la vida bohemia y liberal del Paris de post-guerra, al gris y frio funcionario adepto al régimen, Pawlikowski llena le película de personajes y situaciones que se acercan al cliché o de los que apenas nos da un brochazo psicológico, tan leve y superficial que no nos da tiempo a intimar con ellos, creando entre el público y la platea una distancia emocional difícil de superar. Ni siquiera el sugerente y enigmático plano final nos libra de quitarnos esta impresión. No hay en todo ello una mirada que se pueda considerar que aporte algo que no suene a conocido (La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck, por ejemplo, sería un primer referente). No hay duda de la fuerza y seguridad de Pawel Pawlikowski a la hora de crear imágenes. Sosteniéndose, como en su anterior cinta, en un formato cuadrado y un bellísimo blanco y negro, su cámara nos ofrece una serie de composiciones que a buen seguro cautivarán a aquellos espectadores que traten esto del cine como algo más que un continente de historias. Ahora bien, no deja de ser cierto que la pérdida de esa fuerza emocional que insufla al relato hace que, esta vez, nos resulten menos poderosas, más esteticistas que evocadoras.

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Más interesante nos parece, sin embargo, la confrontación que el director establece entre los dos bloques políticos que la película intenta contraponer (¿de ahí el título?). Tanto es así que casi podríamos concluir que la historia de amor sobre la que gira su proyecto es una mera excusa para plantearnos este debate. Con la caída del Muro de Berlín se pondría fin al largo enfrentamiento entre las dos Europas que se inauguraba en el periodo que muestra la película. Tras décadas de separación, al fin la Europa sometida bajo el gobierno comunista se abría paso al régimen de libertades que le esperaban al otro lado de aquella frontera de “la vergüenza”, como se conoció al famoso muro. Pues bien, Cold war viene a decirnos que ese sueño era algo así como una quimera vacía desde el primer momento. Viktor cumple su ambición de escapar hacia esa Europa de libertades. Sin embargo, las cosas son más duras de lo que pensaba. Esa Francia imaginada (ahora real) no puede garantizarle su bienestar material y esa libertad soñada no lo es tanto si uno está lejos de su amor. Prófugo de su país, Viktor es un hombre sin patria, lo que redunda en esa sensación de soledad que le asola. Al otro lado, Zula vive moderadamente conforme con las circunstancias que le ofrece la vida. ¿Quién tiene razón? Pawel Pawlikowski no parece tener una respuesta clara a esta pregunta y es en ese estado de permanente duda, de incertidumbre y perplejidad ante el mundo que les ha tocado vivir lo más interesante de este trabajo. Aquí lo dejamos.

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Con una producción más modesta, pero emocionalmente más efectiva, nos topábamos esta semana con la opera prima de la realizadora sevillanaCelia Rico Clavellino, Viaje al cuarto de una madre. Aquí nos encontramos con Leonor, una joven veinteañera que vive en un pequeño pueblo sin determinar. La vida en el pueblo no ofrece muchas oportunidades para la joven más allá de un modesto empleo y las reuniones con los amigos de siempre. Un día, la visita de una vieja amiga que está trabajando en Londres le abre los ojos a una salida de ese mundo aburrido y sin aparentes expectativas. El problema es que, para ello, debe abandonar a su madre, con la que convive, una mujer aparentemente frágil, herida en lo más hondo de su ser tras la reciente muerte de su esposo.

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Con muy pocos elementos, Celia Rico Clavellino consigue armar una pieza que toca donde debe sin andarse por las ramas. La clave de su éxito se encuentra, en primer lugar, en un guion sencillo, pero bien estructurado, sólido tanto en el planteamiento de los conflictos como en su desarrollo y desenlace sin dejar nunca de esconder alguna pequeña sorpresa para el espectador. Estructurado en dos partes bien diferenciadas, Rico juega astutamente con el protagonismo de sus dos actrices principales para elaborar una trama que se debate más en el terreno de los sentimientos y las emociones que en la acción (aunque pasan cosas). Con estas premisas, la directora se apoya en ciertos elementos muy reconocibles para apuntar a la memoria y la experiencia sentimental de un público que no puede dejar de sentirse identificado con lo que ve, tanto en los detalles (ese teléfono móvil, la cafetera italiana, etc.) como en muchas de las situaciones que plantea. Bien medida, la estrategia, no por simple (y a tenor de las reacciones que provoca en la platea), no deja de ser muy destacable.

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El otro elemento, por supuesto, lo encontramos en la elección de un reparto que está simplemente, en su punto justo. Sin duda que Lola Dueñas se ha convertido ya en el rostro nacional de esa mujer de clase media-baja prototipo de un cierto cine costumbrista. Su mirada melancólica, pero llena de expresión, transmite los sentimientos de esa madre que tiene que buscar cuál es su nuevo lugar en el mundo. No le va a la zaga la joven (pero con un curriculum considerable) Anna Castillo, mucho mejor dirigida que en El olivode Iciar Bollain, que consigue una composición a la altura del reto que le han propuesto. Su patente espontaneidad sirve como motor para irradiar esa ingenuidad que posee Leonor frente a las contradicciones de la vida y que son su verdadero conflicto interior.

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A diferencia del polaco Pawel Pawlikowski, la gramática del cine de Celia Rico es, por decirlo de alguna manera, estéticamente menos abrumadora, un hecho que, sin embargo, no le sustrae valor alguno a su trabajo. Bien sea por cuestiones de producción, bien porque el proyecto sea conscientemente más pequeño, Rico insufla con sus encuadres una modestia de recursos que sirve perfectamente a sus propósitos. La cámara anclada al trípode, la directora renuncia valientemente a los movimientos y a los primeros planos individuales. Y es que esta es una historia de dos. Y cuando uno de esos dos falta lo que queda es el hueco, el vacío de esa ausencia que todo lo empuja hacia ese futuro que se está construyendo ante nuestro ojos. Ese hueco también cuenta y había que retratarlo. Especialmente hábil, en este mismo sentido, es la medida del ritmo interno de las secuencias a las que Rico les insufla un tiempo relajado, permitiendo que se saboreen las sensaciones que están en juego aquí. No es que entre esos silencios no ocurra nada, es que el silencio está fuertemente cargado de un significado que se asienta en un gesto inconsciente, una mirada perdida y que también hay que considerar.

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Como en Pawlikowski, Celia Riconos brinda también una interesante reflexión sobre el dentro y el afuera del universo de las dos protagonistas, de ese fuera de campo que nunca se enseña, pero se intuye y se comprende. Dentro, esta España sumida en una crisis de la que no parece que vaya a levantar nunca cabeza. Fuera un mundo, el extranjero (Londres, Suiza o Alemania, es lo de menos) donde nos dicen a todas horas que es tan próspera que caso se atan los perros con longanizas. Pero no es así. Hora es, nos dice Rico, de que miremos un poco hacia aquello de valioso que tenga lo que tenemos. GERARDO LEÓN

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