Resulta cuanto menos curioso que un cortometraje haya recibido tanta atención mediática. Considerado el hermano menor de la industria audiovisual, el cortometraje es una pieza poco frecuente en los estrenos que cada semana llenan las pantallas de nuestros cines. Si hubo un tiempo en el que formaba parte de la programación de los estrenos comerciales, hoy ha quedado prácticamente desplazado, reducido su reinado al de los festivales, grandes o pequeños, y algún programa suelto de las televisiones públicas, siempre sin demasiada difusión, o con algo más de atención dentro de la oferta de algunas de las plataformas de video bajo demanda, único amarre más o menos estable para su difusión entre una cierta audiencia.
Por eso creo que hay que celebrar el estreno de esta pieza que nos ocupa, por lo que tiene de acontecimiento, no solo en lo que hace referencia a su autor, como por lo que puede significar que el gran público ponga, siquiera por un instante, su mirada en estos formatos, caladero, por lo general, de las nuevas-futuras voces del cine nacional e internacional, cuando no de un espacio de experimentación que supera en ocasiones al de sus hermanos mayores. Dadas estas condiciones, resulta como poco curioso que un director como Pedro Almodóvar haga este ejercicio de contención para poner su talento en una pieza breve, y más aún, como dijo él mismo en alguna entrevista, en un momento en el que la ficción televisiva nos empuja en la dirección opuesta, es decir, la de las grandes y largas tramas dramáticas. Cosas de ir, por vicio, contra la corriente general.
Como todo el mundo ya sabrá a estas alturas, La voz humana es una adaptación, libre según el director manchego, de un texto original del francés Jean Cocteau. En la película, tenemos a una mujer sin nombre que espera. ¿A quién? A un hombre del que se acaba de separar y del que ansía recibir una última llamada. Cuando se produce, comienza verdaderamente el relato. Una historia que nos habla de todas esas cosas que se quedan en el camino tras una intensa relación amorosa. Algunas permanecerán guardadas en nuestro corazón para el resto de nuestra vida. Otras… bueno, no vamos a hacer un spoiler (busco el significado de spoiler en Google y me recomienda el término “destripe”; me gusta, muy almodovariano).
Qué duda cabe que el autor de títulos como Todo sobre mi madre se lo ha pasado realmente bien realizando esta pequeña pieza. En La voz humana encontramos todos los tics formales del Almodóvar de siempre: un apartamento decorado con colores chillones, vestidos de Balenciaga, la música de Alberto Iglesias y la fotografía de José Luis Alcaine. En escena, una vez más, una mujer que se sitúa al borde del abismo, devorada por la pasión, dispuesta a todo. De nuevo, las reglas de una trama que, por convención, relacionamos con el género melodramático, pero que, a estas alturas, ya pertenecen casi en exclusiva al propio Almodóvar. Aderezan la función ese cóctel entre lo kitch y lo puramente castizo de tantas de sus películas (memorable la escena de la ferretería; he pensado hablarle en inglés al ferretero de mi barrio a ver qué pasa).
Entre lo menos sorpresivo de esta propuesta se encuentra una trama demasiado esquemática en su desarrollo y que quizá remita a un conflicto al que le pasa ligeramente por encima nuestro presente. Y con esto no quiero decir que no haya quien, después de una ruptura, no pase por el proceso de duelo por el que transita la anónima protagonista de esta historia. Es solo que, cuando este elemento se nos expone como nudo de la narración, nos quedamos como esperando un algo más que no llega, nos sabe a poco. Entre lo mejor, sin duda, encontramos a un Almodóvar que no solo disfruta con lo que está haciendo, probando composiciones, juegos de auto-referencias, formas, colores y tramas, sino que se atreve a jugar con los elementos de la escena de forma, tanto narrativa como dramática, simbólica, metafórica, ofreciendo un diálogo permanente entre su protagonista y ese escenario que ya no es solo un fondo, sino un personaje más.
Y en el centro, decíamos, una mujer. ¡Y qué mujer, amigos! Es Tilda Swinton, para el que suscribe estas líneas, una debilidad desde aquel lejano día en que la vi por primera vez en Orlando (Sally Potter, 1992). Swinton es, sin duda, el alma de esta pequeña fiesta. Sin ella, el texto de Almodóvar se quedaría en una mera letanía sin fondo. Pero Swinton sabe llevar cualquier sucesión de palabras a otro nivel, darle vida a lo que, de otra forma, estaría muerto. Su presencia en la pantalla, además, convierte cada fotograma en una pequeña filigrana. Swinton pertenece de forma tan natural al cine de Almodóvar que uno se pregunta cómo es posible que esta asociación no se hubiera producido mucho antes. Swinton (“La” Swinton, diríamos entonces) se desliza por la pantalla con tal espontaneidad que rompe toda rigidez a la que a veces parece querer someterla el marco de la imagen. Le falta a Swinton, quizá, esa cosa interna tan hispánica del arrebato y que es marca de los personajes de Almodóvar y que aquí se echa un poco de menos (¿qué habría hecho Carmen Maura?). La mujer almodovariana de Swinton es más anglosajona, claro, menos pasional, le falta un pelín de ese temperamento tan característico. Aun así, uno la ve y, pobre mortal, no puede evitar preguntarse quién es el idiota que ha dejado a esa mujer. Si es que tiene que haber de todo. Vayan a verla. GERARDO LEÓN