El hombre que se enamoró de su Roomba

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“En el futuro, tendremos que acostumbrarnos a convivir con los robots”, leyó en un artículo de prensa. Pero él no acababa de creerlo. Los robots nunca serán como las personas, meditó. No es que fuera un tecnófobo radical, pero sí se mostró siempre un poco reacio a incluir en su vida ciertos avances tecnológicos. Y no tanto porque despreciara las supuestas ventajas que éstos aportaban a nuestras vidas, como por ese aire consumista que rodeaba todo lo relacionado con la ya relativamente nueva industria de los gadgets digitales. Lo que más le fastidiaba era esa aparente obligación que implicaba tener que adquirir el último aparato que se hubiera puesto de moda. De entre todos sus amigos, fue el último en comprarse un teléfono móvil, el último en pasarse de los primeros modelos (los que iban con botones) a los llamados smartphones, el último en instalarse la fibra óptica de Internet, el último en cambiar la vieja televisión de tubos por una de plasma, el último en pasar del CD al mp3 y, de ahí, a las insoportables listas de Spotify, el último en comprarse una Thermomix, y sabía que sería el último hombre en la Tierra en pasar del coche de gasolina al eléctrico.

Es, por todas estas razones, que, cuando trataron de convencerle para que se comprara una Roomba, torció el morro, recordando y diciéndose a sí mismo, “esto ya lo he vivido antes”. “Que sí, hombre. Si es muy práctico, joder”, le dijo uno de sus amigos. Él recurrió a la estrategia de siempre y trato de negar la mayor. Que con su viejo aspirador ya se apañaba. Que, aunque tenía cinco años, ¿para qué iba a cambiarlo si todavía le funcionaba tan bien? Y sus amigos, “tira esa porquería. ¿Para que vas a estar agachándote si esto lo hace todo solo?” Aunque los nuevos argumentos eran muy solventes, esta vez estaba seguro de que no cedería. Pero cuando le llego a casa el paquete el día de su cumpleaños, no pudo hacer nada. Conocedores de su histórica testarudez, su familia se había confabulado para regalarle, entre todos, el dichoso aparato. “¿Y ahora qué hago?”, se dijo. “¿Lo devuelvo?” No se atrevió.

Cuando la sacó del embalaje, su forma circular no le pareció especialmente atractiva. El libro que la acompañaba apenas llevaba unas pocas instrucciones para su funcionamiento. No tenía muchos botones: encendido, posición de limpieza en un punto y otro para colocarse en la base de recarga de la batería. Aunque no era uno de los modelos más avanzados, disponía de una opción de programación por horas. La primera vez que la conectó, lo hizo en el salón por considerarlo el lugar más amplio de su casa. Una vez se puso en marcha, el cacharro empezó a girar sobre sí mismo, como si hubiera despertado de un largo período de hibernación y se estuviera preguntando, “¿qué ha pasado?, ¿dónde estoy?” Una vez que pareció que había establecido ciertas coordenadas, comenzó su trabajo. Girando sus escobillas en forma de aspas y acompañado por aquel ruido que hacía al aspirar, la Roomba empezó a estudiar el terreno. Cuando se encontraba con un obstáculo, chocaba contra él, se daba la vuelta y emprendía una nueva dirección. Al principio, se sintió un poco decepcionado. No parecía que el aparato siguiera un orden muy preciso y tuvo que rescatarlo varias veces, cuando se enganchó con el cable de alimentación de la televisión o cuando se atrancó debajo de la falda de uno de los sofás. Tras varias idas y venidas, más bien aleatorias, por todo el salón, el aparato se detuvo. Había finalizado su tarea. Poco confiado, lo recogió del suelo y abrió su depósito. Rápidamente, cambió de parecer, pues, para su sorpresa, descubrió que allí se alojaba una pelota de polvo considerable. Tocó con la mano el suelo de terrazo y, a falta de una ligera pasada de mocho, consideró que había quedado aceptablemente limpio. Torció la boca en una expresión de conformidad y miró al aparato, que parecía esperar, paciente, su siguiente orden.

Repitió la operación en otras habitaciones, comprobando en cada caso que el resultado era óptimo. Cierto que había algunos rincones que, por su disposición, se quedaban fuera de sus escobillas, pero ese era, sin duda, un inconveniente menor. Ocurrió tal y como le habían dicho. De alguna manera, no sólo se ahorraba algún esfuerzo, también le permitía aprovechar el tiempo en otros asuntos domésticos o de cualquier otra índole que reclamaran su interés diario. Tras los dubitativos primeros pasos, él empezó a tomar confianza con la máquina. Según fue familiarizándose con su funcionamiento, le gustaba programarla a ciertas horas. Él tenía cuidado de despejar el espacio para que el aparato no se enganchara con nada y se marchaba a dar un paseo en la confianza de que, al volver, encontraría la casa más limpia y, por lo tanto, más acogedora.

Fue a partir de la segunda o tercera semana, cuando algo empezó cambiar. Lo que al principio parecía un deambular errático, comenzó a mostrar a sus ojos una cierta lógica. Aunque caótico, no descartaba que hubiera algún tipo de orden en aquel movimiento de esquina en esquina. En su suave deslizarse por el suelo, también empezó a vislumbrar una cierta gracilidad. A veces, se quedaba como hipnotizado viéndola dar giros sobre sí misma. Incluso, comenzó a apreciar en algunos movimientos algo parecido a una intención; sutil, es verdad, pero muy real. Así fue aquella vez que, después de repasar varias veces una de las habitaciones, le dijo, impaciente,” bueno, a ver cuándo acabas”. Entonces, como si le hubiera escuchado, la máquina salió por la puerta y enfiló el pasillo, alejándose de él en un gesto que le pareció provocador. Otro día, al volver de su paseo matutino, la encontró, como esperándole, al abrir la puerta, en el recibidor de su piso. ¿Casualidad? Desconcertado, la llevo al cargador y allí la dejo reposando.

Este tipo de situaciones empezó a hacerse cada vez más frecuente. Una mañana, se tropezó con ella a los pies de la cama, al levantarse. Ambos se miraron, como a la expectativa, estudiándose el uno al otro. ¿Se había conectado ella sola?, se dijo. No le dio más importancia. En otra ocasión, creyó entender que lo seguía por la casa. La puso a prueba y dio un brusco giro hacia el cuarto de baño. La máquina se fue detrás de él. En un primer momento, se asustó. ¿Y si aquel robot tenía conciencia de sí?  Pero eso era imposible. Repitió la prueba y el trasto volvió seguirle. Preocupado, busco en Internet, pero no encontró ningún caso similar que le ayudara a resolver el misterio.

A partir de ahí, según iba aceptando lo que sin duda era una rareza (quizá tuviera algún fallo en la programación), este tipo de situaciones se fueron repitiendo. Pero llegó aquel otro día en el que, tras repasar varias habitaciones, la máquina se detuvo a un metro de él mientras estaba haciendo una paella en la cocina. “Hola”, dijo él, distraído. La máquina pareció callada, pero, al cabo de un segundo, emitió un leve pitido. ¿Le había contestado? Se puso algo nervioso, pero luego recapacitó. “Pero, vamos a ver”, se dijo. “Supongamos que es así. Imaginemos por un momento que este trasto, de alguna manera, piensa y actúa por sí mismo. ¿Qué puede hacerme? Además, aún en el caso de que esto sea cierto, si continúa dejando la casa igual de limpia, ¿a mí qué más me da?”, concluyó. Una tarde, estaba escuchando la radio y, distraídamente, empezó a comentarle las noticias del día. De ahí pasó a hablarle de sus problemas con su exmujer y sus hijos. Otro, se encontró comentándole las posibles dificultades con el trabajo si aquella situación de cuarentena profesional se prolongaba durante muchos meses. La máquina parecía que siempre lo escuchaba. Sólo de vez en cuando, emitía uno de esos pitidos, como indicando que seguía allí. Cuando se dio cuenta, se descubrió regresando a casa más pronto de sus paseos para no dejarla sola. Más tarde, descubrió que no se dormía si no la dejaba a los pies de la cama, junto a sus zapatillas. Pero, cuando ya no tuvo más remedio que reconocer que algo extraordinario estaba ocurriendo fue cuando se descubrió llamándole “ella” si, en su cabeza, se refería al aparato en tercera persona.

¿Podría llamarse a aquello amor? No. Pero, ¿qué era entonces?, se dijo. ¿Había acaso alguien en el mundo que lo escuchara como ella? ¿Había alguna otra persona que conociera que estuviera más atento que ella a sus necesidades de compañía, comprensión y apoyo? No se atrevió a contestar. Y así, por un tiempo, se sintió muy feliz. Poco le importaba ya que el gobierno no levantará el dichoso Estado de Alarma. Ya no se sentiría tan solo.

Pero toda historia de amor puro como esta, acaba siempre por tropezarse con algún inconveniente. Así, una mañana se despertó y no la vio junto a él. La buscó por todas partes. Al ver que no aparecía, la llamó a gritos. Al fin, la encontró en un rincón de una habitación que usaba de trastero, debajo de unas cajas. Ella estaba volcada hacia arriba, totalmente destripada. Cuando vio esta imagen, se horrorizó. Pero, ¿quién había podido cometer semejante crimen? Recogió las piezas y trató de unirlas, pero, aunque era mañoso, los circuitos estaban quemados y no pudo hacer nada para devolverlos a su estado original.

Ha iniciado una investigación. Tras reunir varias pruebas, todo apunta al viejo aspirador como posible culpable, pero no está seguro. Un día, lo acorraló en un armario y lo sometió a un escrupuloso interrogatorio, pero el muy cabrón aún no ha soltado prenda. GERARDO LEÓN

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