Una historia de amor

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Qué hace que un ser humano ponga sus ojos en otro ser humano es uno de esos misterios sobre los que llevamos dando vueltas miles de años y que quizá nunca lleguemos a resolver. Y a lo mejor está bien que sea así. Un misterio debe ser, sobre todo, misterioso, pues, si se resuelve, desaparece, deja de ser lo que determina su esencia.

Llevaban trabajando juntos más de dos años, pero solo desde hacía unos meses había empezado a considerarla desde esa otra manera especial. O quizá había sido ella la que se había fijado en él de esa otra manera y él, recibiendo de alguna forma de la que no había sido consciente, las señales, las había hecho suyas, incorporándolas a su manera de proyectarse hacia el mundo. El caso es que él sabía, y ella también debía de saber, pero ninguno daba el primer paso, bloqueados, entre otras razones, por aquella regla que se decía que había en la empresa, pero que nunca nadie había visto ni oído, que prohibía tener relaciones entre los empleados. Aquella mañana, sin embargo, se decidió a hacerlo. ¡A la mierda!, pensó. Tomada la decisión, había dos opciones: o bien le mandaba un mensaje sugerente al móvil (“tengo que hablar contigo”, o algo así), o bien se acercaba a ella directamente cuando se presentara la ocasión adecuada, es decir, cuando no hubiera nadie rondando. Y fíjate si la cosa no estaba predestinada (otro misterio, el destino), que esa misma mañana fue ella la que lo abordó.

Tenían que hablar, le dijo. Claro, por supuesto, respondió él. Y así quedaron citados en una cafetería cerca de la vivienda de ella a la salida del trabajo. Hablaron como un par de horas. Como trabajaban juntos, se saltaron buena parte de la lógica presentación entre absolutos desconocidos, pues a esas alturas ya sabían mucho el uno del otro. Sin embargo, había muchas lagunas, ya que no era lo mismo tratarse de manera profesional que hacerlo fuera del rígido contexto de la oficina. Eran las mismas personas, el mismo número de carnet de identidad, los mismos rostros, pero diferentes. Como era la primera vez que practicaban esta nueva faceta de su relación, comenzaron, por abrir fuego, repasando los problemas que tenían en el trabajo, lo cual les sirvió de colchón para ir tomando confianza el uno en el otro antes de empezar a abrirse de verdad. Tanto se tantearon que, cuando se dieron cuenta de que tenían que separarse, apenas habían empezado a revelar nada de ellos mismos. No importa, se dijo él, y ella debió de pensar, lógicamente, lo mismo. Para empezar a remediarlo, ambos quedaron en citarse de nuevo ese mismo fin de semana de su primera cita en la cafetería, quizá para comer o a cenar. Pero la suerte (otro misterio aún más misterioso), vino a dictaminar que el gobierno impusiera el Estado de Alarma, confinando a todos los ciudadanos en sus domicilios.

¡Vaya, por Dios!, se dijo él. También es casualidad. Precisamente ahora, cuando se habían decidido, venía el cochino virus a fastidiarles la fiesta. Pero, ante tamaña adversidad (otro misterio), ninguno quiso perder el ánimo. En los primeros días de encierro, empezaron mandándose cortos mensajes de texto. ¿Cómo estás? Bien, ¿y tú? Bien, también. Me alegro mucho. Estaban volviendo a tantearse. Luego, comenzaron a enviarse mensajes mucho más largos, según la correlación de preguntas y respuestas que se enviaban se iba haciendo más compleja. Después, para ahorrarse tanto tecleteo en la pantalla, pasaron a enviarse mensajes de voz. Eso pareció acercarlos un poco más, porque no es lo mismo leer un texto frío, sin matices (por muchos emojis que agregues) que poder percibir el verdadero tono de las palabras y las frases compuestas. Y las risas. Ahí fue cuando las cosas empezaron a tornarse algo más serias. No es que ellos nunca hubieran escuchado la risa del otro, pero esta era otro tipo de risa. No es lo mismo reírse en el trabajo mediando en ello cualquier asunto laboral (generalmente, un poco sórdido), que hacerlo movido por un comentario distendido sobre la realidad política y social del momento, un meme compartido, alguna ocurrencia sobre la manera de cocinar de él o la forma de dormir de ella (se movía tanto que, a veces, terminaba por despertarse con los pies en el cabezal de la cama, le confesó). No, no era lo mismo. Además, lo bueno que tenían los mensajes de voz es que podías reproducirlos cuando quisieras. A veces, él se quedaba dormido escuchando una secuencia de mensajes que se habían enviado esa misma tarde. En sus sueños, ella se quedaba dormida escuchándolo a él.

Un día decidieron dar el salto y se citaron por Skype. Después de una semana sin verse, la imagen del otro les pilló por sorpresa. Una sorpresa que a ambos les resultó agradable. Motivado por el nuevo Estado de Alarma, a ella la habían mandado a su casa en modo teletrabajo. A él lo cesaron temporalmente de acuerdo a un ERTE que afectó a todo su departamento. ¿Para qué querían pagar a un comercial si no había nada que vender? Y aquí tuvieron que superar un nuevo obstáculo, porque no era lo mismo mandarse mensajes individuales que conversar el uno con el otro cara a cara. Afortunadamente, el bagaje anterior les facilitó un poco las cosas. Ya desde la primera conversación se notó que todo fluía entre ellos. Quizá el mayor problema vino de parte de la tecnología. Por algún motivo, quizá fueran los megas contratados o la calidad deficiente del router, la imagen de ella se quedaba congelada de tanto en tanto. En un primer momento, él trataba siempre de advertirla, para que, una vez restablecida la imagen, recuperar parte de la conversación que habían podido perder. Y así seguirían hablando un día tras otro.

Gracias a la imagen en movimiento que les ofrecían sus respectivas webcams, pudieron mostrarse sus casas: el salón, la cocina, los cuartos de baño, sus champús favoritos, la toalla con la que se secaban las manos, las vistas desde sus respectivos balcones. Compartieron clases de gimnasia de mantenimiento y listas de Spotify. En una ocasión, llegaron a salir a aplaudir juntos a las ocho de la tarde, vía internet. Ambos vivían solos, pero estos video-chats les fueron introduciendo en una nueva cotidianeidad en la que parecía que estaban compartiendo piso, un piso hecho de dos pisos, el suyo y el de ella, que se comunicaban por cable de fibra a cientos de metros de distancia. En todo el tiempo que duró este tráfico de datos, seguía persistiendo, sin embargo, esas pequeñas ausencias de la imagen que él empezó a dejar pasar por no insistir tanto y no entorpecer la conversación con ella y que llegara, quizá, a molestarse o cansarse de tanta interrupción y le pidiera volver a los mensajes escritos.

Durante estos parones, él se quedaba contemplando la imagen congelada de ella en el monitor de su ordenador. A veces, las pausas eran tan largas que él las suplía estudiando cada detalle de los rasgos de aquel rostro. A veces, la expresión de su cara resultaba muy divertida. Otras, inspiraba tristeza. Otras, era tan ridícula que casi resultaba patética. Cuando todo volvía a su estado normal, aún sin saber de qué narices estaban hablando, él sonreía como si nada.

Empezó a preocuparse aquella noche en la que se quedó despierto hasta muy tarde pensando en uno de aquellos rostros congelados. En realidad, no era un rostro completo, pues la mitad de la cara de ella se había quedado fuera de la pantalla. Había una belleza especial, distinta, en aquel estatismo, se dijo. Y no era tanto por la expresión concreta o aquella serenidad muscular que ofrecía en ese momento. Era que aquel rostro le presentaba un misterio que él percibía en el fondo de sus ojos, en un pliegue tras la oreja derecha, en la caída de un mechón de pelo, y que le remitía a una ella que no era ella, por decirlo así, sino a otra ella que a él le hubiera gustado conocer. Era ella, claro, pero en una variedad diferente. Seducido por aquellos rostros congelados empezó a coleccionarlos guardándolos en el disco duro del ordenador a base de capturas de pantalla que luego metía en una carpeta reservada para ello. A veces, cuando acababa de hablar con ella, abría esa carpeta y repasaba durante horas todos esos instantes que había coleccionado. Un día se le hicieron las cinco de la mañana, entretenido en tan extravagante quehacer. No es que hubiera perdido el interés por la ella original, al contario. Es que aquellas imágenes le ofrecían la posibilidad de una ella que ahora se expandía hacia el infinito. Sintió que la relación con ella era ahora casi eterna.

Entonces llegó el día en el que las limitaciones decretadas por el Estado de Alarma empezaron a relajarse. Ahora podían salir a pasear una hora al día y a un kilómetro de distancia de sus casas. Calcularon en Google Maps el lugar más próximo y se citaron. Era domingo por la tarde. Ambos se habían dicho que no hacía falta arreglarse mucho, pero luego descubrirían que ninguno de los dos había hecho caso a esta condición. Cuando llegaron al punto acordado, descubrieron que el kilómetro que había desde sus respectivas viviendas los dejaba a apenas siete metros el uno del otro. Ambos se quedaron paralizados sin atreverse a avanzar. En el fondo, era una tontería. Saltarse la restricción por tan poco espacio no podría acarrearles demasiados problemas (¿quién iba a verles?). Ahora bien, por otro lado, quizá no les convenía estar demasiado cerca el uno del otro por aquello de que podrían ser portadores del virus sin tener conocimiento de ello. Pero no era eso tampoco lo que les impedía acercarse y ambos lo sabían. Fue entonces cuando ella le pidió a él que se estuviera quieto, que no se moviera. Él, que sabía lo que estaba pasando, obedeció. Entonces, ella sacó su teléfono móvil y le hizo una foto. Luego miró la imagen y sonrió. Después, fue el turno de ella. En la foto de él, ella aparecía sonriente, mirando al cielo, los brazos extendidos y haciendo una señal de victoria. Desde entonces, han acordado repetir esta operación todos los días. Ya han abandonado el Skype. GERARDO LEÓN

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