Un tipo ordenado

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Soy un tipo ordenado. En general, no me gustan mucho los cambios y suelo llevar mi vida conforme a un estricto programa de tareas diseñado con escrupulosa meticulosidad. Mi agenda cotidiana se divide, de lunes a domingo, de la siguiente manera. De lunes a viernes, trabajo. El sábado por la mañana lo dedico a las labores domésticas (compra, algo de limpieza general de la casa) y, por la tarde o hacia la noche, hago un poco de vida social, generalmente, con mi grupo habitual de amigos. De esta forma, el domingo por la mañana duermo hasta muy tarde, hecho que me deja poco espacio para otros quehaceres. A mediodía, según se dan las cosas, acudo a la obligatoria comida en familia con padres y hermanos y, como colofón, la tarde suelo pasarla haciendo el memo en internet o viendo películas insustanciales en la televisión. Como podéis ver, es un programa sencillo, pero que suelo respetar a rajatabla, sin saltármelo ni un solo día de mi vida, salvo, lógicamente, durante las vacaciones de verano, que tienen un programa aparte. Con esto solo quiero decir que no suelo ir al trabajo los fines de semana, ni tampoco me entrego a ningún tipo de actividad ociosa (como salir de bares o hacer el memo en internet o viendo la televisión) un martes o un jueves cualquiera. Todo en mi vida está, de esta forma, separado en compartimentos estancos. De dónde me viene esta manía por el control de mi tiempo es algo que he analizado muchas veces a lo largo de mi vida, sin llegar, por el momento, a ninguna conclusión razonable.

Ahora bien, entre mis muchas costumbres, tengo establecida la rutina de tomarme una cerveza los viernes por la tarde, cuando llego a casa, al acabar la semana, después de salir del trabajo. Es una especie de premio que me concedo por el esfuerzo que he realizado, un gesto a modo de sencilla recompensa que me otorgo por todas las miserias y miserables que he tenido que aguantar los cinco días previos. Poco o nada de bebida (si no es por compromiso) accede a mi cuerpo hasta ese momento de sagrada comunión conmigo mismo y con el mundo en el que, por primera vez, entra por mi garganta el suave y refrescante burbujeo de la cebada fermentada y conservada, a baja temperatura, en la esmaltada nevera de mi cocina. No hay placer que pueda emular ese acto de abrir el botellín y dirigirlo hacia mis labios, no tanto por el hecho, intrascendente, de beber, como por el gesto de independencia que implica para mí. La simple acción de levantar el codo y llevar la botella hasta mi boca es una afirmación de principios, una señal de victoria sobre los sinsabores de la vida. Hemos sobrevivido a otra semana y, ahora, por un breve lapso de tiempo, somos, de nuevo, libres.

Tiempo. Tiempo. Tras la declaración del Estado de Alarma no dejo de pensar en eso del tiempo. Llevo varios días en casa, sin salir a la calle, y las paredes se me caen encima. Rotas mis rutinas, no sé en qué día estoy, si es lunes, martes, viernes, sábado o domingo y, en consecuencia, he perdido mi amado sentido del orden. Dispensado de mis obligaciones cotidianas, me confundo y abro una cerveza tras otra, sin saber exactamente qué debo celebrar. Así, ando borracho buena parte del día, duermo hasta tarde, mato las horas mirando bobadas en la tele o en el ordenador, me exalto, río, lloro con los mensajes que llegan a mi móvil, y luego, como me aburro, vuelvo a emborracharme, a ver si, por casualidad, tengo algo de suerte y mato un poco de tiempo. Pero el tiempo no pasa porque ya no existe el tiempo. Solo hay día y noche. Y de nuevo aquí, otra vez borracho hasta las cejas, voy de la cocina al comedor y, luego, paso al cuarto de baño, perdido entre las cuatro paredes de este piso de mierda en el que vivo que, por si fuera poco, me cuesta mantener un ojo de la cara. Por favor, no tarden. Devuélvanme mi orden. Lo añoro. GERARDO LEÓN

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