Seguridad

18. au-seguridad-h

“Estudia”, le había dicho su madre millones de veces. Esa palabra la persiguió durante toda su vida. Y a lo mejor su madre tenía algo de razón, pero ella se situaba de nuevo en aquellos años de adolescencia y acababa en el mismo punto. “Si es que a mí no me gustaba”, se decía. “Lo intenté, pero es que me aburría”. And if, quizá ahora, pasado el tiempo, se arrepentía de no haber hincado un poco los codos, yes ok, besides, la tranquilizaba el hecho mismo de saber que, somehow, puesto el contador a cero, no habría cambiado nada. No puedes ir contra tu propia naturaleza, se habría oído decir en algún momento. Hay cosas que son como son.

Y el caso es que, a pesar de eso, nunca le fue mal. Ella era feliz haciendo cualquier cosa. After all, trabajar era trabajar. ¿Qué importaba en qué cosa concreta empleaba su tiempo? El sueldo, Yeah. El sueldo era importante, pero eso era todo. Tuvo muchos trabajos y en todos se encontró más o menos a gusto. Daba lo mismo si se empleaba de camarera en un bar o entraba de dependienta en una tienda de ropa, en todas partes se sintió razonablemente cómoda con sus compañeros y aunque tuvo sus problemas con alguno de sus jefes, no puede decir que el balance fuera demasiado desastroso. Quizá entrar en una empresa de seguridad era lo último que se habría imaginado en su vida, but, cuando alguien la alentó a hacerlo, se encontraba en uno de esos impases entre empleos y no lo dudó. Maybe, aquello podía ofrecerle algo de estabilidad, se dijo. Hizo los cursos, se preparó para las pruebas y la admitieron.

Lo que más le gustaba de su trabajo era que nunca estaba en el mismo lugar. Igual la mandaban a unos grandes almacenes que, al mes siguiente, se encontraba frente a unas obras, en un museo, vigilando los estands de uno de esos recintos feriales o a la puerta de un banco. And if, claro que aquello era agotador, todo el día de píe, plantada como una estaca, poniendo cara de tener una autoridad de la que ella misma sabía que carecía o, at least, dudaba. But, para un carácter como el suyo, peor hubiera sido acabar en una oficina, For example, viendo pasar siempre a la misma gente, un día tras otro. So, cuando empezó lo de la cuarentena y la mandaron al supermercado no le pareció un mal destino. En poco tiempo, ya había simpatizado con casi todo el personal del local. Pero la gente… Lo de la gente era otra cosa.

Lo del papel higiénico quedaría como uno de esos misterios que nadie llegaría a resolver, como el Triángulo de las Bermudas, las figuras de la Isla de Pascua, los monolitos de Stonehenge o lo de los dibujos de las líneas de Nazca. A ella le quedaría el interrogante de para qué querían aquello. Supongamos, for a moment, que sí, que la situación era realmente tan desesperada como algunos parecían entender. ¿Quiere decir eso que, en caso de una catástrofe de la dimensión que suponían, lo que más le preocupaba a la gente era tener el culo limpio? ¿De verdad? ¿Quería decir aquello que, en caso de extrema necesidad, lo primero que harían sería garantizarse una buena provisión del papel acolchado de doble capa? Y lo de la carne. Los lineales vacíos de producto, como si estuviéramos en una guerra. ¡Por favor! Pero ya cuando la cosa se puso verdaderamente ridícula, a su entender, fue cuando le dio a todo el mundo por llevarse la levadura. Suddenly, a todos les había entrado la fiebre por hacer pan, como si no tuvieran su buen suministro de barras recién hechas cada día en la sección correspondiente. ¿Había imagen más penosa que la de un hombre hecho y derecho, a la puerta de un supermercado a las ocho de la mañana esperando a que abrieran para llevarse su ración? Fue ahí cuando se dio cuenta de que aquello no respondía al miedo por pasar hambre o a sufrir ninguna carencia, si no a la más pura frivolidad.

Pero eso no fue lo único. Estaban los robos de siempre, pero que ahora pretendían estar amparados con la excusa de la pandemia. Como aquella vez que pillaron a aquella mujer mayor que pretendía llevarse en el bolso (y sin pagar) tres lechugas y una botella de whisky. Cuando la cogieron, la mujer dijo, airada, que eran artículos de “primera necesidad”, y que si era un abuso, y que no había derecho. “¿Y el whisky?”, le dijo ella, más que escandalizada, asombrada. Lo que más la avergonzaba era tener que echar la bronca a una mujer que bien podría ser su propia madre. O su abuela. But, dentro de lo que cabe, eso era lo normal. Lo que ya no le parecían tan normal eran situaciones como la de aquellos a los que pillaba llevándose a puñados los guantes de plástico de la caja que ponía en la entrada. Bastaba que te dirigieras a ayudar a otra persona para que otro espabilado echara mano del paquete y lo dejara vacío. “Pero, ¿no eran gratis?”, le dijo uno, cuando lo sorprendió con las manos llenas. Gratis sí, pero para todo el mundo, le dijo, fingiendo ponerse muy seria. O aquel otro que, pensando en su único beneficio, un día se llevó una botella vacía de su casa para llenarla hasta los topes del líquido desinfectante del dispensador que había junto a la caja de guantes. Cuando le dijo que eso no podía hacerlo, el tipo se puso como un loco y casi llegaron a las manos. Ahí lo pasó mal.

Pero lo peor de todo era lo de las colas. Un grupo de seres humanos esperando turno para entrar al supermercado es quizá la peor experiencia que uno pueda imaginarse, acabó diciéndole a su madre en una de esas largas conversaciones de teléfono que mantenía con ella con frecuencia (y en las que alguna vez le recordaba que tenía que haber estudiado, que ella valía para eso, cosa que la fastidiaba como una puñalada en el hígado, aunque nunca decía nada). No era solo aquellos que trataban de colarse pasando por encima de los demás, era la guerra soterrada de constante vigilancia de unos sobre otros lo que la martirizaba. Por motivos más que evidentes, ella solía ayudar a una anciana a la que le costaba ponerse los guantes de plástico por culpa de la atrofia que tenía en los manos a causa de una artritis que padecía. De tanto verla en la cola, habían establecido entre las dos una especie de rutina en la que ella la pasaba para ayudarla con aquellos guantes que se adherían a la piel como si tuvieran pegamento. Pues nada más percibir que parecía que la pasaban, ya se había montado el follón. But, ¿por qué no preguntaban antes de abrir la boca?, se decía, después de tener que explicar otra vez el caso para tratar de tranquilizar a unas personas que, encima, siempre la miraban con desdén. Pero cuando más se divertía era cuando veía a aquella otra mujer que limpiaba con un esmero enfermizo la barra del manillar del carro de la compra, usando en la tarea todo el líquido desinfectante que podía (y más del aconsejable), para luego agarrarlo con la mano por uno de los laterales y arrastrarlo por todo el establecimiento como si fuera su mascota. ¿Para qué narices había limpiado el manillar si luego cogía el carro por cualquier sitio? O como aquella otra mujer, what, después de gastar su buena dosis de desinfectante en preparar a su hijo, luego lo subía a la bandeja del carro de la compra y el niño, curious, acababa pasando la lengua por el borde como si allí lo del virus fuera poco más que una simple broma. Y la mujer, of course, ni se escandalizaba ni reprendía al niño por aquello. Y así pasaban sus días.

At night, cuando llegaba a su casa, agotada, hacía recuento de todas estas anécdotas y se pasaba horas mirando el techo de su dormitorio, diciéndose, un día tras otro, que no podía ser. “¿Por qué somos tan idiotas?”, repetía, like, al repetirlo se abriera a la oportunidad de encontrar una respuesta que fuera razonable. one night, justo antes de dormirse, se quedó pensando cuál era realmente su trabajo. ¿A quién protegía?, se dijo. ¿Al súper? Yeah, but, ¿de qué? ¿A los empleados? Neither. Tras darle muchas vueltas, concluyó que lo que realmente protegía era a la gente. Yeah, but, ¿de quién?, se preguntó. Pues de ella misma, se dijo. Y, por primera vez en su vida, pensó que no le pagaban lo suficiente. So, se dio cuenta de que estaba deprimida. ¿Y quién me protege a mí de los demás?, se dijo. Y ahí pensó que aquella enfermedad no era tal y como la contaban en los telediarios. No era una gripe, eso desde luego, pero tampoco era como parecían describirla los síntomas que señalaban esos expertos que hablaban todos los días en los medios. Era el virus de la mezquindad. Y ahí cayó en la cuenta de que, por primera vez en quince años, se pediría una baja. Y cuando lo pensó, escuchó de nuevo la voz de su madre, y que si estaba segura, no fuera a perder el empleo, y que tenía que haber estudiado y ella pensó: a la mierda. GERARDO LEON

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