Mascarada

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A veces las casualidades desencadenan acontecimientos que pueden marcarnos para toda la vida. Esto es lo que recordaría ella más tarde, cuando repasara en su cabeza la primera vez que se cruzó con la que, somehow, llegaría a ser en el futuro una de sus mejores amigas. Se cruzaron en el parque, a la hora del paseo vespertino. Desde que el gobierno había permitido salir a la gente de sus casas, todos los días se ponía su mascarilla y salía a la calle a dar una pequeña vuelta. Salía sola, sobre las ocho y cuarto. Como salía a caminar por caminar, lo hacía sin marcarse ningún rumbo ni destino fijos. Sometimes, abandonaba el portal de su finca y giraba a la derecha para trazar un enorme arco entre los bloques colindantes. En este trayecto, pasaba frente a la puerta de un quiosco que no había dejado de estar abierto durante toda la cuarentena, de la ferretería, de una tienda de pollos y de una pequeña pizzería que habían montado unos chicos hacía muy poco tiempo y que, aunque se había visto obligada a cerrar durante las semanas más duras del confinamiento, ahora había vuelto a abrir la persiana para servir pizzas a domicilio y por encargo. Otras veces, giraba a la derecha y llegaba hasta el polideportivo municipal. Allí se quedaba unos segundos contemplando el edificio cerrado, añorando sus clases de gimnasia y las horas que pasaba machacándose la celulitis en la piscina. Otras veces, caminaba recto, poniéndose como límite una gran avenida que marcaba la frontera norte del barrio donde vivía. Tomara la dirección que tomara, siempre pasaba unos minutos por un parque que quedaba a pocas manzanas de su casa con el fin de ver algo de verde que le aliviara un poco la visión de tanto asfalto gris.

Una de esas tardes, caminando precisamente por el parque, se cruzó con ella. Al pasar a su lado, ella (la otra ella que no era ella misma en esta historia), levantó los ojos y la miró. Iba hablando animadamente con otras, supuso más tarde, amigas que la acompañaban. Al cruzarse las miradas, éstas se sostuvieron durante el tiempo suficiente para que aquella se sintiera en la obligación de dedicarle un saludo, que le ofreció levantando levemente la barbilla. Interpelada por el gesto, ella también la saludó con idéntico ademán. Ese primer día, no sucedió nada más. Pero el caso es que, cuando la rebasó, ella se quedó pensando por qué la había saludado. ¿Acaso se conocían? No estaba segura. De cualquier forma, si era así, al tener la cara igualmente cubierta por la mascarilla quirúrgica, no pudo reconocerla. Aunque el encuentro había sido fugaz, repasó en su cabeza los detalles de aquel rostro, la frente ya ligeramente estriada por los años, las cejas muy finas, y se preguntó si podía haber sido aquella vecina que se cruzaba con frecuencia en el súper. El chándal negro, la delgadez de su cuerpo y esa forma liviana que tenía de caminar, casi sin apoyar los talones, le recordaron a esa persona, but, ¿se había cortado el pelo?, se dijo. No recordaba que lo llevara así. El tinte, tampoco parecía el de siempre. Siguió paseando un rato y lo olvidó.

Pero entonces sucedió que, al día siguiente, se cruzaron de nuevo. En este nuevo y breve encuentro, obligadas quizá por la cortesía a la que las comprometía el saludo del día anterior, volvieron a hacerlo de la misma manera: mirada directa a los ojos, ligero levantar de cejas, el extremo de la barbilla apuntando hacia la otra mujer. Esta vez, ella trató de fijarse mejor, buscando en el reducido marco que formaba la parte superior de su cara, por encima del arco de la nariz hasta las primeras raíces del pelo, algún indicio más preciso que le permitiera concretar la identidad de la otra caminante. Pero no lo logró. Pensó en su vecina del cuarto, que también estaba muy delgada, pero luego cayó en la cuenta de que aquella siempre andaba colgada del brazo de su marido, que estaba enfermo de algo, y rechazó la idea. ¿No sería aquella otra mujer que llevaba la tienda de ropa para niños?, se dijo. Neither. Era más joven. Y así, siguió cavilando y repasando rostros y situaciones que le dieran alguna pista que le permitiera, no ponerle un nombre (no aspiraba a tanto), pero si un espacio común identificable, unas fechas, alguna anécdota concreta que significara a la otra persona entre todas las demás. Pero ninguna de esas imágenes lograba despejar la incógnita.

A aquel segundo encuentro, le siguió un tercero, luego un cuarto. En el quinto, la otra mujer, forzada quizá por lo que ya era un suceso frecuente, dijo, “hola”. Ella dudó un segundo, pero igualmente respondió, “hola”. ¿Y qué iba a hacer? No podía quedarse callada. Si la conocía, habría quedado fatal y, then, cuando todo aquello del virus se olvidara y la gente pudiera pasear sin tener que ponerse la dichosa mascarilla, quizá se lo reprochara en algún momento. No costaba nada mostrarse educada, thought. Por si acaso. Fijado, however, este nuevo orden, el “hola” se impondría a la barbilla en los siguientes encuentros por el parque.

Una de esas tardes, fue ella la que se sintió más atrevida y en vez del “hola” de rigor, le dijo a la otra mujer: “¿qué tal?, ¿todo bien?” La otra hizo un gesto de sorpresa, but, inmediatamente, reaccionó al desafío. “Muy bien, ¿y vosotros?”, le soltó. So, ella, que no quiso sentirse amedrentada por la intrépida respuesta, le dijo, “muy bien, also, gracias”. Este iba a ser ya el protocolo de los siguientes días, fórmula a la que le irían añadiendo alguna variación del tipo, “me alegro”, en boca de una de las dos al final del breve intercambio de frases, rematado con un “igualmente” antes de rebasarse para seguir cada una por su camino.

Y así continuaron los siguientes días. Muchas veces, al volver a su casa de estos paseos vespertinos, ella se daba una ducha. Mientras el agua corría por su cuerpo, repasaba en su mente estas escenas, regodeándose con cada palabra: “¿qué tal?”, “¿cómo estás?”, “¿va todo bien?”, “pues mira, vamos tirando, dentro de lo que cabe”, “me alegro mucho”. Recordando esto, a veces se miraba en el espejo del cuarto de baño y se encontraba con ella misma sonriendo. ¿De qué sonreía?, se decía, so. Quizá lo peor de esta situación, no era que se descubriera a sí misma relatándose lo que ya había vivido, sino el hecho de que no tenía a nadie más con quien compartir esta nueva y refrescante experiencia de su vida. Sometimes, cuando hablaba con su hijo, que vivía en la otra punta de la ciudad, estaba tentada de contarle estos encuentros, but, en el último segundo, las palabras en la punta de la lengua, se reprimía de hacerlo. “Total, ¿para qué?”, pensaba. “Este no lo entenderá. Siempre va a lo suyo. Dirá que me he vuelto loca. O seguro que piensa que debo preguntarle el nombre. But, ¿cómo voy a hacer eso a estas alturas? ¿Ahora? ¿Después de todas las veces que nos hemos saludado? Quedaría peor. No, ahora ya es tarde para eso”, se decía, finally.

One day, however, ella siguió su ruta de siempre. Llegado al punto y la hora exacta en la que coincidía con la otra mujer, ésta no apareció. Se quedó un poco despagada, pero de inmediato pensó que quizá había tomado otra dirección o, simply, había decidido no salir a pasear esa tarde, algo de lo más normal. Pero cuando, al día siguiente, volvió a suceder lo mismo, se quedó desconcertada. Y ya empezó a preocuparse cuando dejó de verla los dos días siguientes. ¿Y si había retrasado su hora de salir a pasear?, se dijo, intranquila. A lo mejor, se había puesto enferma. O había tenido algún tipo de accidente que no la dejaba salir a la calle. ¿Y si había cambiado definitivamente de recorrido? But, ¿por dónde? Y lo que más la atemorizaba, ¿por qué lo había hecho? ¿Acaso la había sentido importunada con sus saludos y había decidido cambiar de ruta para no cruzarse con ella y verse obligada a responder, como hacían siempre? Esta última idea la deprimió un poco. Para animarse, se dijo que no pasaba nada, que quizá no fuera más que una desconocida y que tampoco valía la pena dejarse abatir por algo así. But, por alguna razón que no lograba precisar, sí se sentía abatida.

Pero el destino, que a veces puede ser muy macabro, decidió apiadarse de ella y la siguiente tarde se produjo el esperado reencuentro. Cuando la vio aparecer a lo lejos, algo le subió desde el estómago hasta los pelos de la nuca que la llenó de una energía que hacía mucho tiempo que no sentía. Al llegar junto a la otra mujer, algo vio en su mirada que le hizo pensar que quizá ella también estaba sintiendo algo semejante. Una especie de brillo que iluminaba el iris grisáceo de sus ojos y que, a pesar de la mascarilla, daba a su cara una luz especial, diferente. Pero no solo eso. Al cruzarse, la otra mujer dijo, “¡hola!”. Ella se dio cuenta enseguida de que aquel “hola” no era un hola como los “holas” anteriores, un “hola” cortes, pero algo desvaído. Era un “hola” vivo, un “hola” vigoroso, un “hola” que transmitía la alegría del que anhela el encuentro con alguien al que realmente desea ver. Ella respondió con otro “hola”, al que le puso deliberadamente toda su pasión. Y así, continuaron. “¿Cómo estás?” “Muy bien, ¿y tú?” “Muy bien, also. Estupenda”. “Me alegro de verte”. “Igualmente”. Con este nuevo ánimo, siguieron hablando hasta que ella se dio cuenta de un hecho asombroso. En su intercambio de saludos, ocurrió que, sin darse cuenta, en lugar de seguir caminando de acuerdo con la costumbre, las dos se habían detenido.

Ella estaba sorprendida, pero no quiso decir nada ni llamar la atención de la otra sobre este hecho por si, somehow, rompía la magia del momento. Pero lo realmente importante en este relato sucedió a continuación, cuando la otra mujer le dijo a ella, “¿a dónde vas?” Consciente de lo que estaba ocurriendo, algo nerviosa, ella le explicó el itinerario que hacía todas las tardes. A esta explicación, y mientras las otras mujeres que la acompañaban seguían esperando, la desconocida (¿o conocida?) le indicó después la ruta que ellas solían seguir. So, se lo dijo. “Si quieres acompañarnos”, le propuso. A ella le entraron los sudores. Tratando de mostrar serenidad y un poquito de descarada indiferencia, le dijo, “vale”. Nadie pareció poner ningún inconveniente a esta nueva situación. After, el grupo arrancó a caminar.

Since then, se citan todas las tardes a la orilla del parque. Quedan como a las ocho y diez, para dar margen a todas a llegar a tiempo. Then, se ponen a dar vueltas por el barrio. Y hablan de muchas cosas, of the family, de sus hijos, de sus maridos, del tiempo, de la mierda del virus, de lo incómodas que son las mascarillas y que si parece que la gente ahora sale disfrazada a la calle, dijo una de las amigas de la otra en una ocasión, cosa que, pensando en cómo se habían conocido, a ella le hizo mucha gracia y se rio. Y a estas alturas de su relación, ella todavía no sabe de qué la conocía, si es que la conocía de algo, aunque la verdad es que ahora ya da igual. Solo la curiosidad le hace anhelar algunas noches que se acabe este rollo de la pandemia para poder quitarse la mascarilla y poner una cara completa a su nueva (o vieja) amiga. GERARDO LEON

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