Después de varias semanas de confinamiento, la carta todavía custodiaba, orgullosa, la entrada del pequeño restaurante. Tras la pantalla de metacrilato, encerrado en una caja de metal de color negro, aún podía leerse el último menú. De primero, ofrecía varios platos a elegir: arroz meloso con conejo y setas, una ensalada de pasta, o potaje de garbanzos con bacalao y espinacas. De segundo, podías escoger entre unos medallones de solomillo, merluza en salsa verde o unas patatas a lo pobre que acompañaban una pieza de pollo al horno. El postre y el café o bebida, estaban incluidos. Total: 11’50 €, precio un poco más alto que la media de la zona, pero que quedaba compensado por la calidad de la cocina, según algunos comentarios que circulaban por Internet.
Era el hecho mismo de que el menú todavía colgara de la fachada lo que hacía que el restaurante aún no hubiera perdido la esperanza de que las cosas volvieran a ser como antes. Suddenly, y sin que comprendiera muy bien lo que estaba pasando, todos los clientes habían desaparecido y le habían bajado la persiana. En el oscuro interior, tras la última limpieza y puesta a punto, las sillas seguían colocadas sobre las mesas, la cafetera permanecía apagada, las neveras y los expositores estaban vacíos, sin producto, algo que no había conocido en los siete años que llevaba abierto, las pilas estaban limpias, relucientes, el lavavajillas desenchufado, y si bien en los estantes aún quedaba alguna botella de licor, era más que evidente que, al menos de momento, no habría nadie para pedir una copa o un chupito después del café.
Pero si por el día ya le pesaba tanta inactividad y aquel incomprensible silencio, por las noches era todavía peor. Acostumbrado al bullicio, echaba de menos el estrepitoso ruido de los platos y cubiertos al chocar, las conversaciones ensordecedoras de los clientes, el ajetreo de la cocina, el pum-pum-pum de las pisadas y el arrastrar de las sillas, el calor de los fogones o la compañía de la música de ambiente, una selección de temas pop clásicos en versión electrónica que no le entusiasmaba, pero que sin duda ayudaba a crear aquel entorno tan agradable, base del éxito que había disfrutado en los últimos tiempos.
Desconcertado, consultó la situación con algunos establecimientos próximos. Poco pudo ayudarle la tienda de ropa que tenía a su derecha, pared con pared. Estaba igual de confusa. Como el restaurante, de la noche a la mañana también había perdido a la clientela y no disponía de más datos sobre el motivo que aquel. Tampoco la pequeña tienda de muebles que había en la acera de enfrente pudo aclararles nada, más allá de lo que le había dicho una sucursal de banco que había en la esquina. Según había podido extraer de una conversación telefónica de uno de los clientes que se habían acercado a su cajero, parece que la gente había sido afectada por una extraña enfermedad que los tenía confinados en sus casas, algo que parecía quedar corroborado, le dijo la tienda de muebles, por una información que había difundido un supermercado que había a un par de manzanas y que había estado corriendo de bajo comercial en bajo comercial. Of course, bien mirado, ¿cómo fiarse de eso? Una enfermedad que obligaba a la gente a quedarse en sus casas parecía una enfermedad un poco rara. ¿Y no sería que aquella información, pasando de uno a otro, quizá se había distorsionado un poco? It is possible, le dijo la tienda de muebles que tampoco estaba muy segura de las explicaciones que le había dado la sucursal bancaria. Besides, fiarse de lo que dijera o no un supermercado, aunque fuera de los pocos establecimientos que había en el barrio funcionando a pleno rendimiento, resultaba algo temerario pues, como todo el mundo sabe, los supermercados son muy parlanchines y les gusta hablar más de la cuenta y, generally, de lo que no entienden. Besides, ¿cuánto iba a durar aquello? ¿Era algo temporal o sería un cierre definitivo? Nadie supo acláralo.
Las dudas que tenía el restaurante quedaron confirmadas un día en el que, por sorpresa, lo vio llegar. At first, no lo reconoció. Con las calles prácticamente vacías desde hacía tantos días, no lo esperaba. Pero cuando percibió que aquella figura solitaria se dirigía directamente hacia él, se fijó mejor y, at last, cayó en la cuenta. Era el dueño. El hombre abrió la persiana de la calle decidido, como hacía siempre, lo que al restaurante le produjo un enorme placer. Then, levantó la llave de la luz provocándole un agradable cosquilleo que se extendió por todo el recinto (le costó aguantarse la risa). Tras este gesto, el dueño cruzó la zona del comedor esquivando, con aquella agilidad que le caracterizaba, las mesas y las sillas apelotonadas por todas partes. Fue cuando el dueño se adentró hasta la cocina, cuando el restaurante estuvo a punto de preguntarle para que le explicara de primera mano lo que estaba pasando, pero algo lo detuvo.
Emocionado por su presencia y la posibilidad de reanudar la actividad, no se había dado cuenta, pero cuando se fijó un poco mejor, percibió la mirada cansada y abatida del dueño. Nunca lo había visto así. El restaurante lo conocía bien. Era un hombre de carácter duro, afable con los clientes, severo con el personal, pero en una medida que no lo convertía en alguien excesivamente inflexible. A lo largo de los años, había vivido de todo con él y había ido aprendiendo a valorar las dificultades de sacar adelante un negocio y, above all, las contrariedades de las relaciones humanas que le habían obligado a tomar algunas decisiones que no siempre se correspondían con su visión de la vida. Estaba claro que dirigir un local como el suyo, con tantas cosas a tener en cuenta cada día de la semana (salvo los domingos, que estaba cerrado), no era una tarea fácil. Nevertheless, nunca había visto que mermaran sus aparentemente infinitas energías, lo que había hecho que, con el paso de los años, el restaurante llegara a apreciarlo, a pesar de esas pequeñas discrepancias de opinión que había mantenido con él sobre algunas cuestiones (la organización de la cocina o de las mesas, o los horarios de cierre, por poner algún ejemplo). But, ese día, lo vio realmente abatido y eso le preocupó de una manera tan íntima que hizo que no se atreviera a molestarle con preguntas probablemente absurdas.
El dueño del restaurante estuvo un rato registrando los cajones y la estantería del modesto cuarto que había al fondo y que hacía las funciones de despacho. Encendió el ordenador y pasó un buen rato explorando el disco duro en busca de unos documentos que copió en un pen-drive. Orinó una vez. Se bebió un vaso de agua. Hizo tres llamadas, una a su asesor laboral, otra a su mujer y otra a uno de sus proveedores habituales. Esta última le hizo comprender que, fuera lo que fuera lo que le había obligado a cerrar el negocio, no parecía que fuera a revertirse en un plazo breve. Escuchó palabras como ruina, desastre, plazos, ayudas y hasta préstamo, palabras que no había oído antes o de las que guardaba un lejano recuerdo y que preocuparon al restaurante. Then, tal y como había llegado, el dueño cerró la persiana y se marchó.
Aunque le preguntaron, porque ahora lo notaban más triste, nunca quiso compartir con las tiendas próximas sus sospechas y prefirió mantener con ellas la esperanza de que todo volvería a ser pronto como hacía un mes. Now, cuando la tienda de ropa y la de muebles se ponen a discutir con el banco sobre el futuro, él suele quedarse callado para no quitarle a nadie esa ilusión necesaria para enfrentarse a los reveses de la vida. After all, tampoco tenía ninguna certeza y no dejaba de ser posible que aquello que todos estaban esperando terminara por suceder más pronto de lo previsto y todo volviera a la normalidad. Aunque había convivido con ellos a diario, ¿qué entendía él de los asuntos de los hombres?, pensó el restaurante. ¿Cómo podía estar seguro de nada? Nah, mejor se olvidaba de ello, se dijo. But, por las noches, cuando caía la luz del sol y se encendían las farolas de la calle, el restaurante se acordaba del dueño y le asolaba una tristeza tan profunda que no se podía contener. So, se le podía escuchar aullándole a la luna. Enseguida, otros restaurantes se unían a él, aullando de forma más o menos acompasada formando, entre todos, un coro de aullidos que bien podrían confundirse con una jauría de perros en celo. Son los restaurantes de tu ciudad que gimen para que vuelva la gente. ¡¡¡Auuuuuuuuuu!!! GERARDO LEON