Como fuerzas opuestas en equilibrio, así se define el territorio creativo de Marina González Guerreiro: precariedad y preciosismo, reutilización y construcción, memoria y anticipación. En su trabajo, lo bello no reside en la perfección estética, sino en la huella y en la materia que resiste el paso del tiempo.
González Guerreiro articula su práctica desde estas coordenadas —componer con lo hallado, hacer visible el deterioro y construir con las manos sin borrar su rastro—. Los residuos, lo humilde y lo olvidado se convierten en portadores de una coexistencia pasada, presente y futura.
Sus instalaciones se conforman por acumulación, como un archivo-escenografía en proceso. Un gesto conduce al siguiente en un juego contenido y preciso. Los materiales —plásticos, metales, cuerdas, cerámicas, residuos orgánicos (palos, hojas, flores, semillas)— conviven con objetos que evocan ruedas, veletas, relojes, plomadas o contenedores de agua. Con ellos construye una naturaleza idealizada, atravesada por referencias a lo doméstico y a lo sagrado. Las flores silvestres sugieren la ofrenda y la relación con lo efímero. El agua remite al gesto de purificar y al símbolo del flujo.
Si bien La espera, el fluido, la medida nos aproxima a una ecología que celebra la fragilidad del tiempo, el agua trasciende su condición de medio.






